Книга «Зов предков» (La llamada de lo salvaje) на испанском языке онлайн, Джек Лондон |
Повесть «Зов предков» (La llamada de lo salvaje) на испанском языке – читать онлайн, автор – Джек Лондон. Книга «Зов предков» (La llamada de lo salvaje) была написана в 1903-м году, спустя 5 лет после возвращения Джека Лондона из неудачной поездки на Аляску за золотом. И если с золотом ему не повезло, то повезло с впечатлениями о жизни Севера, которые позже и стали основой многих его произведений (повести «Зов предков», «Белый Клык» и целый ряд рассказов о людях и животных Аляски). В книге «Зов предков» (La llamada de lo salvaje) главным героем является пёс, и книга вроде бы рассчитана на детскую аудиторию. Однако «Зов предков» понравится не только детям, но и взрослым, изучающим испанский язык. Другие книги самых различных жанров и направлений от известных писателей всего мира можно читать онлайн или скачать бесплатно в разделе «Книги на испанском». Для тех, кто любит слушать книги, есть раздел «Аудиокниги на испанском языке» - в нём есть аудиокниги с текстом для начинающих и аудиосказки для детей. И ещё для маленьких читателей есть один интересный раздел – «Сказки для детей на испанском языке». Тем, кто изучает испанский язык по фильмам или просто любит смотреть кино Испании и стран Латинской Америки, будет интересен раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке». Если вы хотите изучать испанский с преподавателем или носителем языка, то вас заинтересует информация на странице «Испанский по скайпу».
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La llamada de lo salvaje
1. La vuelta al atavismo Nostalgias inmemoriales de nomadismo brotan debilitando la esclavitud del hábito; de su sueño invernal despierta otra vez, feroz, la tensión salvaje.
Buck no leía los periódicos, de lo contrario habría sabido que una amenaza se cernía no sólo sobre él, sino sobre cualquier otro perro de la costa, entre Puget Sound y San Diego, con fuerte musculatura y largo y abrigado pelaje. Porque a tientas, en la oscuridad del Ártico, unos hombres habían encontrado un metal amarillo y, debido a que las compañías navieras y de transporte propagaron el hallazgo, miles de otros hombres se lanzaban hacia el norte. Estos hombres necesitaban perros, y los querían recios, con una fuerte musculatura que los hiciera resistentes al trabajo duro y un pelo abundante que los protegiera del frío. Buck vivía en una extensa propiedad del soleado valle de Santa Clara, conocida como la finca del juez Miller. La casa estaba apartada de la carretera, semioculta entre los árboles a través de los cuales se podía vislumbrar la ancha y fresca galería que la rodeaba por los cuatro costados. Se llegaba a ella por senderos de grava que serpenteaban entre amplios espacios cubiertos de césped y bajo las ramas entrelazadas de altos álamos. En la parte trasera las cosas adquirían proporciones todavía más vastas que en la delantera. Había espaciosas caballerizas atendidas por una docena de cuidadores y mozos de cuadra, hileras de casitas con su enredadera para el personal, una larga y ordenada fila de letrinas, extensas pérgolas emparradas, verdes prados, huertos y bancales de fresas y frambuesas. Había también una bomba para el pozo artesiano y un gran estanque de hormigón donde los chicos del juez Miller se daban un chapuzón por las mañanas y aliviaban el calor en las tardes de verano. Sobre aquellos amplios dominios reinaba Buck. Allí había nacido y allí había vivido los cuatro años de su existencia. Es verdad que había otros perros, pero no contaban. Iban y venían, se instalaban en las espaciosas perreras o moraban discretamente en los rincones de la casa, como Toots, la perrita japonesa, o Ysabel, la pelona mexicana, curiosas criaturas que rara vez asomaban el hocico de puertas afuera o ponían las patas en el exterior. Una veintena al menos de foxterriers ladraba ominosas promesas a Toots e Ysabel, que los miraban por las ventanas, protegidas por una legión de criadas armadas de escobas y fregonas. Pero Buck no era perro de casa ni de jauría. Suya era la totalidad de aquel ámbito. Se zambullía en la alberca o salía a cazar con los hijos del juez, escoltaba a sus hijas, Mollie y Alice, en las largas caminatas que emprendían al atardecer o por la mañana temprano, se tendía a los pies del juez delante del fuego que rugía en la chimenea en las noches de invierno, llevaba sobre el lomo a los nietos de Miller o los hacía rodar por la hierba, y vigilaba sus pasos en las osadas excursiones de los niños hasta la fuente de las caballerizas e incluso más allá, donde estaban los potreros y los bancales de bayas. Pasaba altivamente por entre los foxterriers, y a Toots e Ysabel no les hacía el menor caso, pues era el rey, un monarca que regía sobre todo ser viviente que reptase, anduviera o volase en la finca del juez Miller, humanos incluidos. Su padre, Elmo, un enorme san bernardo, había sido compañero inseparable del juez, y Buck prometía seguir los pasos de su padre. No era tan grande —pesaba sólo sesenta kilos— porque su madre, Shep, había sido una perra pastora escocesa. Pero sus sesenta kilos, añadidos a la dignidad que proporcionan la buena vida y el respeto general, le otorgaban un porte verdaderamente regio. En sus cuatro años había vivido la regalada existencia de un aristócrata: era orgulloso y hasta egotista, como llegan a serlo a veces los señores rurales debido a su aislamiento. Pero se había librado de no ser más que un consentido perro doméstico. La caza y otros entretenimientos parecidos al aire libre habían impedido que engordase y le habían fortalecido los músculos; y para él, como para todas las razas adictas a la ducha fría, la afición al agua había sido un tónico y una forma de mantener la salud. Así era el perro Buck en el otoño de 1897, cuando multitud de individuos del mundo entero se sentían irresistiblemente atraídos hacia el norte por el descubrimiento que se había producido en Klondike. Pero Buck no leía los periódicos ni sabía que Manuel, uno de los ayudantes del jardinero, fuera un sujeto indeseable. Manuel tenía un vicio, le apasionaba la lotería china. Y además jugaba confiando en un método, lo que lo llevó a la ruina inevitable. Porque el jugar según un método requiere dinero, y el salario de un ayudante de jardinero escasamente cubre las necesidades de una esposa y una numerosa prole. La memorable noche de la traición de Manuel, el juez se encontraba en una reunión de la Raisin Growers Association y los muchachos, atareados en la organización de un club deportivo. Nadie vio salir a Manuel con Buck y atravesar el huerto, y el animal supuso que era simplemente un paseo. Y nadie, aparte de un solitario individuo, les vio llegar al modesto apeadero conocido como College Park. Aquel sujeto habló con Manuel y hubo entre los dos un intercambio de monedas. —Podrías envolver la mercancía antes de entregarla —refunfuñó el desconocido, y Manuel pasó una fuerte soga por el cuello de Buck, debajo del collar. —Si la retuerces lo dejarás sin aliento —dijo Manuel, y el desconocido afirmó con un gruñido. Buck había aceptado la soga con serena dignidad. Era un acto insólito, pero él había aprendido a confiar en los hombres que conocía y a reconocerles una sabiduría superior a la suya. Pero cuando los extremos de la soga pasaron a manos del desconocido, soltó un gruñido amenazador. No había hecho más que dejar entrever su disgusto, convencido en su orgullo que una mera insinuación equivalía a una orden. Pero para su sorpresa, la soga se le tensó en torno al cuello y le cortó la respiración. Furioso, saltó hacia el hombre, quien lo interceptó a medio camino, lo aferró del cogote y, con un hábil movimiento, lo arrojó al suelo. A continuación apretó con crueldad la soga, mientras Buck luchaba frenéticamente con la lengua fuera y un inútil jadeo de su gran pecho. Jamás en la vida lo habían tratado con tanta crueldad, y nunca había experimentado un furor semejante. Pero las fuerzas le abandonaron, se le pusieron los ojos vidriosos y no se enteró siquiera de que, al detenerse el tren, los dos hombres lo arrojaban al interior del furgón de carga. Al volver en sí tuvo la vaga conciencia de que le dolía la lengua y de que estaba viajando en un vehículo que traqueteaba. El agudo y estridente silbato de la locomotora al acercarse a un cruce le reveló dónde estaba. Había viajado demasiadas veces con el juez, para no reconocer la sensación de estar en un furgón de carga. Abrió los ojos, y en ellos se reflejó la incontenible indignación de un monarca secuestrado. El hombre intentó cogerlo por el pescuezo, pero Buck fue más rápido que él. Sus mandíbulas se cerraron sobre la mano y él no las aflojó hasta que una vez más perdió el sentido. —Le dan ataques —dijo el hombre, ocultando la mano herida ante la presencia del encargado del vagón, a quien había atraído el ruido del incidente—. Lo llevo a San Francisco. El amo lo manda a un veterinario que cree que podrá curarlo. Acerca del viaje de aquella noche habló el hombre con suma elocuencia en la trastienda de una taberna en el muelle de San Francisco. —No saco más que cincuenta por él —rezongó—; y no lo volvería a hacer por mil, a toca teja. Llevaba la mano envuelta en un pañuelo ensangrentado y tenía la pernera derecha del pantalón rasgada de la rodilla al tobillo. —¿Cuánto sacó el otro pasmado? —preguntó el tabernero. —Cien —fue la respuesta—. No habría aceptado ni un céntimo menos, así que... —Eso hace ciento cincuenta —calculó el tabernero—; y ése los vale, o yo no sé nada de perros. El otro se quitó el vendaje ensangrentado y se miró la mano herida. —Si no pillo la rabia... —Será porque naciste de pie —dijo riendo el tabernero—. Venga, dame la mano antes de marcharte —añadió. Aturdido, sufriendo un dolor intolerable en la garganta y en la lengua, medio asfixiado, Buck intentó hacer frente a sus torturadores. Pero una y otra vez lo tumbaron y le apretaron más la cuerda hasta que lograron limar el grueso collar de latón y quitárselo del pescuezo. Entonces retiraron la soga y con violencia lo metieron en un cajón grande semejante a una jaula. Allí estuvo echado durante el resto de aquella agotadora noche rumiando su cólera y su orgullo herido. No podía entender qué significaba todo aquello. ¿Qué querían de él aquellos desconocidos? ¿Por qué lo tenían encerrado en aquella estrecha jaula? No sabía por qué, pero se sentía oprimido por una vaga sensación de inminente calamidad. Varias veces durante la noche, al oír el ruido de la puerta del cobertizo al abrirse, se puso de pie de un salto esperando ver al juez, o al menos a los muchachos. Pero una y otra vez fue el rostro mofletudo del tabernero, que se asomaba y lo miraba a la mortecina luz de una vela de sebo. Y cada vez el alegre ladrido que brotaba de la garganta de Buck se trocaba en un gruñido salvaje. Pero el tabernero lo dejó en paz, y por la mañana entraron cuatro individuos que cogieron el cajón. Más torturadores, pensó Buck, porque tenían un aspecto andrajoso y desaseado; y se puso a ladrarles con furia a través de los barrotes. Ellos se limitaron a reír y azuzarle con unos palos a los que inmediatamente Buck atacó con los colmillos hasta que comprendió que eso era lo que querían. Entonces se tumbó hoscamente en el suelo y dejó que cargaran el cajón a una vagoneta. Después, él y la jaula en la que estaba prisionero iniciaron un tránsito de mano en mano. Los empleados de un despacho de mercancías se hicieron cargo de él; fue transportado en otra vagoneta; una camioneta lo llevó, junto con una serie de cajas y paquetes, hasta un trasbordador; otra lo sacó para introducirlo en un gran almacén ferroviario, y finalmente fue depositado en el furgón de un tren expreso. El furgón fue arrastrado a lo largo de dos días con sus noches a la cola de ruidosas locomotoras; y durante dos días y dos noches estuvo Buck sin comer ni beber. En su furia había respondido gruñendo a las primeras tentativas de aproximación de los empleados del tren, a lo que ellos habían correspondido azuzándole. Cuando Buck, temblando y echando espuma por la boca, se lanzaba contra las tablas, ellos se reían y se burlaban de él. Gruñían y ladraban como perros odiosos, maullaban y graznaban agitando los brazos. Aquello era muy ridículo, lo sabía, pero cuanto más ridículo, más afrentaba a su dignidad, y su furor aumentaba. El hambre no lo afligía tanto, pero la falta de agua era un verdadero sufrimiento que intensificaba su cólera hasta extremos febriles. Y en efecto, siendo como era nervioso por naturaleza y extremadamente sensible, el maltrato le había provocado fiebre, incrementada por la irritación de la garganta y la lengua reseca e hinchada. Sólo una cosa le alegraba: ya no llevaba la soga al cuello. Eso les había dado una injusta ventaja; pero ahora que no la llevaba, ya les enseñaría. Jamás volverían a colocarle otra soga en el cuello, estaba resuelto. Había pasado dos días y dos noches sin comer ni beber, y durante esos días y noches de tormento había acumulado una reserva de ira que no auguraba nada bueno para el primero que le provocase. Sus ojos se inyectaron en sangre y se convirtió en un demonio furioso. Tan cambiado estaba que el propio juez no lo habría reconocido; y los empleados del ferrocarril respiraron con alivio cuando se desembarazaron de él en Seattle. Cuatro hombres transportaron con cautela el cajón en un carromato hasta el interior de un pequeño patio trasero rodeado por un muro. Un tipo fornido; con un jersey rojo de cuello desbocado, salió a firmar el recibo del conductor. Aquel hombre, presintió Buck, era el siguiente torturador. Y se lanzó salvajemente contra las tablas. El hombre sonrió con crueldad y trajo un hacha y un garrote. —No irá a soltarlo ahora, ¿verdad?... —preguntó el conductor. —Desde luego —replicó el hombre, al tiempo que hincaba el hacha en el cajón a modo de palanca. Se produjo la inmediata espantada de los cuatro hombres que lo habían traído, que, encaramados al muro, se aprestaron a presenciar el espectáculo. Buck se abalanzó sobre la tabla astillada, en la que clavó los dientes, luchando con furor con la madera. Dondequiera que el hacha caía por fuera, allí estaba él por dentro, rugiendo, tan violentamente ansioso él por salir como lo estaba el hombre del jersey rojo para sacarle de allí con fría deliberación. —Ahora, demonio de ojos enrojecidos —dijo, una vez abierta una brecha que permitía el pasaje del cuerpo de Buck. Al mismo tiempo, dejó caer el hacha y se cambió el garrote a la mano derecha. Y Buck era verdaderamente un demonio que lanzaba fuego por los ojos en el momento de disponerse a saltar con los pelos erizados, la boca envuelta en espuma y un brillo enloquecido en los ojos inyectados en sangre. Directamente contra el hombre lanzó sus sesenta kilos de furia, acrecentados por la pasión contenida de dos días y dos noches. Pero ya lanzado, en el momento mismo en que sus quijadas estaban por cerrarse sobre la presa, recibió un impacto que detuvo su cuerpo y le hizo juntar los dientes con un doloroso golpe seco. Tras una voltereta en el aire, se dio con el lomo y el costado contra el suelo. Como nunca en su vida le habían golpeado con un garrote, se quedó pasmado. Soltando un gruñido que tenía más de queja que de ladrido, se puso en pie y volvió a arremeter. Y nuevamente recibió un golpe y cayó al suelo anonadado. Esta vez comprendió que había sido el garrote, pero su exaltación no admitía la cautela. Una docena de veces volvió a acometer y con igual frecuencia el garrote frustró la embestida y acabó con él en el suelo. Después de un golpe especialmente feroz, sus patas vacilaron y quedó demasiado aturdido para atacar. Se tambaleó sin fuerzas, con sangre manándole de la nariz, la boca y las orejas, con el hermoso pelaje salpicado y con manchas de saliva ensangrentada. Entonces el hombre avanzó y deliberadamente le asestó un espantoso golpe en el hocico. Todo el dolor que había soportado Buck no fue nada en comparación con la intensa agonía de éste. Con un rugido de ferocidad casi leonina, volvió a lanzarse contra el hombre. Pero el hombre, pasándose el garrote de la derecha a la izquierda, cogió diestramente a Buck por debajo del maxilar inferior, dando al mismo tiempo un tirón hacia abajo y hacia atrás. Buck describió un círculo completo en el aire, para después golpear el suelo con la cabeza y el pecho. Atacó por última vez. El hombre descargó entonces el golpe que le había reservando durante toda la lucha y Buck se derrumbó y cayó al suelo sin sentido. —¡Éste no es manco para domar a un perro, te lo digo yo! —exclamó entusiasmado uno de los hombres encaramados al muro. —Yo preferiría domar potros de indios todos los días y el doble los domingos —fue la respuesta del conductor mientras trepaba al carromato y ponía en marcha los caballos. Buck recobró el sentido, pero no las fuerzas. Tumbado donde había caído, observaba al hombre del jersey rojo. —«Responde al nombre de Buck» —citó el hombre hablando consigo mismo en alusión a la carta del tabernero que le había anunciado el envío del cajón y su contenido—. Bien, Buck, muchacho —prosiguió en tono jovial—, hemos tenido nuestro pequeño jaleo, y lo mejor que podemos hacer es dejarlo así. Tú te has enterado de cuál es tu sitio y yo me sé el mío. Sé un buen perro y todo irá bien. Pórtate mal y te arrancaré las tripas. ¿Entendido? Mientras hablaba, daba palmaditas en la cabeza que había golpeado tan despiadadamente, y, aunque el contacto de aquella mano le erizara involuntariamente el pelambre, Buck aguantó sin protestar. Bebió ávidamente el agua que el hombre le trajo y más tarde engulló de su mano una generosa ración de carne cruda que él le suministró de trozo en trozo. Había perdido (lo sabía), pero no estaba vencido. Comprendió, de una vez para siempre, que contra un hombre con un garrote carecía de toda posibilidad. Había aprendido la lección y no la olvidaría en su vida. Aquel garrote fue una revelación. Fue su toma de contacto con el reino de la ley primitiva y aceptó sus términos. Las realidades de la vida adquirieron un aspecto más temible; y si bien las afrontó sin amedrentarse, lo hizo con toda la latente astucia de su naturaleza en funcionamiento. En el transcurso de los días llegaron otros perros, en cajones o sujetos con una soga, unos dócilmente y otros rugiendo con furia como había hecho él; y a todos ellos los vio someterse al dominio del hombre del jersey rojo. Una y otra vez, según contemplaba aquellas brutales intervenciones, la lección se afianzaba en el corazón de Buck: un hombre con un garrote era el que dictaba la ley, un amo a quien se obedece, aunque no necesariamente se acepte. De esto último nunca hubo que acusar a Buck, por más que viera efectivamente a perros apaleados hacerle fiestas al hombre, meneando la cola y lamiéndole la mano. También vio a un perro que no quiso aceptarle ni obedecerle y acabó muerto en la lucha por imponerse. De vez en cuando llegaban hombres, forasteros que hablaban con adulación y en diversos tonos al hombre del jersey rojo. Y cuando en esas ocasiones algún dinero pasaba de unas manos a otras, el forastero se llevaba consigo uno o más perros. Buck se preguntaba adónde irían, porque nunca regresaban; pero el miedo al futuro lo atenazaba, y cada vez se alegraba por no haber sido elegido. Pero su hora llegó, finalmente, bajo la forma de un hombrecillo arrugado que escupía un mal inglés y numerosas exclamaciones desconocidas y burdas que Buck fue incapaz de entender. —¡Sacredam! —exclamó el hombrecillo al posar la mirada en Buck—. ¡Ése sí ser perro bravo! ¿Cuánto? —Trescientos, y es un regalo —fue la inmediata respuesta del hombre del jersey rojo—. Y siendo dinero del gobierno, no tendrás ningún problema, ¿eh, Perrault? Perrault sonrió. Considerando que el precio de los perros estaba por las nubes debido a la inusitada demanda, no era una cantidad desproporcionada por un animal tan espléndido. El gobierno canadiense no saldría perdiendo, ni su correspondencia viajaría más despacio. Perrault entendía de perros, y cuando vio a Buck supo que se trataba de uno en un millar: «Uno entre diez mil», comentó para sus adentros. Buck vio el dinero que cambiaba de manos y no se sorprendió cuando el hombrecillo arrugado se los llevó, a él y a Curly, una afable terranova. Fue la última vez que vio al hombre del jersey rojo, así como la visión de Seattle alejándose fue la última que Curly y él tuvieron, desde la cubierta del Narwhal, de las tibias tierras meridionales. Perrault llevó a Curly y a Buck a las bodegas y los dejó a cargo de un gigante de cara morena llamado François. Perrault era francocanadiense y tenía la piel oscura, mientras que François era francocanadiense mestizo y tenía la piel dos veces más oscura. Para Buck eran hombres de una clase nueva (de los que estaba destinado a ver muchos más), y aunque no les cobró afecto, llegó honestamente a respetarlos. Aprendió rápidamente que Perrault y François eran hombres justos, serenos e imparciales al administrar justicia, y demasiado expertos en el comportamiento canino para dejarse engañar por los perros. En las bodegas del Narwhal, Buck y Curly encontraron a otros dos perros. Uno de ellos era un ejemplar albo y grande procedente de Spitzbergen, de donde se lo había llevado el capitán de un ballenero, que más tarde había participado en una expedición geológica a las islas Barren. Era cordial aunque traicionero, ya que sonreía a la cara mientras discurría alguna trastada, como por ejemplo cuando le robó a Buck una parte de su primera comida. En el momento en que Buck saltaba para castigarlo, se le adelantó el látigo de François restallando en el aire con tal violencia sobre el culpable que Buck no tuvo más que recuperar el hueso. Fue un acto de equidad por parte de François, pensó Buck, y empezó a sentir aprecio por el mestizo. El otro perro no dio ni recibió, muestras de fraternidad: pero tampoco intentó robar a los recién llegados. Era un animal malhumorado y taciturno, y le mostró a las claras a Curly que lo único que deseaba era que le dejasen en paz, y además, que si no era así habría jaleo. Dave, que así se llamaba, comía y dormía, o en los intervalos bostezaba sin interesarse por nada; no lo hizo siquiera cuando durante la travesía del estrecho de la Reina Carlota, el Narwhal estuvo balanceándose, cabeceando y corcoveando como un poseso. Cuando Buck y Curly se pusieron nerviosos, medio locos de miedo, Dave alzó la cabeza con fastidio, les dedicó una mirada indiferente, bostezó y se puso de nuevo a dormir. El incansable pulso de la hélice latía día y noche en el barco, y aunque cada día era muy semejante al anterior, Buck percibió que cada vez hacía más frío. Por fin, una mañana la hélice se detuvo y una atmósfera de excitación se extendió por el barco. Buck la sintió, igual que los demás perros, y supo que se aproximaba un cambio. François les colocó collares y correas y los condujo a cubierta. Al dar el primer paso sobre la fría superficie, las patas de Buck se hundieron en una cosa fofa y blanca muy semejante al lodo. Resopló y dio un salto atrás. En el aire caía más de aquella materia blanca. Se sacudió, pero le siguió cayendo encima. La olisqueó con curiosidad y a continuación recogió un poco sobre la lengua. Quemaba como el fuego y un instante después había desaparecido. Aquello lo intrigó. Lo intentó nuevamente, con igual resultado. Los espectadores reían a carcajadas y Buck se sintió avergonzado sin saber por qué, era la primera vez que veía nieve.
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