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Детективная книга «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке

Продолжение самой известной детективной книги Марио Пьюзо «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке. Начало романа читайте по ссылке «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке, предыдущую часть книги – по ссылке «Крёстный отец» (El Padrino).

Другие книги самых различных жанров и направлений от известных писателей всего мира можно читать онлайн или скачать бесплатно в разделе «Книги на испанском». Для тех, кто любит слушать книги, есть раздел «Аудиокниги на испанском языке» - в нём есть аудиокниги с текстом для начинающих и аудиосказки для детей.

Тем, кто изучает испанский язык по фильмам или просто любит смотреть кино Испании и стран Латинской Америки, будет интересен раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке».

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Возвращаемся к детективному роману «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке. На этой странице идёт продолжение книги Марио Пьюзо, ссылка на следующую часть будет в конце страницы.

 

El Padrino

***

Era todavía de noche cuando el avión aterrizó en Los Ángeles. Hagen se dirigió a su hotel, se duchó y afeitó, y luego se puso a contemplar el amanecer sobre la ciudad. Ordenó que le subieran el desayuno y los periódicos y se tomó un descanso, pues la entrevista con Jack Woltz estaba fijada para las diez de la mañana. Había sido sorprendentemente fácil concertar la cita.

El día anterior, Hagen había telefoneado al hombre más poderoso del sindicato de trabajadores del cine, un individuo llamado Billy Goff. Siguiendo instrucciones de Don Corleone, Hagen le había pedido que le concertara una entrevista con Jack Woltz, y que de paso le insinuara que si Hagen no salía satisfecho de la entrevista, podía producirse una huelga en su estudio. Una hora más tarde, Hagen recibió una llamada de Goff: la entrevista se celebraría a las diez de la mañana. Woltz había captado muy bien la indirecta sobre la posible huelga, pero en opinión de Goff, no se había impresionado demasiado.

– Claro que para lo de la huelga –puntualizó Goff–, tendría que hablar yo personalmente con el Don.

– No se preocupe. Si se diera el caso, sería el Don quien hablaría con usted.

Al decir estas palabras, Hagen evitó hacer promesas. No se sorprendió en absoluto ante el hecho de que Goff se mostrara tan bien dispuesto a acatar los deseos del Don. El imperio familiar, técnicamente hablando, se limitaba al área de Nueva York, pero Don Corleone había empezado a conseguir su poder ayudando a los líderes de los sindicatos. Muchos de ellos le debían todavía grandes favores.

Hagen consideraba un mal síntoma el hecho de que la cita fuera a las diez de la mañana. Significaba que sería la primera de las que Woltz concedería durante el día, y ello suponía, lógicamente, que el productor cinematográfico no pensaba invitarlo a almorzar. Seguro que Goff no había amenazado lo suficiente a Jack Woltz, probablemente debido a que figuraba en la nómina secreta del productor. A veces, se decía Hagen, el hecho de que el Don nunca diera la cara iba en detrimento de los negocios familiares, ya que su nombre nada significaba para la mayoría de la gente.

Su análisis se demostró acertado. Woltz le tuvo esperando durante más de media hora. Hagen no lo tomó a mal. La sala de espera era lujosa y confortable, y en el sofá color ciruela que había frente al lugar donde estaba sentado esperaba la niña más bonita que recordaba haber visto en su vida. No tendría más de once o doce años, e iba vestida con la elegancia que otorga la sencillez, aunque con un estilo demasiado adulto, como una mujer hecha y derecha. Sus cabellos eran como el oro y sus ojos azules como el mar. En cuanto a su boca, recordaba una fresca y roja frambuesa. Iba acompañada de una mujer –su madre, sin duda–, cuya arrogante mirada hizo que Hagen sintiera deseos de pegarle un puñetazo en pleno rostro. La niña angelical y la madre monstruosa, pensó Hagen, devolviendo a la madre una fría mirada.

Finalmente, una mujer de mediana edad exquisitamente vestida se acercó a Hagen para rogarle que la acompañara. Pasaron por un pasillo flanqueado de puertas –sin duda correspondientes a otras tantas oficinas–, y finalmente llegaron al despacho donde trabajaban los colaboradores directos del productor. Hagen quedó impresionado ante la belleza de las oficinas... y de las muchachas que en ellas trabajaban. Sonrió. Eran chicas que querían entrar en el mundo del cine y que de momento se conformaban con trabajos de oficina, aunque la mayoría tendría que seguir con el trabajo administrativo durante toda su vida, a menos que, desengañadas, regresaran a sus respectivas ciudades de origen. Jack Woltz era un hombre alto y corpulento, cuya barriga quedaba casi disimulada gracias a un traje de corte perfecto. Hagen conocía su historia. A los diez años de edad, trabajó en el East Side repartiendo barrilitos de cerveza con una carretilla de mano. A los veinte, ayudó a su padre a meter en cintura a los trabajadores de la industria de la confección. A los treinta, abandonó Nueva York para trasladarse al Oeste, donde pronto se interesó en la naciente industria del cine. A los cuarenta y ocho años se convirtió en el más poderoso de los magnates del séptimo arte, conservando, eso sí, su rudo lenguaje de siempre. En asuntos de amor era como un lobo, y eso lo sabían muy bien gran cantidad de aspirantes a estrellas. A los cincuenta, sin embargo, sufrió una completa transformación: tomó lecciones de oratoria, aprendió a vestir bien gracias a un ayuda de cámara inglés, y otro sirviente suyo, también inglés, le enseñó a comportarse correctamente en sociedad.

Cuando murió su primera esposa, se casó con una bella actriz mundialmente famosa que estaba ya cansada de actuar ante las cámaras. En ese momento, a sus sesenta años, se dedicaba a coleccionar obras de afamados artistas, era miembro del Gabinete Asesor de la Presidencia, y había donado grandes sumas a una fundación que llevaba su nombre para promocionar el arte en las películas. Su hija se había casado con un lord inglés, y su hijo, con una princesa italiana. Su más reciente pasión, como muy bien habían cuidado de airear todos los columnistas del país, eran sus cuadras de purasangres. El último año había invertido en ellas más de diez millones de dólares. Su nombre apareció en los titulares de muchos periódicos cuando compró el famoso caballo inglés Jartum por el increíble precio de seiscientos mil dólares, sobre todo tras el anuncio de que el invencible caballo no volvería a correr, ya que sería destinado exclusivamente a adornar los establos de Woltz.

 

Recibió a Hagen con ademanes corteses, y en su bronceado y perfectamente rasurado rostro apareció una levísima sonrisa. A pesar de todo su dinero, a pesar de los cuidados de los más reputados técnicos, aparentaba la edad que realmente tenía, y unas profundas arrugas surcaban su rostro. No obstante, sus movimientos poseían una enorme vitalidad, y tenía, al igual que Don Corleone, el aire del hombre que manda de un modo absoluto en el mundo donde se desenvuelve.

Hagen fue directo al grano y le informó de que era el emisario de un amigo de Johnny Fontane. Le dijo que este amigo, un hombre muy poderoso, agradecería infinitamente al señor Woltz que le concediera un pequeño favor. El pequeño favor consistía en la inclusión de Johnny Fontane en la nueva película bélica que el estudio comenzaría a rodar al cabo de una semana.

El arrugado rostro de Woltz permaneció impasible, fríamente cortés. Luego, habló con un deje de condescendencia apenas perceptible.

– ¿Cómo me demostraría su agradecimiento el amigo de Johnny Fontane?

Hagen fingió no haber reparado en la condescendencia de Woltz.

– Parece que en el horizonte hay algunos nubarrones en forma de conflictos laborales. Mi amigo puede garantizarle la desaparición de tales nubarrones. Por ejemplo, usted tiene un contrato con una estrella que hace ganar a sus estudios grandes cantidades de dinero, pero que acaba de pasarse de la marihuana a la heroína. Mi amigo le garantizaría que esa gran estrella no volvería a conseguir más heroína. Y si en el transcurso de los años se le presentara a usted algún otro pequeño obstáculo, quedaría resuelto con una simple llamada telefónica.

Jack Woltz escuchó las palabras de Hagen como lo hubiera hecho con las baladronadas de un niño. Luego, con voz cortante y en un tono deliberadamente barriobajero, preguntó:

– Intentan presionarme ¿eh?

– En absoluto –replicó Hagen con frialdad–. Me limito a pedirle un favor para un amigo. Sólo trato de explicarle que usted no perdería nada con ello.

De repente, en el rostro de Woltz se dibujó una expresión de profunda ira. Apretó los labios y sus espesas cejas teñidas de negro formaron una gruesa línea sobre sus ojos centelleantes. Se inclinó sobre la mesa, acercándose a Hagen.

– Muy bien, hijo de puta. Dejemos las cosas claras, tanto para usted como para su jefe, sea quien sea: Johnny Fontane no tendrá el papel. No me preocupa que la Mafia quiera imponerme su voluntad. Y ahora –añadió, apoyándose de nuevo en el respaldo–, quisiera darle un consejo, amigo: J. Edgar Hoover ¿ha oído hablar de él, verdad?, es amigo mío. Si le explico que me están presionando, los amigos de usted nunca sabrán de dónde habrá partido el golpe.

Hagen escuchó con paciencia. Había esperado otra actitud de un hombre de la categoría de Woltz. ¿Era posible que un individuo capaz de reaccionar de manera tan estúpida hubiera llegado a ser el propietario de una empresa valorada en centenares de millones de dólares? Era algo que debía meditar profundamente, pues el Don buscaba nuevas actividades para invertir dinero, y si los mejores cerebros de la industria cinematográfica eran tan brutos, el cine podía ser el negocio ideal. Las palabras de Woltz no habían afectado a Hagen en absoluto. Éste había aprendido del mismo Don el arte de la negociación. “Nunca te enfades –le había repetido miles de veces–. No profieras amenaza alguna. Razona con la gente”. El arte del razonamiento consistía en desoír todos los insultos, todas las amenazas; algo así como poner la otra mejilla. Hagen había visto al Don sentado en una mesa de negociaciones durante ocho horas, tragando insultos, tratando de persuadir a un hombre testarudo para que cambiara su punto de vista sobre determinado asunto. Al final de las ocho horas, Don Corleone había levantado las manos en señal de desesperanza, y dirigiéndose a los otros hombres de la mesa, había dicho: “Es totalmente imposible razonar con este individuo”, y acto seguido levantarse para salir de la habitación. El individuo testarudo había palidecido de terror. Alguien corrió a convencer al Don para que regresara a la mesa de negociaciones. El acuerdo se había realizado, pero dos meses más tarde, el individuo testarudo había aparecido mortalmente herido en su barbería favorita.

Así, pues, Hagen, con voz completamente serena, volvió a tomar la palabra:

– Mire mi tarjeta. Soy abogado. ¿Cree usted que pondría en peligro mi carrera? ¿He proferido alguna amenaza? Déjeme decirle que estoy preparado para aceptar cualquier condición que usted imponga para que Johnny Fontane haga la película. Creo que ofrezco mucho, teniendo en cuenta la pequeñez del favor que pido. Un favor que redundaría, creo yo, en su propio beneficio. Según me ha contado Johnny, usted mismo admite que él sería el intérprete ideal de esa película. Y permítame asegurarle que de no ser así, no le pediríamos el favor. De hecho, si le preocupa la inversión monetaria, mi cliente estaría dispuesto a financiar la película. Pero, por favor, que queden las cosas claras. Si usted se niega, entenderemos que lo hace conscientemente y por su voluntad. Nadie puede ni quiere presionarle. Sabemos de su amistad con el señor Hoover, y puedo asegurarle que mi jefe le respeta a usted mucho por eso.

Woltz había estado jugueteando con una larga pluma roja. A la sola mención de la palabra dinero se despertó su interés.

– El presupuesto de la película es de cinco millones –dijo, muy serio.

Hagen emitió un ligero silbido, para demostrar que estaba impresionado.

– Mi jefe tiene amigos que apoyarán su opinión –comentó luego sin darle importancia.

Por vez primera Woltz pareció tomar en serio el asunto y leyó atentamente la tarjeta de visita de Hagen.

– Nunca había oído hablar de usted –dijo–, aunque conozco a la mayoría de los grandes abogados de Nueva York.

– Trabajo para un solo cliente –contestó Hagen con sequedad, y se levantó, dispuesto a marcharse–. No quiero robarle más tiempo.

Tendió la mano a Woltz, que la estrechó. Hagen se dirigió a la puerta, pero antes de llegar a ella se detuvo y se volvió para mirar al productor.

– Comprendo que tiene usted que tratar con mucha gente que intenta parecer más importante de lo que en realidad es –dijo–. En mi caso ocurre lo contrario. ¿Por qué no pregunta sobre mí a nuestro mutuo amigo? Si cambia de opinión sobre el asunto, llámeme a mi hotel.

Después de una corta pausa, Hagen añadió:

– Esto le parecerá un sacrilegio, pero la verdad es que mi cliente puede hacer por usted muchas cosas que no están al alcance del señor Hoover.

Vio que Woltz entornaba los ojos. El productor comenzaba a comprender. Entonces, Hagen aprovechó para concluir, en el tono de voz más amable que pudo:

– Por ejemplo, soy un gran admirador de sus películas. Espero y deseo que pueda continuar usted su excelente trabajo. Nuestro país lo necesita.

 

Durante la tarde de aquel mismo día, Hagen recibió una llamada telefónica de la secretaria del productor, diciéndole que antes de una hora un coche pasaría a recogerlo para llevarlo a cenar a la finca campestre del señor Woltz. La chica le dijo que el viaje duraría unos tres cuartos de hora, pero que el vehículo tenía bar y que podría tomar un aperitivo durante el trayecto. Hagen sabía que Woltz había hecho el viaje en su avión particular, y se preguntaba por qué no le había invitado. La voz de la secretaria interrumpió sus elucubraciones.

– El señor Woltz ha sugerido que lleve usted un traje de etiqueta. Mañana por la mañana él mismo le llevará al aeropuerto.

– De acuerdo –dijo Hagen.

Ya tenía otra cosa en qué pensar. ¿Cómo sabía Woltz su intención de regresar a Nueva York en avión a la mañana siguiente? Lo más probable, decidió Hagen después de meditar unos minutos, era que el productor hubiera contratado un detective para que le investigara. En consecuencia, era muy posible que Woltz ya supiera que representaba al Don, lo cual significaba que ya había averiguado algo sobre Don Corleone y que estaba dispuesto a considerar seriamente el asunto. Algo podría hacerse, después de todo, pensó Hagen. Y quizá Woltz era más listo de lo que había aparentado por la mañana.

 

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