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Книга «Ангелы и демоны» (Ángeles y demonios) на испанском языке – читать онлайн

Роман «Ангелы и демоны» (Ángeles y demonios) на испанском языке – читать онлайн, автор книги – Дэн Браун. Роман «Ангелы и демоны» - первая из серии книг с профессором Лэнгдоном в качестве главного героя. Книга вышла в 2000-м году, и поначалу не имела большого успеха – то ли тематика физики высоких энергий не заинтересовала читателей, то ли сам Дэн Браун в то время ещё не был достаточно известным автором. И лишь через 3 года, после выхода самого известного своего романа, «Кода да Винчи», появился интерес и к первому роману Дэна Брауна, «Ангелы и демоны» (Ángeles y demonios). Впоследствии книги Брауна были переведены на многие языки Европы и мира (более чем на 40 языков), в том числе и на испанский.

Другие книги самых различных жанров и направлений от известных писателей всего мира можно читать онлайн или скачать бесплатно в разделе «Книги на испанском». Для тех, кто любит слушать книги, есть раздел «Аудиокниги на испанском языке» - в нём есть аудиокниги с текстом для начинающих и аудиосказки для детей.

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Теперь переходим к чтению книги «Ангелы и демоны» (Ángeles y demonios) на испанском языке. На этой странице выложены первые 5 глав книги, ссылка на следующие главы романа Дэна Брауна будет в конце страницы.

 

Ángeles y demonios

 

Prólogo

El físico Leonardo Vetra olió a carne quemada, y comprendió que era la suya. Miró horrorizado a la figura oscura que le amenazaba.

—¿Qué quieres?

—La chiave —contestó la voz rasposa—. El santo y seña.

—Pero yo no...

El intruso hundió un poco más el objeto al rojo vivo en el pecho de Vetra. Se oyó el siseo de la carne al arder.

Vetra lanzó un grito de dolor.

—¡No hay santo y seña!

Sintió que se sumía en la inconsciencia.

La figura le fulminó con la mirada.

—Ne avevo paura. Me lo temía.

Vetra se esforzó por no perder el conocimiento, pero la oscuridad se estaba cerrando sobre él. Su único consuelo consistía en saber que su agresor nunca obtendría lo que había venido a buscar. Sin embargo, un momento después, la figura extrajo un cuchillo y lo acercó a la cara de Vetra. La hoja osciló. Con cautela. Como un escalpelo.

—¡Por el amor de Dios! —chilló Vetra.

Pero ya era demasiado tarde.

 

1.

Desde los escalones superiores de una galería ascendente de la Gran Pirámide de Gizeh, una joven rió y le llamó.

—¡Date prisa, Robert! ¡Sabía que hubiera tenido que haberme casado con un hombre más joven!

Su sonrisa era mágica.

El hombre se esforzó por acelerar el paso, pero sentía las piernas como si fueran de piedra.

—Espera —suplicó—. Por favor...

A medida que subía, su visión se iba haciendo más borrosa. Sus oídos martilleaban. ¡He de alcanzarla! Pero cuando volvió a levantar la vista, la mujer había desaparecido. En su lugar había una anciana desdentada. El hombre bajó la mirada, y en sus labios se dibujó una mueca de soledad. Después lanzó un grito de angustia que resonó en el desierto.

Robert Langdon despertó de su pesadilla sobresaltado. El teléfono de la mesita de noche estaba sonando. Aturdido, lo descolgó.

—¿Diga?

—Estoy buscando a Robert Langdon —dijo una voz masculina.

Langdon se incorporó en la cama y trató de pensar con claridad.

-—Soy... Robert Langdon.

Consultó el reloj digital. Eran las cinco y dieciocho minutos de la mañana.

—Debo verle cuanto antes.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Maximilian Kohler. Soy físico de partículas discontinuas.

—¿Cómo? —Langdon era incapaz de concentrarse—. ¿Está seguro de que soy el Langdon que busca?

—Es usted profesor de iconología religiosa en la Universidad de Harvard. Ha escrito tres libros sobre simbología y...

—¿Sabe qué hora es?

—Le ruego me disculpe. Tengo algo que ha de ver. No puedo hablar de ello por teléfono.

Un gemido escapó de los labios de Langdon. No era la primera vez que le ocurría. Uno de los peligros de escribir libros sobre simbología religiosa eran las llamadas de fanáticos religiosos, deseosos de que les confirmara la última señal de Dios. El mes pasado, una bailarina de striptease de Oklahoma había prometido a Langdon el mejor sexo de su vida si iba a verificar la autenticidad de una cruz que había aparecido como por arte de magia en las sábanas de su cama. El sudario de Tulsa, lo había llamado Langdon.

—¿Cómo ha conseguido mi número?

Langdon intentaba ser educado, pese a la hora.

—En Internet. La página web de su libro.

Langdon frunció el ceño. Sabía perfectamente que la página web no incluía el número telefónico de su casa. Era evidente que el hombre estaba mintiendo.

—He de verle —insistió el desconocido—. Le pagaré bien.

Langdon se estaba enfadando.

—Lo siento, pero le aseguro...

—Si parte ahora mismo, podría estar aquí a las...

—¡No voy a ir a ninguna parte! ¡Son las cinco de la mañana!

Langdon colgó y se derrumbó sobre la cama. Cerró los ojos e intentó dormir de nuevo. Fue inútil. El sueño estaba grabado a fuego en su mente. Se puso la bata desganadamente y descendió las escaleras.

Robert Langdon paseó descalzo por su casa victoriana de Massachu-setts y tomó su remedio habitual contra el insomnio, un chocolate caliente. La luna de abril se filtraba por las ventanas y bañaba las alfombras orientales. Los colegas de Langdon a menudo comentaban en broma que la casa parecía más un museo de antropología que un hogar. Las estanterías estaban atestadas de objetos religiosos de todo el mundo: un ekuaba de Ghana, un crucifijo de oro de España, un ídolo de las islas del Egeo, incluso un peculiar boccus tejido de Borneo, el símbolo de la eterna juventud de un joven guerrero.

Cuando Langdon se sentó sobre la tapa de un baúl maharishi de latón y saboreó el chocolate caliente, se vio reflejado en el cristal de una de las ventanas. La imagen estaba distorsionada y pálida... como un fantasma. Un fantasma envejecido, pensó, y se recordó con crueldad que su espíritu juvenil estaba viviendo en un cuerpo mortal.

Aunque no era apuesto en un sentido clásico, a sus cuarenta y cinco años Langdon poseía lo que sus colegas femeninas denominaban un atractivo «erudito»: espeso cabello castaño veteado de gris, ojos azules penetrantes, voz profunda y cautivadora, y la sonrisa alegre y espontánea de un deportista universitario. Buceador del equipo universitario, Langdon todavía conservaba el cuerpo de un nadador, un físico envidiable de metro ochenta que mantenía en forma con cincuenta largos al día en la piscina de la universidad.

Los amigos de Langdon siempre le habían considerado un enigma, un hombre atrapado entre siglos. Los fines de semana podía vérsele en el patio de la facultad vestido con tejanos, hablando de gráficos por ordenador o de historia de las religiones con los estudiantes; en otras ocasiones, aparecía con su chaleco de cuadros Harris en tonos vistosos, fotografiado en las páginas de revistas de arte en inauguraciones de museos, donde le habían pedido que dictara una conferencia.

Pese a ser un profesor riguroso y un amante de la disciplina, Langdon era el primero en abrazar lo que él denominaba el «arte perdido de pasarlo bien». Se entregaba a la diversión con un fanatismo contagioso que le había granjeado la aceptación fraternal de sus estudiantes. Su mote en el campus («El Delfín») era una referencia tanto a su naturaleza afable, como a su legendaria habilidad para zambullirse en una piscina y burlar a todo el equipo contrario en un partido de waterpolo.

Mientras contemplaba la oscuridad con aire ausente, el silencio de su casa se vio perturbado de nuevo, esta vez por el timbre de su fax. Demasiado agotado para enojarse, Langdon forzó una carcajada cansada.

El pueblo de Dios, pensó. Dos mil años esperando a su Mesías, y siguen tan tozudos como una mula.

Llevó el tazón vacío a la cocina y se encaminó pausadamente a su estudio chapado en roble. El fax recién llegado esperaba en la bandeja. Suspiró, recogió el papel y lo miró.

Al instante, una oleada de náuseas le invadió.

La imagen que mostraba la página era la de un cadáver humano. El cuerpo estaba desnudo, y tenía la cabeza vuelta hacia atrás en un ángulo de ciento ochenta grados. Había una terrible quemadura en el pecho de la víctima. Le habían grabado a fuego una sola palabra. Una palabra que Langdon conocía bien. Muy bien. Contempló las letras con incredulidad.

—Illuminati —tartamudeó, con el corazón acelerado. No puede ser...

Lentamente, temeroso de lo que iba a presenciar, Langdon dio la vuelta al fax. Miró la palabra al revés.

Al instante, se quedó sin respiración. Era como si le hubiera alcanzado un rayo. Incapaz de dar crédito a sus ojos, volvió a girar el fax y leyó la palabra en ambos sentidos.

—Illuminati —susurró.

Langdon, estupefacto, se dejó caer en una silla. Poco a poco, sus ojos se desviaron hacia la luz roja parpadeante del fax. Quien había enviado el fax estaba todavía conectado, a la espera de hablar. Langdon contempló la luz roja parpadeante durante largo rato.

Después, tembloroso, descolgó el auricular.

 

2.

—¿He captado ahora su atención? —dijo la voz masculina cuando Langon contestó por fin.

—Sí, ya lo creo. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?

—Intenté decírselo antes. —La voz era precisa, mecánica—. Soy físico. Dirijo un laboratorio de investigaciones. Se ha cometido un asesinato. Usted ha visto el cadáver.

—¿Cómo me ha localizado?

Langdon apenas podía concentrarse. Su mente huía de la imagen del fax.

—Ya se lo he dicho. Internet. La página web de su libro El arte de los llluminati.

Langdon intentó serenarse. Su libro era prácticamente desconocido en los círculos literarios dominantes, pero tenía un buen número de seguidores internautas. No obstante, la afirmación del desconocido era absurda.

—Esa página carece de información de contacto —explicó Langdon—. Estoy seguro.

—Tengo gente en el laboratorio muy experta en extraer información de la Red.

El escepticismo de Langdon no disminuía.

—Da la impresión de que su laboratorio sabe mucho sobre la Red.

—Por fuerza —replicó el hombre—. Nosotros la inventamos.

 

Algo en la voz del hombre reveló a Langdon que no estaba bromeando.

—He de verle —insistió el desconocido—. No podemos hablar de este asunto por teléfono. Mi laboratorio está a sólo una hora en avión de Boston.

Langdon analizó el fax que sostenía en la mano a la tenue luz del estudio. La imagen era impresionante, pues tal vez representaba el hallazgo epigráfico del siglo, una década de sus investigaciones confirmada en un solo símbolo.

—Es urgente —apremió la voz.

Los ojos de Langdon estaban clavados en el sello. Illuminati, leyó una y otra vez. Su trabajo siempre se había basado en el equivalente simbólico de los fósiles (documentos antiguos y rumores históricos), pero esta imagen era actual. Tiempo presente. Se sintió como un paleontólogo que se encontraba cara a cara con un dinosaurio vivo.

—Me he tomado la libertad de enviarle un avión —dijo la voz—. Llegará a Boston dentro de veinte minutos.

Langdon sintió la garganta seca. A una hora de vuelo...

—Le ruego que perdone mi atrevimiento —dijo la voz—. Le necesito aquí.

Langdon contempló otra vez el fax, un antiguo mito confirmado en blanco y negro. Las implicaciones eran aterradoras. Miró por la ventana. La aurora empezaba a insinuarse entre los abedules del patio trasero, pero la vista parecía algo diferente esta mañana. Cuando una extraña combinación de miedo y júbilo se apoderó de él, Langdon comprendió que no tenía elección.

—Usted gana —dijo—. Dígame dónde tomaré el avión.

 

3.

A miles de kilómetros de distancia, dos hombres estaban reunidos. La estancia era sombría. Medieval. De piedra.

—Benvenuto —dijo el que estaba al mando. Se había sentado al abrigo de las sombras, para no ser visto—. ¿Tuvo éxito?

—Sí—contestó la figura oscura—. Todo salió a la perfección.

Sus palabras eran tan rotundas como las paredes de piedra.

—¿Y no habrá dudas de quién es el responsable?

—Ninguna.

—Espléndido. ¿Tiene lo que le había pedido?

Los ojos del asesino destellaron, negros como aceite. Mostró un pesado aparato electrónico y lo dejó sobre la mesa.

El hombre refugiado en las sombras pareció complacido.

—Buen trabajo.

—Servir a la hermandad es un honor —dijo el asesino.

—La fase dos está a punto de empezar. Vaya a descansar. Esta noche cambiaremos el mundo.

 

4.

El Saab 900S de Robert Langdon salió del Callahan Tunnel por el lado este de Boston Harbor, cerca de la entrada al aeropuerto Logan. Langdon echó un vistazo al plano, localizó Aviation Road y giró a la izquierda una vez dejo atrás el antiguo edificio de Eastern Airlines. A trescientos metros de distancia, un hangar estaba sumido en la oscuridad. Tenía pintado un gran número «4» en la fachada. Aparcó en el estacionamiento y bajó del coche.

Un hombre de cara redonda con traje de vuelo azul salió de detrás del edificio.

—¿Robert Langdon? —inquirió. La voz del hombre era cordial. Tenía un acento que Langdon no pudo identificar.

—Soy yo —dijo Langdon, al tiempo que cerraba el coche con llave.

—Justo a tiempo —dijo el hombre—. Acabo de aterrizar. Sígame, por favor.

Mientras daban la vuelta al edificio, Langdon se sintió tenso. No estaba acostumbrado a llamadas telefónicas crípticas y citas secretas con desconocidos. Como no sabía qué esperar, se había puesto su típico atuendo de ir a clase: pantalones informales, jersey de cuello alto y chaqueta de tweed de cuadros Harris. Mientras caminaban, pensó en el fax que guardaba en el bolsillo de la chaqueta, incapaz de asimilar todavía la imagen que mostraba.

El piloto pareció intuir la angustia de Langdon.

—Volar no representa ningún problema para usted, ¿verdad, señor?

—En absoluto —contestó Langdon.

Los cadáveres marcados a fuego sí representan un problema para mí. Volar no tiene color, es lo de menos.

El hombre guió a Langdon hasta el final del hangar. Doblaron la esquina y desembocaron en la pista.

Langdon se detuvo y contempló boquiabierto el aparato aparcado en la pista.

—¿Vamos a volar en eso?

El hombre sonrió.

—¿Le gusta?

Langdon miró el avión durante un largo momento.

—¿Si me gusta? ¿Qué diablos es?

El aparato que tenía delante de sus narices era enorme. Recordaba vagamente a un trasbordador espacial, salvo que le habían afeitado la parte superior, de manera que era liso por completo. Semejaba una cuña colosal. La primera impresión de Langdon fue que debía de estar soñando. El vehículo parecía tan apropiado para volar como un Buick. Las alas prácticamente no existían. Eran dos aletas rechonchas en la parte posterior del fuselaje. Un par de timones dorsales se alzaban de la sección de popa. El resto del avión era casco (unos sesenta metros de longitud), sin ventanas, sólo casco.

—Doscientos cincuenta mil kilos con los depósitos llenos de combustible —explicó el piloto, como un padre que presumiera de su primogénito recién nacido—. Funciona con hidrógeno líquido. El fuselaje está hecho de una matriz de titanio con fibras de carburo de silicio. El director debe de tener mucha prisa por verle. No suele enviar al monstruo.

—¿Esa cosa vuela? —preguntó Langdon.

El piloto sonrió.

—Oh, sí. —Guió a Langdon hasta el avión—. Tiene un aspecto algo imponente, lo sé, pero será mejor que se acostumbre a él. Dentro de cinco años, sólo verá estas ricuras, TCAV: Transportes Civiles de Alta Velocidad. Nuestro laboratorio ha sido de los primeros en adquirir uno.

 

Menudo laboratorio será, pensó Langdon.

—Éste es un prototipo del Boeing X-33 —continuó el piloto— pero hay docenas de otros: el National Aero Space Plane, los rusos tienen el Scramjet, los ingleses el HOTOL. El futuro está aquí, pero tardará un poco en llegar a la aviación comercial. Ya puede ir despidiéndose de los aviones convencionales.

Langdon miró el aparato con cautela.

—Creo que preferiría un avión convencional.

El piloto indicó la pasarela con un ademán.

—Sígame, por favor, señor Langdon. Mire dónde pisa.

Minutos después estaba sentado en la cabina vacía. El piloto le ciñó el cinturón de seguridad en la primera fila y se dirigió a la parte delantera del aparato.

La cabina se parecía sorprendentemente a la de un avión comercial. La única diferencia era que carecía de ventanas, lo cual inquietó a Langdon. Toda su vida había padecido una cierta claustrofobia, vestigios de un incidente de la infancia que nunca había llegado a superar.

La aversión de Langdon a los espacios cerrados no influía en su vida cotidiana, pero siempre le frustraba. Se manifestaba de maneras sutiles. Evitaba deportes que se practicaban en recintos cerrados como el racquetball o el squash, y había pagado de buen grado una pequeña fortuna por su amplia casa victoriana de techos altos, aunque habría podido alojarse en la facultad por un precio módico. Langdon había sospechado con frecuencia que su atracción por el mundo del arte desde la infancia se debía a su amor por los espacios abiertos de los museos.

Los motores cobraron vida y el fuselaje vibró. Langdon tragó saliva y esperó. Sintió que el avión comenzaba a correr sobre la pista. Sonó música country en los altavoces.

Un teléfono de pared que tenía a su lado emitió dos pitidos. Langdon levantó el auricular.

—¿Diga?

—¿Está cómodo, señor Langdon?

—Ni hablar.

—Relájese. Llegaremos dentro de una hora.

—¿Adónde, exactamente? —preguntó Langdon, al darse cuenta de que no tenía ni idea de cuál era su lugar de destino.

—A Ginebra —contestó el piloto, acelerando los motores—. El laboratorio está en Ginebra.

—En Ginebra —repitió Langdon, y se sintió un poco mejor—. Estado de Nueva York. De hecho, tengo parientes cerca del lago Séneca. No sabía que había un laboratorio de física en Ginebra.

El piloto rió.

—En Ginebra, Nueva York, no, señor Langdon. En Ginebra, Suiza.

El cerebro de Robert Langdon tardó un momento en registrar la palabra.

—¿Suiza? —sintió que el pulso se le aceleraba—. ¿No ha dicho que el laboratorio estaba a una hora de distancia?

—En efecto, señor Langdon. —El piloto lanzó una risita—. Este avión vuela a Mach quince.

 

5.

En una concurrida calle europea, el asesino se abría paso entre la multitud. Era un hombre poderoso. Malvado y fuerte. Engañosamente ágil. Aún sentía los músculos tensos por la emoción que le había causado la reunión.

Ha ido bien, se dijo. Aunque su patrón no había descubierto su rostro, el asesino se sentía honrado por haber estado en su presencia. ¿De veras habían transcurrido tan sólo quince días desde que su patrón se había puesto en contacto con él por primera vez? El asesino todavía recordaba cada palabra de aquella llamada...

—Mi nombre es Jano —había dicho el desconocido—. En cierto modo, estamos emparentados. Compartimos un enemigo. Me han dicho que sus habilidades pueden alquilarse.

—Depende de a quién represente usted —contestó el asesino.

El desconocido se lo dijo.

—¿Es esto su idea de una broma?

—Veo que le suena nuestro nombre —contestó el cliente.

—Por supuesto. La hermandad es legendaria.

—Y no obstante, duda de mi autenticidad.

—Todo el mundo sabe que de la hermandad no queda nada.

—Una treta muy hábil. El enemigo más peligroso es el que nadie teme.

El asesino se mostró escéptico.

—¿La hermandad perdura?

—Más clandestina que nunca. Nuestras raíces invaden todo lo visible, incluso la fortaleza sagrada de nuestro enemigo más encarnizado.

—Imposible. Son invulnerables.

—Nuestra mano llega muy lejos.

—Nadie llega tan lejos.

—Muy pronto, me creerá. Una demostración irrefutable del poder de la hermandad ha trascendido ya. Un solo acto de traición y prueba.

—¿Qué han hecho?

El cliente se lo dijo.

El asesino no acababa de creérselo.

—Una tarea imposible.

Al día siguiente, los periódicos de todo el mundo publicaron el mismo titular. El asesino se convirtió en un creyente.

Quince días después, la fe del asesino se había fortalecido más allá de toda duda. La hermandad perdura, pensó. Esta noche, saldrán a la superficie y revelarán su poder.

Mientras caminaba por las calles, un presagio aleteaba en sus ojos negros. Una de las hermandades más secretas y temidas de la historia le había llamado para solicitar sus servicios. Han escogido con sabiduría, pensó. La fama de su discreción sólo era superada por la de su eficacia a la hora de matar.

Hasta el momento, les había servido con nobleza. Había cometido el asesinato y entregado el objeto a Jano, tal como le habían pedido. Ahora, le tocaba a Jano utilizar su poder para depositar el objeto en el lugar elegido.

El lugar elegido...

El asesino se preguntó cómo podría llevar a cabo Jano una tarea tan asombrosa. Era evidente que el hombre tenía contactos en el interior. El dominio de la hermandad parecía ilimitado.

Jano, pensó el asesino. Un nombre en clave, sin duda. ¿Era una referencia al dios romano de las dos caras... o a la luna de Saturno?, se preguntó. Daba igual. El poder de Jano era ilimitado. Lo había demostrado sin la menor duda.

Mientras el asesino andaba, imaginó que sus antepasados le sonreían. Hoy estaba continuando su lucha, estaba combatiendo contra el mismo enemigo al que habían plantado cara durante siglos, hasta remontarse al siglo XI, cuando los ejércitos enemigos habían saqueado por primera vez su tierra, violado y asesinado a su gente, declarándolos impuros, profanando sus templos y dioses.

Sus antepasados habían formado un ejército, pequeño pero mortífero, para defenderse. Sus miembros se hicieron famosos en todo el país como protectores, hábiles ejecutores que recorrían la campiña exterminando a todos los enemigos que podían encontrar. Se hicieron famosos no sólo por sus brutales matanzas, sino también por cometer sus asesinatos sumiéndose previamente en estados alterados de conciencia inducidos por drogas. La droga que habían elegido era un potente estupefaciente llamado hachís.

A medida que se extendía su celebridad, estos hombres mortíferos fueron conocidos con una sola palabra, «Hassassin», literalmente «seguidores del hachís». El nombre hassassin se convirtió en sinónimo de muerte en casi todos los idiomas de la Tierra. La palabra todavía se utilizaba hoy, incluso en el inglés moderno, pero al igual que el arte de matar, la palabra también había evolucionado.

Ahora se pronunciaba asesino.

 

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