Книга «Бегство к Богу» (La huida hacia Dios) на испанском языке |
Новелла «Бегство к Богу» (La huida hacia Dios) на испанском языке – читать онлайн, автор книги – Стефан Цвейг. Новелла «Бегство к Богу» (La huida hacia Dios) была одной из 14 книг, которые вошли в цикл исторических миниатюр «Звёздные часы человечества» (Momentos estelares de la Humanidad). Короткие, интересные и познавательные новеллы этого сборника были популярными у читателей, и позже были переведены на многие самые распространённые языки мира. Новелла «Бегство к Богу» (La huida hacia Dios) написана в форме небольшой пьесы, и посвящена одному из эпизодов жизни русского писателя Л.Н. Толстого. Все эти новеллы Стефана Цвейга, а также много других литературных произведений разных писателей можно читать онлайн в разделе «Книги на испанском». Для тех, кто смотрит кино Испании и стран Латинской Америки, будет интересен раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке». Для тех, кто планирует начать изучение испанского с преподавателем или носителем языка, есть нужная информация на странице «Испанский по скайпу».
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La huida haciа Dios
Introducción
En el año 1890 empezó Tolstoi a escribir una autobiografía dramática que luego se publicó y representó como fragmento de sus obras póstumas bajo el título de La luz que brilla en las tinieblas. Este drama incompleto no es más (según vemos ya por la primera escena) que una descripción de la tragedia íntima que se desarrolla en su propio hogar, dado a la publicidad como justificación personal de un intento premeditado de fugarse y al mismo tiempo como disculpa de su esposa, o sea «una obra de perfecto equilibrio moral » en medio de la agitación de su conciencia (o de la inquietud que invade su alma). Realmente, es un autorretrato de Tolstoi, que se manifiesta de una manera diáfana a través del protagonista, Nikolai Michelaievitch Saryzev, de modo que sólo una pequeña parte de la tragedia es realmente pura invención, sin contenido histórico. Sin duda, el autor la escribió como una especie de anticipo literario a la solución « necesaria » de su vida. Pero ni en su obra ni en su vida, ni en 1890 ni en 1900, tuvo Tolstoi valor para tomar una decisión y realizar su propósito. Y de esta resignación de su voluntad ha quedado el fragmento, que termina estando Tolstoi envuelto en una terrible perplejidad y rogando a Dios que le ayude a serenar su alma. El acto que falta a la tragedia ya no lo escribió Tolstoi; ocurrió algo más importante: lo vivió personalmente. Por fin, en los últimos días de octubre de 1910, las dudas de veinticinco años se trocaron en resolución, aunque a costa de una dolorosa crisis interior, «su liberación». Después de una dramática lucha en lo más íntimo de su ser y en el seno de su familia, huye para hallar «una muerte sublime y ejemplar, que consagra y estructura el destino de su vida». Nada me pareció más natural que añadir lo que realmente aconteció a los fragmentos escritos ya de dicha tragedia. Esto es únicamente lo que intenté hacer, con la fidelidad histórica que me fue posible y el respeto debido a los hechos y documentos que me han orientado. Lejos de mi está la presunción temeraria de querer completar arbitrariamente una confesión de León Tolstoi; «no me adhiero a la obra, solamente la sirvo». Tampoco supone un complemento ni una terminación. Se trata sencillamente de un epílogo absolutamente independiente a una obra sin terminar y a un conflicto sin resolver, destinado exclusivamente a honrar como se merece esa tragedia. Ojalá que con ello quede cumplido el sentido que he querido dar al epilogo con mi modesta y respetuosa aportación. A los efectos de una posible representación teatral, debo hacer constar que el epílogo se refiere cronológicamente a dieciséis años más tarde que La luz que brilla en las tinieblas, lo que debe ser evidente al aparecer en escena León Tolstoi. «Los bellos cuadros representativos de sus últimos años pueden ser ejemplares, particularmente aquel que le muestra en el convento de Schamardino al lado de su hermana y la fotografía en el lecho donde terminó sus días.» Su despacho de trabajo debería ser presentado en su conmovedora sencillez, de acuerdo con la realidad histórica. Desearía que este epílogo se representara después de una larga pausa, al terminar el cuarto acto de la tragedia incompleta ya citada. En el mismo sale Tolstoi con su propio nombre y no bajo el supuesto de Saryzev, pues no está en mi ánimo intentar una representación exclusiva del epílogo. S. Z. Personajes del epílogo: León Nikolaievitch Tolstoi (a los 83 años de edad). Sofia Andreievna (su esposa). Alexandra Lvovna (llamada en familia Sascha, su hija). El Secretario Duschan Petrovitch (médico de la casa y amigo de Tolstoi). Jefe De Comisario De Policía de Astapovo (Cirilo Gregorovitch). Estudiante 1.° Estudiante 2.° Tres Viajeros.
Las dos primeras escenas se desarrollan durante los últimos días de octubre de 1910 en el despacho de trabajo de la mansión de Yasnaia Poliana; la última, el 31 de octubre de 1910 en la sala de espera de la estación de Astapovo.
Escena Primera Fin de octubre de 1910 en Yasnaia Poliana, en el despacho de TOLSTOI, sencillo y sin el menor adorno, como aparece en el ya conocido cuadro. El SECRETARIO introduce a dos estudiantes, vestidos a la usanza rusa, con blusas negras de alto y cerrado cuello. Ambos son jóvenes y sus respectivos rostros expresan inteligencia. Se mueven con desenvoltura, más bien con arrogancia que con timidez.
El Secretario: -Siéntense entre tanto. León Tolstoi no les hará esperar mucho. Ahora querría hacerles un ruego... Tengan ustedes en cuenta su edad... A León Tolstoi le gusta tanto discutir, que a menudo se olvida de que eso le agota. Estudiante 1.°: -Tenemos poco que hablar. Sólo queremos hacerle una pregunta, pero que, naturalmente, es decisiva para él y para nosotros. Le prometo que seremos breves, a condición de que podamos hablar con entera libertad. El Secretario: -Perfectamente. Cuanto menos rodeos, mejor. Y, sobre todo, no le llamen «excelencia»; no le gusta. Estudiante 2.° (Riendo.): -No hay que temer tal cosa de nosotros; todo, menos eso. El Secretario: -Ya está aquí. (Entra Tolstoi con paso rápido pero acompasado. A pesar de la edad parece vivaz y nervioso. Siempre, mientras conversa con alguien, juguetea con un lápiz o enrolla una hoja de papel, impaciente por tomar la palabra. Se dirige rápidamente a los dos visitantes, les tiende la mano, los mira de un modo penetrante y luego se sienta en el sillón tapizado de piel que está frente a ellos.) Tolstoi: -Son ustedes los dos jóvenes que me envía el Comité, ¿verdad? (Consulta un papel.) Perdonen que haya olvidado sus nombres... Estudiante 1.°: -Prescinda de nuestros nombres. Venimos a usted como dos simples individuos entre centenares de miles. Tolstoi: (Mirándole fijamente.) -¿Quieren hacerme algunas preguntas? Estudiante 1.°: -Una sola. Tolstoi (Al Estudiante 2.°): -¿Y usted? Estudiante 2.°: -La misma. Todos nosotros tenemos que hacerle una sola pregunta, León Nikolaievitch Tolstoi. Todos nosotros, la juventud revolucionaria de Rusia. Y es ésta: ¿por qué no está usted con nosotros? Tolstoi (Con calma.): -Eso creo haberlo explicado ya claramente en mis libros, y sobre todo en algunas cartas que se han divulgado posteriormente. No sé si ustedes habrán leído mis libros. Estudiante 1.° (Vivamente.): -¿Si hemos leído sus libros, León Tolstoi? Es curioso que nos haga esa pregunta. Haberlos leído sería muy poco. Hemos vivido de la esencia de sus libros desde nuestra niñez, y al llegar a la juventud conmovieron nuestro corazón. ¿Quién sino usted nos ha enseñado a ver la injusta distribución de los bienes humanos? Sus libros, si, sólo ellos, han alejado nuestros corazones de un Estado, de una Iglesia y de un amo que en lugar de proteger a la Humanidаd ampara la injusticia, y usted, solamente usted, nos ha inducido a dedicar toda nuestra vida a repararla, hasta que se consiga destruir ese falso orden. Tolstoi (Interrumpiendo.): -Pero no por la violencia. Estudiante 1.° (Saliendo al paso de sus palabras, sin poder contenerse.): -Desde que tenemos uso de razón, a nadie nos hemos confiado como a usted. Cuando nos preguntábamos quién repararía la injusticia de nuestro pueblo, contestábamos: él. Si nos preguntábamos quién se levantaría un día para derribar tanta ignominia, contestábamos: él lo hará, León Tolstoi. Éramos sus discípulos, sus devotos servidores. Creo que a una simple insinuación suya hubiera yo dado la vida, y, de haberme atrevido hace algunos años a venir a esta casa, me hubiera arrodillado ante usted como ante un santo. Eso significaba usted para nosotros, para miles y miles de los nuestros, para toda la juventud rusa hasta hace pocos años..., y yo me quejo, nos quejamos todos, de que desde entonces se ha ido usted apartando de nosotros hasta convertirse casi en nuestro adversario. Tolstoi (Más suavemente): -¿Y qué cree usted que deberla hacer yo para seguir unido a ustedes? Estudiante 1.°: -No tengo la presunción de darle lecciones. Demasiado sabe usted lo que le ha enemistado con nosotros. Estudiante 2.°: -Bien, ¿por qué no hablar claramente, si nuestro asunto no es para andarse con cumplidos? Tiene usted que abrir los ojos de una vez y no permanecer en esa tibia actitud ante los terribles crímenes que comete el Gobierno con nuestro pueblo. Debe por fin abandonar su escritorio y ponerse sin reservas, clara y abiertamente, al lado de la revolución. Usted sabe ya, León Tolstoi, con qué crueldad se combate nuestro movimiento, que son más los hombres que se pudren en las cárceles que las hojas de los árboles que se marchitan en su jardín. Y usted sigue contemplando todo eso, escribiendo a lo sumo de vez en cuando, según dicen, algún artículo para un periódico inglés, sobre la santa dignidad de la vida humana. Pero a usted le consta que contra este sanguinario terror de hoy ya no bastan las palabras. Está usted convencido, igual que nosotros, que es preciso un levantamiento, una revolución, y una sola palabra suya seria capaz de crear un ejército. Usted nos ha convertido en revolucionarios, y ahora que ha llegado el momento de obrar, se aparta con cautela, aprobando con ello la violencia. Tolstoi: -Jamás aprobé la violencia, ¡jamás! Hace treinta años abandoné mi trabajo únicamente para combatir los crímenes de los déspotas. Desde hace treinta años, cuando vosotros no habíais nacido todavía, vengo yo exigiendo más radicalmente que lo hacéis vosotros no sólo que mejore, sino que se cree un orden completamente nuevo de las condiciones sociales. Estudiante 2.° (Interrumpiendo.): -Bien, ¿y qué? ¿Qué ha conseguido usted? ¿Qué nos han concedido en esos treinta años? El látigo de los duchoborzen, que cumplían su mensaje, o seis balazos en el pecho. ¿Qué es lo que ha mejorado en Rusia por su pacífica presión, por sus libros y sus folletos? ¿No se da usted cuenta todavía de que recomendando paciencia y resignación al pueblo, haciendo que tenga fe en un futuro lejano, no hace más que ayudar a los opresores? ¡No, León Tolstoi, de nada sirve dirigirse a esa arrogante raza de tiranos en nombre del amor y empleando un lenguaje celestial! Esos esbirros del Zar no sacarán ni un solo rublo de su bolsillo ni quitarán un solo impuesto mientras no los dobleguemos a puñetazos. Bastante ha esperado nuestro sufrido pueblo en su amor fraterno; no podemos aguantar más; ha sonado la hora de la acción. Tolstoi (Con bastante ardor.): -Ya sé. Incluso en vuestras proclamas lo llamáis «una acción santa». ¡Oh, «acción santa» fomentar el odio! Pero yo no quiero odio ni quiero conocerlo, ni siquiera contra los que pecan contra nuestro pueblo. El que comete el mal es más desgraciado, moralmente, que el que lo sufre; le compadezco, pero no le odio. Estudiante 1.° (Colérico.): -¡Pero yo los odio a todos, a todos los que cometen injusticias, los odio sin contemplaciones, como a bestias feroces! No, León Tolstoi, jamás enseñará usted a tener compasión de esos criminales. Tolstoi: -Incluso el criminal es hermano mío. Estudiante 1.° (Despectivo.): -Aunque fuera mi hermano, hijo de mi propia madre, si obrase mal contra Tolstoi: -No se puede obtener orden de ningún género por la violencia, ya que la violencia engendra violencia. Tan pronto empuñéis las armas, crearéis un nuevo despotismo. En lugar de destruirlo, lo perpetuaréis. Estudiante 1.°: -Pero contra los poderosos no hay otro medio que la destrucción de su poder. Tolstoi: -Concedido, pero jamás debe emplearse un medio del que ya se desconfía. La verdadera fuerza, créanme, combate la violencia no empleando la misma violencia, sino que la desvirtúa con la transigencia. Está escrito en el Evangelio... Estudiante 2.° (Interrumpiendo.): -¡Bah, deje usted en paz el Evangelio! No, León Tolstoi, con máximas bíblicas no se puede hoy llenar el abismo que existe entre señores y siervos; hay demasiados padecimientos de por medio. Centenares, mejor dicho, millares de hombres creyentes y abnegados consumen hoy sus vidas en Siberia y en las cárceles, y mañana serán decenas de miles. Y yo le pregunto a usted: ¿deben continuar sufriendo millones de inocentes por causa de un puñado de culpables? Tolstoi (Pretendiendo resumir.): -Es preferible que sufran a que vuelva a verterse sangre; precisamente el sufrimiento inocente es beneficioso y repara la injusticia. Estudiante 2.° (Alterado.): -¿Llama usted beneficio al sufrimiento de cientos de años del pueblo ruso? Bien, pues vaya usted, León Tolstoi, a las cárceles y pregunte a los que fueron azotados, pregunte a los hambrientos de pueblos y aldeas si el sufrir es realmente tan «beneficioso». Tolstoi (Irritado.): -Seguramente es mejor que vuestra violencia. ¿Creéis en realidad suprimir los males de este mundo con vuestras armas y vuestras bombas? Entonces, el mal lo tendréis dentro de vosotros, y os lo repito: es mil veces preferible sufrir con una convicción que asesinar por ella. Estudiante 1.° (Igualmente irritado.): -Bueno, puesto que el sufrimiento es tan beneficioso, León Tolstoi, ¿por qué no lo padece usted también? ¿Por qué ensalza continuamente el martirio de los demás y usted se está sentado y bien calentito en su propia casa, comiendo en vajilla de plata, mientras sus labradores, los he visto por mí mismo, vestidos andrajosamente, medio muertos de hambre, se hielan en sus cabañas? ¿Por qué no se hace azotar en lugar de sus duchoborzen, que son flagelados por seguir sus doctrinas? ¿Por qué no abandona usted de una vez esta mansión señorial y se marcha a la calle, a conocer personalmente lo que es el viento, el frío y la lluvia; para saber lo que es la miseria, que a usted se le antoja tan preciosa? ¿Por qué no hace más que hablar, en lugar de obrar según sus propias doctrinas? ¿Por qué no nos da usted ejemplo? Tolstoi (Puesto en pie, retrocede algunos pasos; el SECRETARIO ha dado un salto hacia el estudiante e, irritado, quiere echarlo de allí, pero Tolstoi, recobrando el ánimo, lo empuja suavemente hacia un lado.): -¡Déjele usted! La pregunta que este muchacho ha dirigido a mi conciencia es lógica, una pregunta muy acertada, verdaderamente necesaria. Voy a esforzarme en contestarla. (Adelanta un paso, titubea, se serena. Su voz suena ronca, velada.) Me pregunta usted por qué no cargo yo con el sufrimiento, de acuerdo con mis doctrinas y mis palabras, y yo le contesto con franca vergüenza que si me he sustraído hasta ahora a mi santa obligación fue por causa..., fue... porque soy demasiado débil, demasiado cobarde o demasiado hipócrita, un hombre que vale muy poco, un pecador..., porque hasta hoy no me dio Dios la fuerza precisa para realizar al fin lo que es inaplazable. Usted, un hombre hasta ahora desconocido para mí, ha hablado de un modo terrible a mi conciencia. Sé que no he hecho ni la milésima parte de lo que era necesario hacer. Reconozco avergonzado que hace mucho tiempo hubiera debido abandonar el lujo de esta casa y la lamentable forma de vida que llevo y que considero como un pecado, para salir por las calles, como usted ha dicho muy bien, como un peregrino... No sé darle otra respuesta que la de que me avergüenzo en lo más profundo de mi alma y que me humillo ante mi propia miseria. (Los estudiantes han retrocedido un paso y guardan un emocionado silencio. Pausa. Luego, Tolstoi continúa en voz baja.) Pero quizá..., quizá sufro, a pesar de todo..., acaso padezco precisamente por ello, por no lograr ser lo bastante fuerte y honrado para cumplir mi palabra ante los hombres. Acaso mi conciencia me hace sufrir más en este lugar que los más terribles tormentos corporales; tal vez me ha deparado Dios esta cruz y me ha hecho más dolorosa la estancia en mi casa que si estuviera en la cárcel con los pies encadenados. Pero usted tiene razón, este sufrimiento es estéril, porque es un dolor sólo mío, y sería envanecerme que yo quisiera atribuirme también los suyos. Estudiante 1.° (Algo avergonzado.): -Le suplico que me perdone, León Nikolaievitch Tolstoi, si en mi apasionamiento he llegado a alusiones personales. Tolstoi: -¡No, no, todo lo contrario, si se lo agradezco! El que conmueve nuestra conciencia, aunque sea con violencia, nos hace un bien. (Silencio. Vuelve a hablar Tolstoi con voz más calmada.) ¿Ninguno de ustedes tiene que hacerme alguna otra pregunta? Estudiante 1.°: -No, ésa era nuestra única pregunta. Pero debo decirle que tanto para Rusia como para la Humаnidad entera es de lamentar que usted nos niegue su apoyo, puesto que nadie podrá evitar ya esta revolución, y preveo que será terrible, más espantosa que todas las demás del mundo. Los que están destinados a dirigirla serán hombres de hierro, implacables, despiadados. Si se hubiese usted puesto al frente, su ejemplo hubiera hecho millones de adeptos y habría menos victimas. Tolstoi: -Pero, aunque fuera una sola vida la que se sacrificara por mi culpa, no puedo hacerme responsable de ella ante mi conciencia. (Se oye el sonido de una campana en el piso de abajo.) El Secretario (A Tolstoi, para cortar la conversación.): -Llaman para el almuerzo. Tolstoi (Amargamente.): -Sí, comer, charlar, volver a comer, dormir, descansar, volver a charlar... Así vamos viviendo nuestra precaria vida, mientras los demás trabajan y sirven con ello a Dios. (Se vuelve de nuevo hacia los jóvenes.) Estudiante 2.°: -¿De modo que sólo podemos llevar a nuestros amigos la triste noticia de su renuncia definitiva? ¿No nos da usted al menos una palabra de aliento? Tolstoi (Le mira fijamente y habla, resuelto.): -Díganles a vuestros amigos lo siguiente en nombre mío: yo os quiero y os respeto, jóvenes rusos, porque con tanta vehemencia os compadecéis de los sufrimientos de vuestros hermanos y queréis arriesgar vuestras vidas para mejorar las suyas. (Su voz se hace dura, fuerte y cortante.) Pero más allá no puedo seguiros, y me niego a estar con vosotros, ya que negáis el amor humano y fraterno a todos los hombres. (Callan los estudiantes, se adelanta resueltamente el segundo y dice con gravedad) Estudiante 2.°: -Agradecemos que nos haya usted recibido y le agradecemos también su sinceridad. Jamás volveré a estar en su presencia. Permítame, por tanto, como despedida de un insignificante desconocido, que le diga con franqueza y lealtad unas pocas palabras. Estando ya cercana la hora de su muerte, León Nikolaievitch Tolstoi, yo le anuncio que el mundo se ahogará otra vez en sangre. No sólo matarán a los señores, sino también a sus hijos, para que nada se tenga que temer ya de esa descendencia. Ojalá pueda usted ahorrarse ser testigo de su propio error. ¡Esto sí que se lo deseo de todo corazón! ¡Dios le conceda una muerte tranquila! (Tolstoi parece asustado de la vehemencia del enardecido joven. Luego, sereno ya, avanza hacia él y dice con sencillez) Tolstoi: -Le agradezco particularmente sus últimas palabras. Me desea usted lo que anhelo desde hace treinta años: una muerte en paz con Dios y con los hombres. (Inclínanse ambos visitantes y salen. Tolstoi los sigue con la vista; luego empieza a pasear con excitación de un lado a otro de la estancia y le dice con ímpetu a su secretario:) ¡Qué admirables son esos muchachos, qué valientes y enteros, qué fortaleza hay en ellos! Así los conocí frente a Sebastopol, hace sesenta años. Con esa misma arrogancia iban a la muerte, al paso de cualquier peligro..., con la sonrisa en los labios para morir por nada, para dar sus preciosas vidas juveniles por un grano de trigo, por unas palabras sin sentido, por una idea sin el respaldo de la verdad, sólo por la dicha de la entrega. Me han conmovido. Es preciso que domine mi debilidad de espíritu y cumpla mi palabra. Estoy acercándome a la muerte a pasos agigantados, y todavía sigo titubeando. (Se abre la puerta y entra la Condesа como una tromba de aire, nerviosa, irritada. Sus movimientos son violentos y denotan perplejidad; sus ojos vagan de un lado a otro, como buscando algo, dirigiendo su mirada de un objeto a otro. Se ve que piensa en otra cosa mientras habla y que está poseída de cierta inquietud y zozobra interiores. Prescinde con mirada desatenta del Secretario, como si éste fuese invisible, y se dirige exclusivamente a su esposo. Detrás de ella ha entrado Sascha, su hija; se tiene la impresión de que ha seguido a su madre para vigilarla.) La Condesа: -Ha llamado la campana para comer y desde hace media hora está esperándote abajo el redactor del Daily Telegraph por lo de tu artículo sobre la pena de muerte, y tú lo dejas todo para atender a esos desharrapados. ¡Qué gente más insolente! Cuando, abajo, el criado les preguntó si había sido anunciada su visita al Conde, contestó uno de ellos: «No, no hemos sido anunciados a ningún conde; es León Tolstoi quien nos ha citado.» ¡Y tú te entregas por completo a esos bribones que con gusto verían el mundo tan revuelto como sus propias cabezas! (Intranquila, mira alrededor del aposento.) ¡Qué desorden hay aquí! Los libros por el suelo, polvo por todas partes; en fin, una verdadera vergüenza si viene alguien de más compromiso. (Va al sillón y lo mira de cerca.) La piel está hecha trizas, se le sale el crin por todas partes. Esto es intolerable. Afortunadamente, mañana viene el tapicero de Tula y lo arreglará. (Nadie le contesta; ella vuelve a mirar intranquila alrededor.) Te lo ruego, haz el favor de venir. No se puede hacer esperar más a ese hombre. Tolstoi (De repente muy pálido e inquieto.): -Voy en seguida. Tengo que arreglar todavía algo aquí. Sascha me ayudará. Atiende entre tanto a ese caballero y excúsame. Yo iré en seguida. (La Condesа se marcha, después de haber lanzado una indignada mirada por todo el despacho. Tolstoi va precipitadamente a la puerta, después que ella ha salido, y cierra con llave.) Sascha (Asustada por la impetuosidad de su padre.): -¿Qué te pasa? Tolstoi (Agitadísimo, se lleva la mano al corazón y tartamudea:): -Mañana el tapicero..., ¡alabado sea Dios...! Así, aún hay tiempo... ¡Gracias, Dios mío! Sascha: -Pero ¿qué ocurre? Tolstoi (Excitado.): -Un cuchillo, anda, de prisa; un cuchillo o una tijera... (El Secretario le entrega, mirándole extrañado, una plegadera que había sobre el escritorio. Tolstoi, nerviosa y apresuradamente, dirigiendo a la puerta angustiosas miradas, empieza a ensanchar con aquel instrumento las abiertas grietas del asiento del sillón; luego mete la mano y va palpando el crin que sobresale, hasta que por fin extrae de entre él una carta lacrada.) ¡Aquí está! Es ridículo, ¿verdad? Ridículo e inverosímil como si se tratara de un miserable folletín francés... Una vergüenza incalificable. ¡Que yo, estando en mi cabal juicio, en mi propia casa y a mis ochenta y tres años, tenga que esconder mis papeles más importantes, porque todo se me examina, porque se me vigila, porque se pretende descubrir mis secretos y conocer mis intenciones! ¡Qué bochorno! ¡Oh, qué infierno es mi vida en esta casa, qué gran mentira! (Se ha ido serenando, abre la carta, lee y, dirigiéndose a Sascha, dice:) La escribí hace treinta años en un momento en que estaba dispuesto a dejar a tu madre y a esta casa infernal. Era mi despedida, pero luego no tuve valor para marcharme. (Aprieta la carta con manos temblorosas y lee para sí, a media voz:) «...Sin embargo, ya no me es posible continuar esta vida que llevo hace tantos años a vuestro lado; una vida en que, por una parte, lucho contra vosotros, y tengo que animaros y sosteneros por otra. Así es que decido hacer lo que debía haber hecho ya, o sea que estoy decidido a huir. Si lo hiciera abiertamente, sería muy amargo. Acaso vacilaría y no me sentiría capaz de realizar mi resolución, que, no obstante, debe llevarse a cabo. Perdonadme, pues, os lo ruego, si el paso que voy a dar os causa dolor, y sobre todo, tú, Sonia, aléjame de buen grado de tu corazón, no me busques, no te culpes de nada respecto a mí, no me juzgues.» (Respirando con dificultad.) ¡Ah, de esto hace ya treinta años! Desde entonces he continuado sufriendo. Cada palabra de aquel tiempo encarna en sí tanta verdad como ahora, y mi vida de hoy es igualmente débil y cobarde. Todavía no, todavía no he huido, aún continúo esperando, esperando no sé qué. Siempre he tenido una idea clara de mis deseos y siempre me he conducido sin tino. Siempre fui demasiado débil, siempre carecí de voluntad. Escondí aquí la carta como un colegial que oculta un libro malo al maestro. Y en sus manos puse el testamento, en que entonces le rogaba que cediera la propiedad de mis obras a toda la Humanidаd, con el exclusivo objeto de lograr que hubiera paz en casa, aunque yo no la tuviera en mi propia conciencia. (Pausa.) El Secretario: -¿Y cree usted, León Nikolaievitch Tolstoi...? Espero que me permitirá la pregunta, puesto que tan inesperadamente da usted pie para ella... ¿Cree que... que cuando Dios le llame a su seno..., que... que... ese encarecido y último deseo suyo de renunciar a la propiedad de sus obras será cumplido? Tolstoi (Asustado.): -Naturalmente... Es decir... (Agitado.) No, no lo sé... ¿Qué opinas tú, Sascha? (Sascha aparta la vista y calla.) Tolstoi.: -¡Dios mío, no había pensado en eso! Pero otra vez vuelvo a no ser completamente sincero. La verdad es que no he querido pensar en ello, que he rehuido esa preocupación enojosa, como hago siempre. (Mira fijamente al Secretario.) Sí, yo sé positivamente que mi esposa y mis hijos no respetarán mi última voluntad, como hacen ahora con mis creencias y mis inquietudes espirituales. Comerciarán con mis obras y después de mi muerte apareceré ante los hombres como un farsante. (Hace un movimiento que implica decisión.) ¡Pero eso no ha de ser! ¡Quiero que se aclaren las cosas de una vez! Como decía hoy el estudiante que ha estado aquí, hombre realmente sincero, el mundo exige de mí un hecho, una prueba final de honradez, una decisión clara, pura y evidente. A los ochenta y tres años ya no se puede continuar cerrando los ojos ante la muerte, hay que mirarla cara a cara y tomar resueltamente una decisión. Sí, me han hecho mucho bien esos desconocidos. El no hacer frente a la realidad implica cobardía. Hay que ser claro y leal; por fin quiero serlo, ahora, a los ochenta y tres años. (Se dirige a su secretario y a su hija.) Sascha y Vladimiro Georgevitch, mañana haré mi testamento, claro, concreto, que no pueda ser impugnado, y en él legaré el producto de todo cuanto he escrito, todo el sucio dinero que sobre él se vaya acumulando, a todos, a la Humanidаd entera. No se podrá hacer negocio con las palabras que dije y escribí destinadas a todos los hombres, acuciado por el imperativo de mi conciencia. Venga usted mañana por la mañana, traiga otro testigo. No puedo retrasarme más, no sea que la muerte me lo impida. Sascha: -Un momento, padre; no es que quiera disuadirte de tu propósito, pero temo que surjan dificultades si mamá nos sorprende aquí, reunidos los cuatro. Seguramente sospecharía algo y tal vez hiciera vacilar tu voluntad en el último momento. Tolstoi: -(Reflexionando.) ¡Tienes razón! No, en esta casa no puedo hacer nada que sea digno ni justo; aquí la vida es todo mentira. (Al Secretario.) Arréglalo de manera que mañana, a las once de la mañana, se reúna conmigo en el bosque de Grumont, junto al enorme árbol de la izquierda, detrás del campo de centeno. Yo simularé salir a dar mi acostumbrado paseo, y allí, así lo espero, Dios me dará entereza para desprenderme al fin de las últimas cadenas. (Suena la campana por segunda vez, más fuerte.) El Secretario: -Pero procure que Tolstoi (Respirando con dificultad.): -Es horrible tener que estar continuamente disimulando, escondiéndose siempre. Uno pretende ser sincero ante el mundo, ante Dios y consigo mismo, pero no se atreve a serlo ante su mujer y sus hijos. ¡No, así no se puede vivir, no, no se puede vivir! Sascha (Asustada.): -¡Que viene mamá! (El Secretario hace girar rápidamente la llave en la cerradura. Tolstoi va a su mesa. Para ocultar su excitación, se queda de espaldas a la puerta.) Tolstoi (Suspirando.): -Las farsas de esta casa envenenan mi alma. ¡Ah, si uno pudiera al fin ser del todo sincero, al menos ante la muerte! La Condesа (Entra apresuradamente.): -¿Por qué no venís? Tardas siempre para todo. Tolstoi (Volviéndose hacia ella con aspecto tranquilo, dice lentamente, en un tono que sólo comprenden los otros:): -Sí, tienes razón, siempre tardo para todo. Pero sólo hay una cosa importante: que a uno le quede tiempo para hacer en el momento oportuno lo que debe hacer y que es justo.
Escena Segunda En el mismo despacho. A hora avanzada de la noche del día siguiente. El Secretario: -Tendría usted que acostarse más temprano hoy, León Nikolaievitch. Debe de estar muy fatigado después del largo paseo y de las emociones sufridas. Tolstoi: -No, no estoy cansado. Sólo hay una cosa que cansa a los hombres: la vacilación, la incertidumbre. Cualquier acción libera nuestro ánimo, incluso la peor resulta mejor que la inacción. (Va y viene por el despacho.) Ignoro si he obrado bien hoy; debo consultar a mi conciencia. El hecho de entregar mi obra a toda la Humanidаd ha quitado un enorme peso a mi corazón, pero creo que no debía haber hecho mi testamento en secreto, sino públicamente ante todos y con el valor del convencimiento. Quizás he hecho de un modo indigno lo que en provecho de la verdad hubiera tenido que hacer con franqueza..., pero, gracias a Dios, ya está hecho, es un paso más en la vida, uno más camino de la muerte. Aunque ahora queda lo último y lo más difícil arrastrarse a la hora justa hacia la espesura, como un animal cuando le llega el fin, pues en esta casa mi muerte estaría en desacuerdo con mis ideas, como me ha sucedido en vida. Tengo ochenta y tres años, y todavía me cuesta encontrar fuerzas para desprenderme de todo lo terrenal, y tal vez se me está pasando la hora. El Secretario: -Pero ¿quién sabe cuál es su hora? Si se supiera, sería una suerte. Tolstoi: -No, Vladimiro Georgevitch, no sería ninguna suerte. ¿No conoce usted la antigua leyenda de por qué Cristo quitó a los hombres el previo conocimiento del momento de la muerte? Me la contó un campesino. Antes, cada cual conocía su última hora, y cuando Cristo vino a la tierra advirtió que muchos labradores no cuidaban de su campo y vivían como pecadores. Al recriminar a uno por su negligencia, el labriego contestó con un gruñido: «¿Para qué tengo que sembrar la tierra si ya no viviré cuando llegue la cosecha? » Entonces reconoció Dios que no era bueno que los hombres conocieran cuándo debían morir, y les quitó el previo conocimiento de la hora fatal. Desde entonces, los labradores deben labrar la tierra hasta el último día, como si hubieran de vivir eternamente, y esto es muy justo, puesto que sólo con el trabajo nos hacemos acreedores de lo eterno. Así también quiero hoy todavía labrar el campo como cada día. (Señala su diario.) (Se oyen pasos fuera. Entra la Condesа en camisa de dormir y dirige una mirada agresiva al Secretario.) La Condesа: -Ah, ya... Creía que por fin estarías solo... Quería hablar contigo... El Secretario (Se inclina ante ella.): -Me iba ya. Tolstoi: -Adiós, querido Vladimiro Georgevitch. La Condesa (Apenas se cerró la puerta tras él.): -Siempre está a tu lado, pegado a ti como la hiedra..., y a mí, a mí me odia, quiere alejarme de ti ese hombre nefasto. Tolstoi: -Eres injusta con él, Sonia. La Condesа: -¡No quiero ser justa! Se ha interpuesto entre nosotros, me ha robado tu cariño, te ha distanciado de tus hijos. Yo no significo ya nada desde que él está en esta casa; tú mismo perteneces a todo el mundo menos a nosotros, que somos tu familia. Tolstoi: -¡Si pudiera ser así realmente! La voluntad de Dios es que uno pertenezca a todos y no se reserve para sí y los suyos. La Condesа: -Sí, ya sé, ésas son las ideas que te inculca ese ladrón en perjuicio de mis hijos. Por eso no puedo tolerar ya más su presencia en esta casa. No quiero que esté entre nosotros ese perturbador de nuestra vida familiar. Tolstoi: -Pero, Sonia, tú sabes perfectamente que yo le necesito para mi trabajo. La Condesа: -Encontrarás infinidad de secretados mejores. No quiero tenerlo cerca. No quiero ver a ese hombre interpuesto entre tú y yo. Tolstoi: -Pero, Sonia, mi buena y querida Sonia, no te excites. Ven, siéntate aquí, hablemos tranquilamente, como en otros tiempos, cuando empezó nuestra vida. Piensa, Sonia, que nos queda ya poco tiempo para decirnos cosas agradables y pasar días felices. (La Condesа mira intranquila alrededor y se sienta temblorosa.) Mira, Sonia, yo necesito a ese hombre; tal vez lo necesito porque mi fe es débil, ya que no soy todo lo fuerte que querría ser. Cada día se confirma más este hecho. Existen muchos millares de hombres por todo el mundo que comparten mis creencias pero, compréndelo, es de tal manera la naturaleza de nuestro pobre corazón terrenal, que para estar seguro de sí mismo necesita el amor evidente, tangible, respirable, por lo menos de una sola persona. Acaso los santos puedan sentirse fuertes dentro de sus celdas, sin desmayar incluso careciendo de testigos, pero ten en cuenta, Sonia, que yo do soy ningún santo, que yo no soy más que un hombre débil y viejo. Por eso necesito tener alguien a mi lado que comparta mis creencias, esa fe que ahora es lo más preciado de mi solitaria vida. Mi mayor felicidad hubiera sido el que tú misma, tú, a quien amo desde hace cuarenta y ocho años con profundo agradecimiento, hubieses sido la que compartiera mis convicciones religiosas. Pero, Sonia, tú no has querido nunca. Todo aquello que constituye el anhelo de mi alma, tú lo miras sin amor, y temo que acaso incluso con odio. (La Condesа hace un movimiento.) No, Sonia, no lo interpretes mal, yo no te acuso. Tú me has dado, y le has dado al mundo, lo que podías dar, mucho amor maternal y abnegación. ¿Cómo podías sacrificarte por una causa que tu alma no siente? ¿Cómo puedo echarte la culpa de que no compartas mis más íntimos pensamientos? La vida espiritual de un hombre, lo más recóndito de sus pensamientos, sigue siendo un secreto entre él y su Dios. Pero por fin ha venido a esta casa un hombre que acaba de padecer destierro en Siberia por sus convicciones y que ahora comparte las mías, que es mi colaborador, mi huésped preferido, que me ayuda y me fortalece en mi vida interior... ¿Por qué no quieres dejarme a ese hombre? La Condesa: -Porque me ha convertido en una extraña para ti, y eso no lo puedo tolerar de ninguna manera. Me pone furiosa, me quita la salud, pues estoy segura de que todo lo que hace va contra mí. Hoy mismo, al mediodía, le he sorprendido mientras ocultaba apresuradamente un papel, y ninguno de vosotros ha sido capaz de mirarme cara a cara, ni él, ni tú, ni Sascha. Todos vosotros me ocultáis algo. Sí, lo sé, lo sé; habéis tramado algo malo contra mí. Tolstoi: -Espero que Dios, estando ya a pocos pasos de mi muerte, me guardará de hacer conscientemente nada malo. La Condesa (Apasionadamente.): -Así, pues, no niegas que habéis hecho algo en secreto..., algo contra mí. ¡Ah! ¿Lo ves? A mí no me puedes mentir como a los demás. Tolstoi (Exaltándose.): ¿Que miento a los demás? ¡Y eso me lo dices tú, cuando eres tú precisamente la causa de que yo aparezca como un farsante a los ojos de las gentes! (Calmándose.) Bien sabe Dios que no cometo conscientemente el pecado de la mentira. Tal vez por mi debilidad de carácter no he podido decir siempre la pura verdad, pero a pesar de ello no creo ser un embustero, ningún impostor. La Condesa: -Entonces dime lo que habéis hecho. ¿Qué clase de carta era aquélla? No continúes atormentándome. Tolstoi (Acercándose a ella con gran calma.) -Sofía Andreievna, no soy yo quien te atormenta, sino tú la que me atormentas a mí, porque ya no me quieres. Si continuaras queriéndome, tendrías confianza en mí. Confianza incluso en las cosas que no entiendes. Sofía Andreievna, te lo suplico, mira bien el fondo de tu alma. ¡Hace cuarenta y ocho años que vivimos juntos! Acaso esos años hayan dejado olvidado en algún repliegue de ella un poco de amor para mí... Por favor, aviva ese rescoldo. Procura ser de nuevo la que fuiste para mí tanto tiempo, amante, confiada, abnegada y dulce, porque frecuentemente me horroriza, Sonia, pensar cómo te portas ahora conmigo. La Condesa (Conmovida y excitada.): -Ya no sé cómo soy. Sí, tienes razón; me he vuelto odiosa y mala. Pero ¿quién sería capaz de contemplar tranquilamente tus torturas por pretender ser más que un ser humano? Antes, todo era sencillo y natural. Vivíamos como las demás personas, digna y honradamente; cada cual se ocupaba de lo suyo, se alternaban las penas con las alegrías y la felicidad, crecían los hijos y envejecíamos sintiéndonos dichosos. Pero de repente, hace treinta años, te acometió esa terrible obsesión, esas ideas que nos hacen desgraciados a todos, a ti y a nosotros. ¿Qué puedo hacer yo por mi parte, si ni todavía hoy llego a captar el sentido que pueda tener el que tú te empeñes en limpiar estufas, en acarrear el agua, en remendarte tú mismo el calzado? ¡Tú, a quien todo el mundo considera como a uno de los más grandes escritores! Confieso que no se me alcanza el motivo de que nuestra vida limpia, laboriosa y ahorrativa, tranquila y sencilla, haya de ser de pronto un pecado ante las demás gentes. No, no puedo comprenderlo. ¡Imposible! Tolstoi (Muy suavemente.) -¿Ves, Sonia? Precisamente eso es lo que te decía: incluso en lo que no podemos comprender hemos de confiar apoyados en el amor. Así sucede con los hombres y así sucede con Dios. ¿Crees tú que yo me precio realmente de saber lo que es justo? No, sólo confío en que lo que se hace honradamente, aquello por lo cual uno sufre tan atrozmente, no puede carecer totalmente de sentido ni de valor ante Dios y ante los hombres. Procura, pues, tú también, Sonia, creer un poco en lo que no me comprendes respecto a mí, confía al menos en mi deseo de proceder justamente, y todo, todo podrá arreglarse. La Condesa (Inquieta.): -Pero luego me lo contarás todo..., me dirás todo lo que habéis dicho hoy. Tolstoi (Con gran serenidad.): -Todo te lo diré. Ya no ocultaré nada más, ni haré nada en secreto, en lo que me reste de vida. Sólo espero que vuelvan Serioschka y Andrei; entonces compareceré ante vosotros y os diré sinceramente lo que he decidido en estos días. Pero, Sonia, durante este breve plazo deja la desconfianza y no me vigiles. Es este mi único y más encarecido ruego, Sofía Andreievna. ¿Lo entenderás? La Condesa: -Sí..., sí..., claro... Tolstoi: -Te lo agradezco. Ya ves lo fáciles que resultan las cosas cuando existe la franqueza y la confianza. ¡Oh, qué suerte que hayamos podido hablar en paz y amistosamente! Has vuelto a alentar mi corazón. Y es que cuando entraste, la desconfianza se reflejaba en tu cara como una sombra: la inquietud y el odio que te dominaban me hacían encontrarte extraña, y, francamente, no podía ver en ti a la mujer de antaño. Pero ahora tu expresión ha vuelto a aclararse y reconozco de nuevo tus ojos. Tus juveniles ojos de antes, Sofía Andreievna, mirándome dulcemente. Pero ve a descansar ahora, amada mía, que es tarde. Te lo agradezco de todo corazón. (La besa en la frente. La Condesа sale. Antes de transponer la puerta se vuelve de nuevo hacia él con excitación.) La Condesa: -Pero ¿me lo contarás todo? ¿Todo? Tolstoi (Tranquilamente.): -Todo te lo diré, Sonia. Y tú, por tu parte, piensa en tu promesa. (La Condesа se va, pero lanzando una mirada recelosa hacia la mesa escritorio.) Tolstoi (Va y viene varias veces por el despacho, se sienta a la mesa y escribe algunas palabras en su diario. Al cabo de algunos momentos se levanta, pero se sienta otra vez y hojea el diario con aire pensativo y lee a media voz lo que acaba de escribir:): -«Me esfuerzo en mostrarme con Sofía Andreievna todo lo tranquilo y firme que me es posible, y creo que más o menos conseguiré calmarla. Esta noche he advertido por primera vez la posibilidad de lograr que ceda a base de bondad y cariño...» ¡Ah, si, en efecto...! (Deja el diario, respira hondamente y se dirige al cuarto contiguo, donde enciende la luz. Luego vuelve al despacho, se quita las pesadas botas de campesino y la chaqueta. Apaga la luz y pasa, vistiendo sólo los anchos calzones y la blusa de trabajo, al dormitorio contiguo. Durante un rato, el cuarto queda en silencio y a oscuras. No se percibe ni la respiración. De pronto abren silenciosamente la puerta que da al despacho, con la cautela y sigilo propios de un ladrón. En la oscuridad, alguien va a tientas con una linterna que proyecta un rayo de luz sobre el suelo. Es la CONDESА. Miedosamentе se vuelve, mirando alrededor, escucha ante la puerta del dormitorio y luego se desliza, ya más tranquila, hacia la mesa del despacho. La linterna proyecta su blanco círculo de luz exclusivamente sobre el centro del escritorio, dejando el resto sumido en la oscuridad, LA CONDESА, de la que sólo pueden verse sus temblorosas manos, coge el diario, que ha quedado sobre la mesa, y empieza a leer nerviosamente. Abre uno por uno los cajones y revuelve apresuradamente cuantos papeles encuentra en ellos, pero no logra encontrar nada que le interese. Por fin, con estremecido movimiento, coge de nuevo la linterna y se marcha andando de puntillas. Su cara está alterada, como la de un demente. Apenas cierra la puerta, LEÓN TOLSTOI abre la de su dormitorio. Lleva en la mano una vela encendida que oscila de un lado para otro, tan intensa es la excitación nerviosa del anciano. Ha oído a su mujer en el despacho. Se dispone a ir tras ella, pero cuando tiene ya la mano en el tirador de la puerta de entrada del despacho, retrocede súbitamente con gesto violento. Tranquila y resueltamente, coloca la vela sobre el escritorio, se acerca a la puerta de otra habitación contigua del lado opuesto y llama en ella queda y precavidamente:) Tolstoi: -Duschan... Duschan... Voz de Duschan (Desde el interior de la habitación.): -¿Es usted, León Nikolaievitch? Tolstoi: -¡Más bajo, más bajo! Sal en seguida. (Duschan sale de su aposento sin acabar de vestirse.) Tolstoi: -Despierta a mi hija Alexandra Lvovna y dile que venga inmediatamente. Luego ve corriendo a la cuadra, para que Grigor enganche al coche los caballos, pero sin hacer ruido, para que nadie de la casa se entere. Y tú extrema el sigilo. No te calces, y ten cuidado, que las puertas chirrían. Hemos de marcharnos irremisiblemente; no podemos perder tiempo. (Duschan sale presuroso. Tolstoi se sienta. Con ademán resuelto se pone otra vez las botas, coge su chaqueta, vuelve precipitadamente a su despacho, busca algunos papeles y procura dominar su excitación. Sus movimientos son enérgicos y a veces febriles. Incluso mientras, sentado ante el escritorio, escribe algunas palabras en una hoja de papel, sus hombros tiemblan.) Sascha (Entrando silenciosamente.): -¿Qué ha sucedido, padre? Tolstoi: -Me voy, lo dejo todo... por fin... Ya está decidido. Hace una hora me había jurado tener confianza, y ahora, a las tres de la madrugada, ha entrado aquí como un malhechor a revolver mis papeles. Pero todo sea para bien...; no ha sido obra de su voluntad, sino de la de Otro. ¡Cuántas veces había pedido a Dios que me hiciera una indicación cuando llegara el momento preciso, y me ha sido concedido, pues ahora tengo ya derecho a dejarla sola, ya que ella ha abandonado mi alma! Sascha: -Pero ¿adónde vas a ir, padre? Tolstoi: -No lo sé, no quiero saberlo... Adonde sea, pero fuera de aquí, donde falta la sinceridad..., adonde sea. Hay muchos caminos en la tierra, y en cualquier parte habrá un jergón de paja o algún lecho donde un anciano pueda morir en paz. Sascha: -Te acompaño. Tolstoi: -No. Tú tienes que quedarte para calmarla. Se alterará... ¡Ah, cuánto va a sufrir la pobre...! Y soy yo quien la hará sufrir. Pero no puedo hacer otra cosa..., no puedo más, me ahogo en este ambiente. Tú te quedarás hasta que vuelvan Andrei y Serioschka. Luego ven a reunirte conmigo. Iré primero al convento de Schamardino, para despedirme de mi hermana, pues presiento que llegó la hora de las despedidas. Duschan (Vuelve apresuradamente.): -El coche espera. Tolstoi: -Pues prepárate tú, Duschan. Toma, guarda los papeles... Sascha: -Pero, padre, llévate el abrigo de pieles; de noche hace un frío terrible. Te pondré en la maleta prendas de más abrigo. Tolstoi: -No, no te preocupes. ¡Dios mío, no debemos vacilar más...! No quiero esperar más... Hace treinta años que he estado esperando esta hora, este aviso... Date prisa, Duschan; alguien podría retenernos e impedir nuestra huida. Toma, coge los papeles, el diario, el lápiz... Sascha: -Y el dinero para el tren. Iré a buscarlo. Tolstoi: -¡No, no más dinero! No quiero tocarlo más. En la estación me conocen y me darán el billete. Luego Dios me ayudará. Duschan, date prisa, vamos. (A Sascha:) Tú dale esta carta: es mi despedida; que me perdone. Y escríbeme como soportó la prueba. Sascha: -Pero, padre, ¿cómo puedo escribirte? Por Correos sabrán en seguida tu paradero y te irán a buscar. Debes cambiar de nombre. Tolstoi: -¡Ah, siempre las mentiras! Mentir siempre, el continuo rebajarse el alma con disimulos! Pero tienes razón... ¡Vamos, Duschan...! Como quieras, Sascha... Al fin y al cabo es para bien. ¿Cómo debo llamarme? Sascha (Reflexionando un momento.): -Yo firmaré los telegramas con el nombre de Frolova, y tú te llamarás T. Nikolaiev. Tolstoi (Con una prisa casi febril.): -T. Nikolaiev..., bien... bien. Adiós, hija mía. (Abrazándola.) Dices que debo llamarme T. Nikolaiev. ¡Otra mentira todavía, una más! Bueno, quiera Dios que ésta sea mi última falsedad ante los hombres. (Se marcha apresuradamente.)
Escena Tercera Tres días más tarde, 31 de octubre de 1910. Sala de espera de la estación de Astapovo. A la derecha hay una gran puerta de cristales que da al andén; a la izquierda, otra puerta menor que conduce a la vivienda del jefe de estación, Iván Ivanovitch OsolinG. En los bancos de madera de la sala de espera, alrededor de una mesa, hay algunos viajeros sentados, esperando el rápido de Danlov; campesinas que duermen envueltas en sus mantones; algunos negociantes en pieles de oveja, y algunos, al parecer, empleados o comerciantes de gran ciudad. Viajero 1.° (Leyendo un periódico, de repente, en voz alta:): -¡Esto si que ha sido magnífico! ¡Una bella hazaña del viejo! ¡Nadie lo hubiera sospechado! Viajero 2.°: -¿Qué ocurre? Viajero 1.°: -Pues que León Tolstoi se ha fugado de su casa y nadie sabe adónde. En plena noche lo preparó todo, se calzó las botas, se abrigó con las pieles y así, sin equipajes y sin despedirse de nadie, se marchó acompañado únicamente por su médico, Duschan Petrovitch. Viajero 2.°: -¿Y dejó en casa a la pobre anciana? No es muy agradable para Sofía Andreievna. Él debe de tener ahora unos ochenta y tres años. ¡Quién lo hubiera imaginado! ¿Y adónde dices que ha ido? Viajero 1.°: -Eso es precisamente lo que quisieran saber los de su casa y también los periodistas. Están telegrafiando a todas partes del mundo. Alguien pretende haberle visto en la frontera búlgara, y otros hablan incluso de Siberia. Pero en realidad no hay nadie que sepa nada. ¡El viejo ha hecho las cosas a conciencia! Viajero 3.° (Joven estudiante.): -¿Qué dicen? ¿Qué Tolstoi huyó de su casa? Por favor, déjenme el periódico; quiero leerlo con mis propios ojos. (Lanza un rápido vistazo al diario.) ¡Oh, qué bien, qué bien que por fin se haya decidido a hacerlo! Viajero 1.°: -¿ Por qué bien? Viajero 3.°: -Porque era una deshonra para él vivir en desacuerdo con sus palabras. Bastante tiempo le han obligado a representar el papel de conde, apagándole la voz con adulaciones. Ahora podrá León Tolstoi dirigirse a los hombres libremente siguiendo los dictados de su alma, y quiera Dios que por medio de él se entere el mundo de lo que le sucede al pueblo ruso. Sí, es una suerte, una bendición para Rusia que ese santo varón se haya librado por fin de las trabas que le retenían. Viajero 2.°: -Quizá no exista nada de verdad en esta noticia, quizá... (Se vuelve a mirar alrededor para convencerse de que nadie sospechoso los vigila, y dice en un susurro:) Tal vez sólo lo han publicado en los periódicos para despistar y en realidad lo hayan secuestrado para hacerle desaparecer. Viajero 1.°: -¿Quién puede tener interés en hacer desaparecer a León Tolstoi? Viajero 2.°: -Todos aquellos.., en cuyo camino se interpone... Todos: el Sínodo, la policía, los militares... Sí, todos los que le temen. Algunos han desaparecido ya así, y luego dijeron que habían sido expulsados al extranjero. Pero ya sabemos todos a lo que llaman esas gentes «el extranjero». Viajero 1.° (También en voz baja.): -Ya podría ser... Viajero 3.°: -No, a eso no se atreven. Ese hombre, con su sola palabra, es más fuerte que todos ellos. No, a eso no se atreverían, pues saben que iríamos a arrancarlo de sus garras por la violencia. Viajero 1.° (Con energía.): -¡Cuidado! Viene Cirilo Gregorovitch... Esconded el periódico... (Por la encristalada puerta del andén, y vestido de uniforme, aparece el comisario de policía Cirilo Gregorovitch. Se dirige al despacho del jefe y llama a la puerta.) Iván Ivanovitch (Saliendo con la gorra de servicio puesta.): -¡Ah, es usted, Cirilo Gregorovitch! Comisario de Policía: -Tengo que hablar con usted en seguida. ¿Está su esposa en casa? Jefe se Estación: -Sí. Comisario de Policía: -Entonces hablaremos aquí mismo. (A los viajeros, en tono enérgico y autoritario:) El rápido de Danlov llegará dentro de unos momentos. Hagan el favor de evacuar la sala de espera y dirigirse al andén. (Levántanse todos y salen apretujándose. El Comisario de Policía dice al Jefe de Estación:) Acaban de llegar telegramas cifrados muy importantes. Se ha comprobado que León Tolstoi, en su fuga, ha estado anteayer a visitar a su hermana en el convento de Schamardino. Ciertos indicios hacen suponer que intenta continuar el viaje desde allí, y todos los trenes que salen de aquella población, en la dirección que sea, serán vigila dos por agentes de policía. Jefe se Estación: -Pero, acláreme esto, padrecito Cirilo Gregorovitch. ¿A qué se debe eso? Al fin y al cabo, no es ningún perturbador del orden. León Tolstoi es una honra para nosotros, un verdadero tesoro para nuestro país. Un hombre eminente. Comisario de Policía: -Pero es más peligroso y produce más desorden él que toda la pandilla de revolucionarios juntos. Además; a mí tanto se me da; yo sólo tengo la obligación de vigilar todos los trenes. Como en Moscú quieren que nuestras pesquisas sean secretas, le ruego, Iván Ivanovitch, que vaya usted al andén en mi lugar, ya que a mí me delataría el uniforme. En cuanto llegue el tren, bajará de él un individuo de la policía secreta que le comunicará a usted lo que haya observado durante el viaje. Luego enviaré yo las noticias que se reciban. Jefe se Estación: -Pierda cuidado, que me ocuparé de ello. (Suena la campana anunciando la llegada del tren.) Comisario de Policía: -Usted debe saludar al agente sin llamar la atención, como si fuese un antiguo conocido, ¿entiende? Los pasajeros no deben advertir que son vigilados. Tenga en cuenta que si lo hacemos todo hábilmente, puede este asunto redundar en beneficio nuestro; suyo y mío, ya que cada informe que va a San Petersburgo llega hasta la suprema autoridad; tal vez esto nos valga a los dos lа Cruz de San Jorge. (Llega el tren y entra con estrépito. El Jefe de Estación sale inmediatamente por la puerta de cristales. Al cabo de algunos minutos van llegando los primeros viajeros, campesinos de ambos sexos con grandes cestos, hablando ruidosamente. Algunos se sientan en la sala de espera para descansar o hacerse el té. El Comisario de Policía se va.) Jefe se Estación (Entrando de súbito. Excitado y a gritos se dirige a los que están sentados allí.): -¡Salgan de la sala inmediatamente! ¡Todos fuera! ¡En seguida! La Gentе (Sorprendida y murmurando): -Pero ¿por qué? Nosotros hemos pagado nuestro billete... ¿Por qué no tenemos derecho a sentarnos en la sala de espera si estamos esperando otro tren? Jefe se Estación (Gritando.): -¡Inmediatamente, he dicho! ¡Pronto, todos fuera! (Se abre paso entre la gente y corre hacia la puerta, que abre de par en par.) Aquí, por favor, entren al señor conde aquí. (Conducido a su derecha por Duschan y a su izquierda por su hija Sascha, Tolstoi entra penosamente. Lleva el cuello del abrigo de piel subido hasta las orejas y, además, una bufanda al cuello, a pesar de lo cual se le ve temblar de frío. Detrás de él se apretujan cinco o seis personas más.) Jefe se Estación (A los que entran.): -¡Quédense afuera! Voces. Déjenos usted..., sólo queremos ayudar a León Nikolaievitch... Tal vez un poco de coñac o de té... Jefe se Estación (Muy sobresaltado.): -¡Nadie puede entrar aquí! (Los empuja con violencia hacia atrás y cierra la puerta que da al andén. Mientras tanto, van desfilando ante la encristalada puerta gentes que al pasar miran curiosas lo que sucede en el interior. El Jefe de Estación ha cogido apresuradamente una silla y la ha puesto junto a la mesa.) ¿No quiere Su Excelencia sentarse para descansar un poco? Tolstoi.- No me llame Excelencia. Gracias a Dios, eso ha terminado.., para siempre. (Mira excitado a su alrededor y se fija en la gente que se agrupa ante la puerta de cristales.) ¡Que se vayan...! Quiero estar solo... Siempre gente... ¡Quiero estar solo por fin! (Sascha va a la puerta vidriera y la cubre presurosamente con los abrigos.) Duschan (Hablando entre tanto en voz baja con el Jefe de Estación.): -Hay que acostarle inmediatamente; en el tren le acometió de repente un acceso de fiebre de más de cuarenta grados; está muy mal. ¿Hay por aquí alguna posada con habitaciones algo decentes? Jefe se Estación: -No. En todo Astapovo no existe ninguna posada. Duschan: -Pero es preciso que se acueste en seguida. Ya ve usted cómo tinta de fiebre. Puede ser peligroso. Jefe se Estación: -Yo, naturalmente, me sentiría honradísimo cediéndole a León Tolstoi mi cuarto..., que está ahí cerca, pero es tan pobre, tan sencillo... Un cuarto de servicio, en planta baja, estrecho... ¡Cómo iba yo a atreverme a alojar en él a León Tolstoi...! Duschan: -No importa; lo más urgente es acostarlo. (Luego se dirige a Tolstoi, que, dominado por la fiebre, se halla junto a la mesa, estremecido por continuos escalofríos.) El señor Jefe de Estación es tan amable que nos ofrece su cuarto. Usted debe descansar ahora. Mañana ya estará bien otra vez y podremos continuar el viaje. Tolstoi: -¿Continuar el viaje? No, no, creo que no podré viajarmás. Éste ha sido mi último viaje…, y estoy ya en la meta. Duschan (Animándole.): -No se preocupe por un poco de fiebre. Se ha enfriado usted, eso es todo. Mañana ya se encontrará completamente bien. Tolstoi: -Me encuentro bien..., completamente bien ahora... ¡Pero lo de esta noche ha sido horrible! Me asaltó la idea de que podían seguirme desde casa, que vendrían a buscarme y llevarme otra vez a aquel infierno..., y entonces me levanté y le he despertado. No me ha dejado en todo el camino ese temor ni esta fiebre que me hace castañetear los dientes... Y ahora, desde que estoy aquí... Pero ¿dónde estoy en realidad? No vi jamás este lugar. ¡Todo es tan distinto...! Duschan: -Claro, claro que no. Puede acostarse tranquilo, que aquí nadie podrá encontrarle. (Sascha y Duschan ayudan a Tolstoi a levantarse.) Jefe se Estación (Saliendo a su encuentro.): -Perdone qué sólo pueda ofrecerle una habitación sencillísima…, mi propia habitación... Y la cama tampoco es buena..., una simple cama de hierro... Pero ya lo arreglaré todo; telegrafiaré inmediatamente para que me envíen otra en el próximo tren. Tolstoi: -No, no, ninguna otra... Durante mucho tiempo, demasiado tiempo, he tenido cosas mejores que los demás. ¡Cuanto peor sean ahora, tanto mejor para mí! ¿Dónde mueren los campesinos? ¡Y también ellos tienen una buena muerte...! Sascha (Continúa ayudándole.): -Vamos, padre, vamos; debes de estar fatigado. Tolstoi (Deteniéndose una vez más.): -No sé..., aunque sí, estoy fatigado, tienes razón, todos los miembros me pesan, estoy muy cansado, y, no obstante, espero algo... Es como cuando uno tiene sueño y no puede dormir pensando que le espera algo bueno y no quiere perder aquella grata sensación. Es extraño..., jamás me había sentido así... Quizás esto tenga ya algo que ver con la muerte. Durante muchos años, ya lo sabéis, tuve siempre miedo a la muerte, tanto que no podía acostarme estando enfermo, y hubiera sido capaz de gritar y de esconderme como un animal perseguido. Y ahora, tal vez esté la muerte esperándome en ese cuarto y, sin embargo, voy a su encuentro sin ningún miedo. (Sascha y Duschan lo han sostenido hasta llegar a la puerta.) Tolstoi (Detenido en el umbral de la habitación y mirando hacia dentro.): -Me gusta esto. Pequeña, estrecha, baja, pobre... Me parece haber soñado alguna vez con una habitación así: una cama extraña, en casa ajena, en la que yace una persona..., un hombre viejo y cansado... A ver, ¿cómo se llamaba? Lo escribí hace algunos años. ¿Cómo se llamaba aquel hombre...? Antes había sido rico y luego vuelve completamente pobre, y nadie le reconoce y él se arrastra hasta la cama que hay junto a la estufa... ¡Ah, mi pobre cabeza, qué pesadez siento en ella...! ¿Cómo se llamaba ese hombre...? El anciano que había sido rico y ahora sólo le queda la camisa que cubre su cuerpo... Y la mujer que le mortificaba no está a su lado en el momento de morir... Sí, ya lo sé, ya lo sé; en mi narración di el nombre de Kornei Vasiliev a aquel pobre anciano. Y la noche en que él muere, Dios llama al corazón de su mujer, y ella va a verle por última vez... Pero llega demasiado tarde. Él está ya rígido en la cama ajena, con los ojos cerrados, y la mujer no sabe si él sigue enojado o si la ha perdonado. Sofía Andreievna no puede saberlo... (Como si despertara de un sueño.) No, no, se llamaba María..., ya empiezo a confundirme... Sí, me acostaré. (Sascha y el Jefe de Estación siguen ayudándole a sostenerse. Tolstoi se dirige al Jefe de Estación:) Te agradezco mucho, hombre desconocido para mí, que me hayas dado albergue en tu casa, que me des lo que en la selva tiene la fiera..., albergue hacia el cual Dios me ha enviado, a mí, Kornei Vasiliev... (Aterrorizado de pronto.) Pero cerrad bien la puerta; no dejéis entrar a nadie..., no quiero ver a nadie..., deseo estar a solas con Él, de un modo más profundo, como nunca en mi vida. (Sascha y Duschan lo llevan hasta el lecho. El Jefe de Estación cierra precavidamente la puerta detrás de ellos y permanece en pie, sobrecogido. Se oye llamar con violencia a la puerta de cristal. El Jefe de Estación abre, y entra apresuradamente el Comisario de Policía.) Comisario de Policía: -¿Que le ha dicho a usted? Tengo que dar parte de todo inmediatamente. ¿Va a quedarse aquí por fin? ¿Cuánto tiempo? Jefe se Estación: -Eso no lo sabe ni él ni nadie. Sólo Dios lo sabe. Comisario de Policía: -Pero ¿cómo se le ocurrió a usted darle albergue en un edificio del Estado? Esta es su vivienda oficial y no tiene usted derecho a ofrecérsela a un extraño. Jefe se Estación: -León Tolstoi no es ningún extraño para mi corazón. Ni un hermano está más cerca de mí en espíritu. Comisario de Policía: -Pero su deber le obligaba a preguntar antes de hacer una cosa así. Jefe de Estación: -Consulté con mi conciencia. Comisario de Policía: -Bien, allá usted. Yo voy a enviar inmediatamente mi informe. ¡Es terrible la responsabilidad que cae de pronto sobre uno! ¡Si al menos supiera cómo se considera a León Tolstoi en las altas esferas! Jefe se Estación (Con gran calma.): -Yo creo que en las verdaderas alturas se ha tenido siempre muy buen concepto de León Tolstoi. (El Comisario de Policía le mira perplejo. Duschan y Sascha salen del cuarto, cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos. El Comisario de Policía se aleja presuroso.) Jefe se Estación: -¿Cómo está el señor conde? Duschan: -Completamente tranquilo. Jamás le había visto una expresión tan plácida. Aquí puede por fin encontrar lo que los hombres jamás le concedieron: la paz. Por primera vez está a solas con su Dios. Jefe se Estación: -Perdóneme usted..., pero estoy tan conmovido, y mi inteligencia es tan limitada, que no puedo comprender cómo pudo Dios acumular tantas penas sobre él hasta el punto de tener que huir de su casa y venir a morir aquí, en mi pobre lecho. ¿Cómo pudieron los hombres, los hombres rusos, turbar de tal modo alma tan santa, en vez de amarle y respetarle fervorosamente? Duschan: -Precisamente quienes aman a un grande hombre se suelen interponer entre él y su labor, y ha de huir de los seres más allegados por su ceguera e incomprensión. Esta muerte santifica y completa su vida. Jefe se Estación: -Pero yo..., yo no puedo ni quiero comprender que este hombre, este tesoro de nuestra patria rusa, tuviera que sufrir por nosotros y sin que se nos ocurriera pensar en lo que a él le ocurría. Deberíamos avergonzarnos... Duschan: -No le compadezca, buen hombre; un destino vulgar no hubiera correspondido a su grandeza. Si no hubiese sufrido por nosotros, León Tolstoi no habría llegado a ser lo que es hoy para la Humanidаd.
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