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Книга «Первые слова из-за океана» (Las primeras palabras a través del océano) на испанском языке

Новелла «Первые слова из-за океана» (Las primeras palabras a través del océano) на испанском языке – читать онлайн, автор книги - Стефан Цвейг. В русском переводе есть другой вариант названия этой новеллы – «Первое слово из-за океана», но содержание книги от этого не меняется. Книга «Первые слова из-за океана» вошла в сборник исторических миниатюр «Звёздные часы человечества» (всего 14 новелл). Эти новеллы позже были переведены на многие самые распространённые языки мира.

Эти и другие новеллы, которые написал Стефан Цвейг, а также много художественной литературы разных жанров можно читать онлайн в разделе «Книги на испанском».

Для любителей испанского и латиноамериканского кинематографа создан раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке».

Для тех, кто планирует изучать испанский с преподавателем или носителем языка есть информация на странице «Испанский по скайпу».

 

Теперь возвращаемся к чтению переведённых на испанский язык книг Стефана Цвейга, а конкретнее – к чтению новеллы «Первые слова из-за океана» (Las primeras palabras a través del océano) на испанском языке.

 

Las primeras palabras a través del océano

 

Cyrus W. Field, 28 de julio de 1858

 

Ritmo Acelerado

Durante miles y quizá cientos de miles de años, desde que existe el hombre sobre la tierra, el medio de transporte progresivo fue desde el caballo, pasando por los vehículos rodados, a la navegación a remos y a vela. Todos los logros dentro del progreso técnico que caen dentro de ese pequeño ámbito iluminado por la consciencia al que llamamos historia mundial no pudieron evidenciar ningún aceleramiento notable del ritmo del movimiento. Los ejércitos de Wallenstein no avanzaban con gran diferencia de rapidez que las legiones de César; los ejércitos de Napoleón no superaron tampoco, durante sus incursiones, a las hordas de Gengis Kan; las corbetas de Nelson no llevaron velocidades muy superiores respecto a los barcos piratas de los vikingos y las embarcaciones de los mercaderes fenicios. Lord Byron, en su viaje a Childe Harold, no consiguió salvar más millas de distancia en una día que Ovidio cuando fue hacia Ponto, camino del desierto. En el siglo XVIII, Goethe no viajó ni más cómoda ni más velozmente que el apóstol Pablo en los comienzos de nuestra Era. Sin diferencia alguna, los pueblos continúan distanciados entre sí, en cuanto a tiempo y lugar, tanto en la época de Napoleón como bajo el Imperio romano. La resistencia de lа Naturaleza domina todavía la humana voluntad en este sentido. Pero llegamos al siglo XIX, y entonces la velocidad sobre la tierra experimenta considerables y fundamentales variaciones en el ritmo y la medida. En sus primeras décadas, los pueblos van acercándose, empleando menos tiempo que antes durante miles de años. Gracias al ferrocarril y a la navegación a vapor, los recorridos que antes necesitaban días y días de viaje se reducen a una sola jornada; las horas interminables se convierten en cuartos de hora y en minutos. Pero aunque dichos adelantos fueran ponderados con eufórico y triunfal entusiasmo por sus coetáneos, tanto el ferrocarril como la máquina a vapor representaban algo circunscrito a los límites de lo comprensible. Estos medios de transporte, aunque multiplicasen las velocidades por cinco, diez y hasta por veinte las conocidas hasta entonces, pueden valorarse y percibirse con la vista, con los propios sentidos; pueden explicarse como algo naturalísimo. Pero los primeros efectos de la electricidad resultan del todo insospechados, dan al traste con todas las leyes físicas y las previsiones dimensionales. Nosotros, los que vinimos más tarde al mundo, no podemos concebir la sorpresa y admiración que produjeron las primeras pruebas del telégrafo eléctrico, el enorme y entusiasmado desconcierto provocado por el hecho de que aquella misma chispa eléctrica, pequeña y apenas perceptible, que aun ayer sólo conseguía chisporrotear desde la botella de Leyden por espacio de una pulgada, de pronto manifestara una potencia diríamos diabólica, para salvar países, montañas y continentes enteros. ¡Oh, qué prodigio inimaginable pareció el que la palabra recién escrita pudiera ser recibida a millares de kilómetros, pudiera leerse y entenderse, y que la invisible corriente que se cierne sobre los dos polos de las diminutas columnas de Volta se extendiera por toda lа Tierra! Jamás se hubiera podido suponer que un aparato como de juguete que hasta ayer en los gabinetes de física sólo podía atraer, mediante frotación de un tubo de cristal, partículas de papel, pudiera ser dotado de tal potencia que acrecentara en millones de veces la potencia muscular y la velocidad humanas transmitiendo mensajes, moviendo transportes, alumbrando calles y casas y cruzando los aires de un modo como el de Ariel. Hasta estos descubrimientos no se produjo en el tiempo y en el espacio una conmoción tan profunda desde la creación del mundo. Este año de 1837, tan trascendental en el mundo, ya que por primera vez logra sincronizar el telégrafo las hasta aquel momento aisladas expresiones humanas, se cita raramente en nuestros libros escolares, que dan más importancia a las guerras y a las victorias militares de los respectivos caudillos de las naciones en vez de destacar los verdaderos y gloriosos triunfos que son comunes a la Humаnidad entera. Ninguna otra fecha de la historia moderna puede compararse a esta del año 1837, en cuanto al alcance psicológico de la nueva valoración del tiempo. El mundo sufre un cambio extraordinario desde que puede saberse en París lo que en aquel instante ocurre en Amsterdam, en Moscú, en Nápoles y en Lisboa. Pero falta todavía un paso más para incluir a toda la Humаnidad en el ámbito de intercomunicación, para alcanzar una conciencia común en todos los continentes. Pero la Naturalezа se resiste aún a esta última unión. Existen obstáculos insuperables todavía para establecer una conexión entre los países separados por el mar. Porque mientras en tierra se difunde fácilmente la chispa eléctrica de poste a poste gracias a los aisladores de porcelana, el agua absorbe la corriente eléctrica. Es imposible, pues, establecer una conducción a través del mar, pues no se ha inventado todavía un medio que pueda aislar completamente los cables de cobre y de hierro en el húmedo elemento. Pero, afortunadamente, en dichos tiempos de progreso, un nuevo descubrimiento viene a auxiliar oportunamente al otro. Al cabo de pocos años de haberse iniciado la comunicación telegráfica por tierra se descubre que la gutapercha es la materia apropiada para aislar las conducciones eléctricas dentro del agua. Ya se podía, pues, incluir en la red telegráfica del continente europeo a un gran país situado fuera de él: Inglaterra. Un ingeniero llamado Brett coloca el primer cable, en el mismo punto desde donde Blériot emprenderá más tarde el primer vuelo sobre el canal en aeroplano. Un cómico incidente frustra el éxito primero: un pescador de Boulogne, creyendo haber hallado una enorme anguila, saca el cable del agua. Pero el 13 de noviembre de 1851 triunfa el segundo intento. Inglaterra queda ya incluida en la red europea, y Europa es ya Europa de ver­dad, con un solo cerebro y un solo corazón, que percibe simultáneamente todos los acontecimientos que se desarrollan en su suelo. Tan asombrosa conquista técnica en tan pocos años, ya que nada son en comparación con la historia de la Humanidаd, despierta, naturalmente, un entusiasmo ilimitado en aquella generación para otras futuras conquistas del saber humano. Después de un breve tiempo, Inglaterra establece su red con Irlanda; Dinamarca lo hace con Suecia; Córcega, con el continente, y ya se presiente la posibilidad de incluir a Egipto y a la Indiа en tal empresa. Pero hay una parte de la Tierrа, y precisamente la más importante, que parece quedar condenada definitivamente a quedar fuera de esa cadena de comunicación telegráfica que se extiende por todo el mundo: América. ¿Cómo poder tender un cable de una parte a otra del Atlántico o del Pacífico, sin estaciones intermedias? ¿Cómo salvar tan enormes distancias? En aquellos años, en la incipiente infancia en que se hallaba todavía la electricidad, falta conocer muchos otros factores auxiliares. Aún no se ha medido la profundidad del mar, aún es muy incierto el conocimiento de la estructura geológica del océano, aún no se ha podido demostrar completamente si un cable colocado a tanta profundidad podría resistir la presión de tan enormes masas de agua. Y además, aunque técnicamente fuera posible colocar un cable de tamaña longitud en tales profundidades, ¿dónde se halla el buque capaz de transportar un peso de hierro y cobre como el que representan cerca de cuatro mil kilómetros de cable? ¿Dónde están las dínamos de tanta potencia para transmitir la corriente eléctrica a una distancia equivalente a dos o tres semanas de navegación a vapor? Todas las previsiones ante tal empresa fallan. No se sabe si en lo profundo del mar existen corrientes magnéticas capaces de desviar la corriente eléctrica del cable; no se dispone de un aislante de suficiente eficacia, de aparatos de medición apropiados; sólo son conocidas las leyes más elementales de la electricidad, que ha abierto los ojos despertando de su sueño de siglos de un to­tal desconocimiento. «¡Imposible, absurdo!», exclaman los hombres ilustrados cuando oyen hablar de tal cuestión. «Quizá más adelante», dicen los técnicos más audaces. Incluso a Morse, el hombre a quien se debe hasta aquel momento el perfeccionamiento del telégrafo, le parece una cosa descabellada pretender llevar a cabo un plan de tal naturaleza. Sin embargo, añade proféticamente que acaso, de lograrse colocar el cable transatlántico, aquello significarla the great feat of the century, «la mayor proeza del siglo». Para que se pueda realizar un prodigio o algo capaz de producir admiración es siempre indispensable la fe absoluta de un solo hombre en ese prodigio. Es posible que el tesón de un profano en materias científicas consiga dar el impulso creador en un punto precisamente en el que titubean los técnicos, y, como ha ocurrido muchas veces, bastó una simple casualidad para poner en marcha la grandiosa empresa. Cierto ingeniero inglés llamado Gisborne, que en el año 1854 se dispone a tender un cable desde Nueva York al punto más oriental de América, Terranova, a fin de que las noticias de los barcos puedan ser recibidas unos días antes, ha de interrumpir el trabajo por falta de medios económicos, y marcha a Nueva York en busca de ayuda en tal sentido. La casualidad le depara el conocimiento de un joven llamado Cyrus W. Field, hijo de un pastor protestante, hombre de tal suerte en los negocios que, en plena juventud aún, puede retirarse con una gran fortuna a la vida privada. A este ocioso, que es todavía demasiado joven y enérgico para vivir inactivo, trata Gisborne de atraérselo para la terminación de las obras del cable de Nueva York a Terranova. Afortunadamente, nos atreveríamos a decir, Cyrus W. Field no es técnico en tales materias. No sabe nada de electricidad, jamás vio cable alguno. Pero el hijo del pastor americano lleva la fe y la audacia en su sangre. Y allí donde el técnico Gisborne sólo ve la meta inmediata, o sea unir Nueva York con Terranova, aquel hombre joven y entusiasta vislumbra todavía algo más. ¿Por qué no unir luego Terranova, por medio de un cable submarino, con Irlanda? Y con un ímpetu capaz de allanar todas las dificultades —había cruzado el mar entre los dos continentes treinta y una veces—, Cyrus W. Field pone inmediatamente manos a la obra, entregándose a ella en cuerpo y alma desde aquel momento con todos los medios que están a su alcance y al de los demás. Con ello ha surgido ya la chispa decisiva que hace que una idea adquiera realmente una fuerza explosiva. La asombrosa fuerza eléctrica se ha aliado ahora con el otro elemento vital de mayor importancia dinámica: la voluntad humana. Un hombre dio con su misión y la misión dio con su hombre.

 

Preparativos

Con inusitada energía se lanza Cyrus W. Field a la gran obra. Se pone en contacto con los técnicos, solicita las concesiones de los gobiernos, inicia en los dos continentes una campaña para encontrar el capital necesario; tal es el empuje de este hombre hasta entonces desconocido, tan apasionante su íntimo convencimiento del triunfo de la empresa, tan formidable su fe en la electricidad como nueva fuerza maravillosa, que al cabo de pocos días queda suscrito en Inglaterra el capital fundacional, de trescientas cincuenta mil libras. Basta agrupar en Liverpool, en Mánchester y en Londres a los negociantes más ricos en la Tеlegraph Construction and Maintenance Company para que afluya el dinero. Se hallan entre los suscriptores los nombres de Thackeray y de lady Byron, que están dispuestos a alentar la empresa sin ningún objeto de lucro, sólo por el entusiasmo moral que ha despertado en ellos. Basta un simple llamamiento, en la Inglaterrа de aquellos tiempos, la Inglaterrа de Stevenson, Brunel y de otros célebres ingenieros, para reunir la enorme cantidad que una empresa tan fantástica requiere a fonds perdu.

Los gastos aproximados de la colocación del cable es lo único que puede calcularse en un principio. No existe precedente alguno para la realización técnica. Es algo que traspasa los límites de las empresas financieras del siglo XIX.

Pues ¿cómo es posible poder comparar el espacio de todo un inmenso océano con el cruce de aquella estrecha franja de agua existente entre Doven y Calais? Allí bastó hacer rodar desde la cubierta de cualquier vapor un cable de sesenta a setenta kilómetros, que se devanaba fielmente como el áncora desde su rueda (Winde). Para la colocación del cable a través del canal de la Manchа podíase escoger un día tranquilo, se conocía la profundidad del mar, el barco quedaba completamente a la vista desde una u otra orilla y por ello no era difícil poder vencer cualquier dificultad. En un día se podía terminar la empresa. En cambio, para una travesía de unas tres semanas, como mínimo, de viaje, no bastaba colocar sobre cubierta una bobina de un peso cien veces superior y que devanara un cable de cien veces más longitud, exponiéndola a las inclemencias del tiempo. No existía a la sazón ningún barco de tales proporciones que pudiera albergar en su bodega aquel enorme «capullo» de hierro, cobre y gutapercha. Se precisaban indiscutiblemente dos barcos, que a su vez tenían que ser custodiados por otros, para que mantuvieran la ruta más corta y pudiesen ser auxiliados en caso necesario. Es verdad que el Gobierno británico puso a disposición de los esforzados empresarios el Agamemnon, uno de sus mayores barcos de guerra, que había intervenido en la batalla de Sebastopol como buque insignia, y que el Gobierno norteamericano cedió el Niágara, una fragata de cinco mil toneladas, que era entonces el tonelaje máximo. Pero ambos tuvieron que sufrir modificaciones en su construcción interna para que pudieran transportar debidamente cada uno de ellos la mitad del interminable cable que debía unir los dos continentes. El problema principal estribaba en el cable mismo. Había exigencias técnicas insoslayables para que aquel gigantesco cordón umbilical lograra la unión de dos grandes partes del mundo. El cable debía ser a la vez firme y resistente como el acero y al propio tiempo conservar la elasticidad necesaria para poder tenderlo fácilmente. Tiene que resistir cualquier presión, soportar toda especie de cargas y, sin embargo, ser susceptible de quedar tan lisamente arro­liado como un hilo de seda. Ha de ser macizo, pero no excesivamente voluminoso; sólido por un lado, y por otro tan exacto como para transmitir la más leve diferencia en potencial eléctrico por un espacio de cerca de cuatro mil kilómetros. Cualquier desgarrón, la más pequeña irregularidad en alguno de los puntos de aquella gigantesca cuerda, puede desbaratar la transmisión a lo largo de esa distancia que requiere ahora catorce días de navegación. Pero la gigantesca obra se pone en marcha. Día y noche funcionan las máquinas de hilaturas férreas. La diabólica voluntad de un hombre impulsa todas las ruedas. Verdaderas montañas de hierro y de cobre se emplean en el gigantesco cable. Bosques enteros de árboles del caucho sangran continuamente. Para hacerse cargo de lo fantástico de la obra basta tener en cuenta que se hilaron cerca de setecientos mil kilómetros de alambre, o sea tres veces la cantidad para dar la vuelta a la Tierrа o lo que se precisaría para unir la Lunа con la Tierrа. Desde los tiempos de la Torrе de Babel no se atrevió la Humanidаd a intentar nada más grandioso.

 

El Primer Intento

Durante un año giran las ruedas de las fábricas; en el interior de ambas naves se van enrollando sin cesar, como si fuese un hilo fino, el cable salido de las máquinas, y por fin, después de millares y millares de vueltas, pudo quedar cada una de las mitades en cada uno de los barcos, recogida en su respectivo carrete. Ya están construidas e instaladas las nuevas máquinas, de enorme peso, en los buques, provistas de frenos y reversores, para que durante una, dos o tres semanas puedan sumergir sin interrupción el cable en el mar. Los más expertos técnicos en electricidad, entre ellos el mismo Morse, están reunidos a bordo, para observar continuamente con sus aparatos durante toda la operación del tendido si la corriente eléctrica encuentra tropiezos. Reporteros y dibujantes se hallan también a bordo, pues desean describir aquella partida, la de mayor emoción desde las de Colón y Magallanes. Todo está ya a punto para zarpar, y mientras hasta entonces predominaron los escépticos, resulta ahora que el interés público de toda Inglaterra se vuelca apasionadamente en esa empresa. Cientos de embarcaciones de todas clases, el 5 de agosto de 1857, rodean la flota en el pequeño puerto irlandés de Valtia, para vivir aquel memorable e histórico momento en que, por medio de pequeñas embarcaciones, se coloca un cabo del cable sujeto a la costa, en la tierra firme de Europa. Sin pretenderlo, gracias al enorme entusiasmo, la despedida adquiere tono de gran solemnidad. El Gobierno ha enviado a sus representantes y se pronuncian discursos. En una conmovedora súplica, un sacerdote implora la bendición divina para aquella esforzada empresa, diciendo: « ¡Oh Dios eterno, Tú que dominas en su inmensidad los cielos y los mares; Tú, a quien obedecen los vientos y las tempestades, mira con misericordia a tus siervos. Aparta toda dificultad que pudiera entorpecer la realización de esta trascendental obra.» Y en aquel momento, desde el mar y desde la tierra, se agitan en el aire miles de manos y sombreros. La tierra se va desdibujando lentamente. Uno de los más atrevidos sueños de los seres humanos pretende convertirse en realidad...

 

Fracaso De La Primera Tentativа

En principio se había proyectado que los dos enormes buques, el Agamemnon y el Niágara, transportando cada uno la mitad del cable, se fuesen juntos hasta un punto en mitad del océano previamente calculado, para conectar allí las dos mitades. Luego, uno tomaría rumbo al Oeste, hacia Terranova, y el otro hacia el Este, hacia Irlanda. Pero se consideró temerario exponer la totalidad del costoso cable a este primer ensayo. Así, pues, se prefirió colocar el primer tramo desde el continente, mientras no se tuviera la certeza de que funcionaba debidamente una transmisión submarina a tales distancias.

Correspondió al Niágara la colocación del cable desde la tierra firme hasta la mitad de la travesía. Lenta, cautelosamente, marcha la fragata americana mar adentro, como si fuese una araña que va tejiendo el hilo de su propio cuerpo dejándolo tras de sí. Lenta, regularmente, runrunea a bordo la máquina del tendido. Es el ruido tan familiar para los marineros como el que produce la cadena del áncora al desenrollarse del cabrestante. A las pocas horas están ya tan acostumbrados a él que no le hacen el menor caso. Con una rítmica continuidad va cayendo el cable detrás de la quilla. Diríase que la aventura nada tiene de difícil. En una cámara especial se hallan reunidos los técnicos electricistas a la escucha, intercambiando señales con Irlanda. Y, ¡oh maravilla!, pese a que hace ya rato que no se divisa la costa, la transmisión submarina funciona con tal precisión que parece tratarse solamente de haber establecido comunicación entre un Estado europeo con cualquier otro de sus vecinos. Pronto quedan abandonadas las aguas superficiales y se empieza a cruzar en parte la llamada «meseta de profundidad », que se extiende más allá de Irlanda, y, sin embargo, el cordón metálico va cayendo regularmente por detrás de la quilla como pasan los granos de un reloj de arena, a la vez que transmite y recibe mensajes, y la inseguridad y zozobra de aquella primera etapa fue superada. Cyrus W. Field, la sexta noche, se acuesta por fin a gozar de un descanso bien merecido, después del agotador e intenso trabajo de aquellos primeros días, unido a las angustias comprensibles ante la incógnita del éxito. Pero de repente cesa aquel persistente ruido, al que ya estaban todos acostumbrados. ¿Qué ocurre? De la misma manera que el que va dormitando en un tren en marcha se despierta al pararse inesperadamente la locomotora, igual que el molinero se sobresalta en su lecho si se detiene de pronto la rueda del molino, todas las gentes del barco se despiertan y acuden a cubierta. Basta una mirada a la máquina para comprenderlo todo: el rodillo está vacío. El cable se ha escurrido de la bobina, siendo ya imposible poder volver a coger a tiempo el cabo, y todavía más hallarlo en la profundidad del mar para subirlo otra vez. Ha ocurrido algo espantoso. Un fallo técnico insignificante ha destruido el trabajo de años. Como guerreros vencidos, aquellos intrépidos expedicionarios vuelven a Inglaterra, donde ya presentían que algo adverso había acontecido al cesar la transmisión de signos y señales.

 

Otro Fracaso

Cyrus W. Field, el único hombre inconmovible, héroe y comerciante a la vez, hace balance. ¿Qué se ha perdido? Seiscientos kilómetros de cable, unas cien mil libras esterlinas del capital en acciones, y, lo que tal vez deprime más, un año entero de trabajo, que no puede recuperarse ya, por la sencilla razón que sólo cabe esperar buen tiempo en verano para realizar otra nueva prueba, y esta vez la estación ya estaba demasiado avanzada. Pero, en el reverso del asunto, existe una pequeña ganancia. Se ha obtenido experiencia práctica en una operación considerable en ese primer ensayo. El propio cable, que ha demostrado su validez, puede volver a enrollarse y emplearse en la nueva expedición. Solamente hay que cambiar la colocación de las máquinas que fueron la causa del percance. Y así pasa otro año de espera y de preparativos. Hasta el 19 de junio de 1858 no consiguen zarpar en los mismos barcos, cargados con el antiguo cable y con renovados ánimos. Como la transmisión de señales ya dio buen resultado en la primera expedición, se vuelve al plan que fuera primeramente concebido, o sea empezar la colocación del cable en alta mar, a mitad de la travesía, hacia ambas direcciones. Pasan sin incidente alguno los primeros días. Hasta el séptimo no debe empezar el lanzamiento del cable en el lugar previamente designado. Hasta aquel momento pareció un viaje de recreo, un mero paseo marítimo. Las máquinas están preparadas y los marineros pueden descansar y gozar del apacible tiempo de aquellos días. No hay nubes en el cielo y el mar está en calma, quizá demasiado tranquilo. Pero al tercer día, el capitán del Agamemnon siente cierta inquietud. Una simple mirada al barómetro le basta para ver con qué espantosa velocidad baja la columna de mercurio. Debe de estar formándose una extrañísima tempestad. Y, efectivamente, a los cuatro días se desencadena un temporal que pocas veces han sufrido los más avezados marinos en el océano Atlántico y que resultó funesto para el Agamemnon. Este barco es de por sí un excelente transporte que en todos los mares, e incluso en la guerra, ha resistido las pruebas más duras, pero, desgraciadamente, habían sido realizadas ciertas importantes modificaciones en su construcción para que pudiera efectuar la colocación del cable y transportar la enorme carga que lleva en este viaje. No se pudo, como acontece con los transportes corrientes, repartirla por la bodega de un modo uniforme, sino que gravita en su centro la totalidad del peso de aquel carrete gigantesco, y sólo una pequeña parte del lastre ha logrado ser colocada en el extremo de la proa, lo que trae como molesta consecuencia el que en cada cabeceo el movimiento pendular se duplique. Así, pues, el temporal puede emprender con su víctima un juego peligroso: a la derecha, a la izquierda, adelante y atrás, el barco se levanta hasta un ángulo de 45°. Las olas barren la cubierta. Todo queda destrozado. Y nuevo desastre: en uno de aquellos terribles bandazos de la embravecida mar cede el cierre del cargamento de carbón amontonado en cubierta. El negro aluvión se precipita como un alud sobre los marineros, ya sin este percance ensangrentados y agotadísimos. Algunos resultan heridos en la acometida y otros se escaldan al volcarse una caldera. Uno de los marineros enloquece durante esta tormenta, que dura diez días, y se piensa incluso en recurrir al remedio más extremo: echar por la borda una parte del malhadado cargamento de cable. Por suerte, el capitán se niega a asumir sobre sí tal responsabilidad, y hace bien en mostrarse firme. El Agamemnon puede resistir después de inenarrables peligros y huracanado temporal, y por fin, aunque con gran retraso, logra alcanzar a los otros buques en el lugar convenido del océano, donde debiera comenzar la colocación del cable. Y entonces se puede apreciar lo que ha sufrido el valioso y delicado cargamento de cable, mil veces revuelto debido a las violentas e incesantes fricciones. En algunos puntos, los trenzados se han deshecho, la gutapercha ha sido triturada. Sin confiar mucho en el éxito, se intenta continuar la colocación. Se pierden unos cuatrocientos kilómetros de cable, que desaparecen inútilmente en el mar. Por segunda vez, las adversas circunstancias los obligan a arriar la bandera y a regresar sin gloria en lugar del triunfo apetecido.

 

La Tercera Expedición

Informados ya del desastroso resultado del intento, esperan en Londres los accionistas al jefe y propulsor de la desdichada empresa, Cyrus W. Field. La mitad del capital suscrito se ha gastado en las dos expediciones, sin demostrarse ni conseguirse nada; se comprende, pues, que la mayoría de ellos digan ya: « ¡Basta!» El presidente propone que se salve lo que se pueda, optando por recoger de los barcos el cable que queda sin utilizar e incluso venderlo, si es necesario, con pérdida, para terminar de una vez con el disparatado proyecto de la comunicación intercontinental oceánica. El vicepresidente se adhiere a esta propuesta y presenta su dimisión por escrito, para demostrar que se desentiende por completo de tan absurda empresa. Pero la tenacidad y el idealismo de Cyrus W. Field son inconmovibles. No se perdió todo, declara este hombre extraordinario. El cable había respondido, resistiendo brillantemente la prueba, y queda aún a bordo la longitud suficiente para llevar a cabo otro intento. La flota estaba reunida; las tripulaciones, contratadas. Precisamente la inesperada tempestad de la última travesía hace ahora presumir un tiempo mejor y más apacible. Sólo faltaba valor, ímpetu y entereza. ¡Ahora o nunca es la ocasión de arriesgar hasta lo último que les queda! Los accionistas se muestran atónitos y escépticos. ¿Han de confiar el resto del capital suscrito a un loco semejante? Pero como una férrea voluntad como la de Cyrus W. Field es capaz de arrastrar las voluntades más débiles, consigue por fin Cyrus organizar otra expedición. El 17 de julio de 1858, cinco semanas después del segundo fracaso, zarpa la flota por tercera vez de un puerto británico. Y se demuestra de nuevo la vieja experiencia de que las cosas más decisivas suelen realizarse en secreto. En esta ocasión, la partida de los barcos pasa casi inadvertida. No hay embarcaciones alrededor de la flota para despedirlos, no está presente aquella ingente muchedumbre de las tentativas anteriores, no se celebra ningún banquete, no se pronuncian discursos, no hay ningún sacerdote implorando la asistencia divina. Como si se tratase de un acto de piratería, los buques se lanzan a la mar tímida y silenciosamente. Pero la mar acoge a aquellos valientes con amor. Justamente el día convenido, el 28 de julio, once días después de la salida de Queenstown, se reúnen el Agamemnon y el Niágara en el lugar convenido para comenzar aquella empresa trascendental. ¡Oh espectáculo maravilloso! Los barcos se juntan por la parte de proa. Se unen los cabos de los cables entre ambos, sin ningún formulismo, incluso sin despertar gran interés entre la tripulación, que está ya familiarizada y fastidiada con aquellos inútiles ensayos, y se sumerge el cordón de hierro y cobre entre los dos barcos hasta las mayores profundidades del mar, que permanecen inexploradas todavía. Basta un saludo de borda a borda con las banderas, y el buque inglés se dirige a Inglaterra y el americano hace rumbo a América. Mientras se alejan uno de otro, dos movibles puntos en la inmensidad del océano, se mantienen unidos por el cable. Desde que existen hombres en la tierra no se dio jamás el caso de que pudieran comunicarse dos buques a distancia a través de los vientos, por encima de las olas, a través del espacio, fuera del alcance de la vista. Cada dos horas comunica uno de ellos, por medio de señales eléctricas surgidas del fondo del mar, las millas recorridas, y el otro confirma, utilizando los mismos medios, que gracias al buen tiempo reinante ha efectuado igual recorrido. Y así pasa un día y otro, un tercero y un cuarto. El 5 de agosto, por fin, el Niágara puede anunciar que, hallándose ya en la bahía de la Trinidаd, en Terranova, tenía ante si, a la vista, la costa americana, después de haber depositado en el mar nada menos que cerca de dos mil kilómetros de cable, y el Agamemnon comunicó también su triunfo: habiendo colocado con seguridad, por su parte, mil ochocientos kilómetros de cable, se encontraba a la vista de las costas de Irlanda. Por primera vez, la palabra humana se comunica de una parte a otra del mundo, de América a Europa. Pero esto lo saben únicamente aquellos dos buques, aquellos pocos cientos de hombres. Aún lo desconoce el mundo, que hace tiempo ha olvidado semejante aventura. Nadie lo espera en la playa, nadie en Terranova, nadie en Irlanda. Sin embargo, toda la Humanidаd conocerá el triunfo alcanzado en el preciso momento en que el cable marítimo sea unido al de tierra.

 

«Hosanna!»

El júbilo popular alcanza proporciones grandiosas. Casi a la misma hora, en aquellos primeros días de agosto, ambos continentes reciben la noticia del éxito de la empresa. El efecto que produce es indescriptible. En Inglaterra, el comedido Times publica un editorial que dice: «Desde el descubrimiento de Colón no se ha producido ningún acontecimiento que admita el menor grado de comparación ni tenga la trascendencia de esta magnífica manifestación de la actividad humana.» En lа City reina gran animación. Pero la alegría de Inglaterra parece tímida, apagada, si se compara con el desbordante entusiasmo de América. Apenas tienen allí conocimiento del hecho, cierran los establecimientos, se suspenden las operaciones mercantiles y las gentes se echan a la calle, ansiosas de conocer detalladamente el magno acontecimiento. Reina una algarabía de imponderable júbilo. Un hombre hasta entonces desconocido, Cyrus W. Field, se ha convertido de pronto en héroe nacional y se le equipara enfáticamente con figuras tan ilustres como Colón y Franklin. En todas las ciudades y fuera de ellas se desea conocer a aquel que ha realizado la unión de la joven América con el viejo mundo gracias a su firme voluntad y admirable constancia. Pero el entusiasmo no ha llegado todavía a su grado máximo, puesto que sólo se sabe la escueta noticia de que el cable había sido colocado. Y surgen las preguntas: ¿Pero se puede hablar ya a través de él? ¿Se ha logrado el anhelado objetivo? Resulta un espectáculo verdaderamente impresionante ver cómo un continente entero espera y queda a la escucha de una sola palabra, de la primera palabra que ha de atravesar el océano. Todos saben que la reina de Inglaterra será la primera en expresar su felicitación. A cada hora que pasa se espera aquel acontecimiento con más impaciencia. Pero transcurren días y días sin tener noticias, pues el cable, por un desdichado azar, ha sufrido una avería en las cercanías de Terranova, y hasta el 16 de agosto al anochecer no llega el mensaje de la reina Victoria a Nueva York. Es demasiado tarde para que los periódicos puedan publicar la reseña oficial de la anhelada noticia. Lo único factible para calmar la excitada curiosidad del público es exponer los detalles del magno acontecimiento en grandes pizarras en las fachadas de las oficinas de telégrafos y de las redacciones de los periódicos, ante las cuales se apiña una imponente masa humana. Estrujados y con las ropas desgarradas han de ir abriéndose paso los pobres vendedores de periódicos. La información se divulga por teatros y restaurantes. Millares de personas que no pueden comprender todavía que el telégrafo aventaje en velocidad al más rápido de los barcos, corren al puerto de Brooklyn para dar la bienvenida a aquella nave heroica, al Niágara. Al día siguiente, el 17 de agosto, los periódicos se echan a la calle con grandes e insólitos titulares: «El cable funciona perfectamente», «Júbilo indescriptible del pueblo», «Enorme sensación en la ciudad», «Se trata de un júbilo universal». Es un triunfo sin parangón. Desde que el pensamiento existe, es la primera vez que éste ha podido transmitirse con su propia rapidez a través del mar. Cientos de salvas se disparan desde lа Battery para anunciar que el presidente de los Estados Unidos ha contestado a la reina de Inglaterra. Ahora ya no duda nadie. Por la noche, Nueva York y todas las demás ciudades brillan con millares de luces. Las ventanas de los edificios aparecen iluminadas, sin que logre disminuir la inmensa alegría que reina por todas partes ni siquiera el incendio de la cúpula del Ayuntamiento. Y es que el día siguiente trae ya un nuevo festejo. El Niágara ha llegado al puerto:  ¡Cyrus W. Field, el héroe inmortal, está en la ciudad! En triunfo es paseado por ella el resto del cable y agasajada la tripulación. Van repitiéndose cada día en todas las ciudades, desde el océano Pacífico hasta el golfo de Méjico, las manifestaciones de júbilo, como si América celebrase por segunda vez la fiesta de su descubrimiento. ¡Pero no basta todo esto! El cortejo triunfal ha de tener todavía un carácter más grandioso, tiene que ser lo más apoteósico que haya presenciado jamás el Nuevo Continente. Los preparativos duran dos semanas, y luego, el 31 de agosto, una ciudad entera rinde homenaje a un hombre solo: a Cyrus W. Field, como en los tiempos de los emperadores y de los césares se festejaba a los vencedores. En este esplendoroso día se organiza un desfile monstruo que emplea seis horas en recorrer de una parte a otra Nueva York. Primero pasan los regimientos, con sus banderas y estandartes, por las engalanadas calles; siguen luego las sociedades filarmónicas, los orfeones, las brigadas de bomberos, los niños de las escuelas con sus maestros, y los veteranos. Todos cuantos pueden desfilar, forman en la manifestación. Es un cortejo interminable. Todo aquel que puede cantar, canta; todo el que puede aclamar, aclama. En coches abiertos desfilan las figuras más destacadas. Cyrus W. Field va en uno de ellos como un triunfador de la Antigüedаd; en otro, el comandante del Niágara, y en un tercero, el presidente de los Estados Unidos. Sigue después el carruaje del alcalde de la ciudad y los de los funcionarios oficiales más destacados y representaciones docentes. Ininterrumpidamente se suceden los patrióticos discursos, los banquetes, las manifestaciones popu­lares; voltean las campanas, suenan los cañones... Una y otra vez se renueva la entusiástica manifestación de homenaje al nuevo Colón, al comandante que ha unido a los dos mundos, al vencedor del espacio, a Cyrus W. Field, que con su hazaña se ha convertido en el hombre más famoso y admirado de América.

 

La Crucifixión

Miles y millones de voces resuenan con júbilo inenarrable aquel día. Pero hay una voz que ha enmudecido: la del telégrafo eléctrico. Quizá Cyrus W. Field adivinó ya en plena explosión de entusiasmo la terrible verdad. Para él ha de resultar tremendo ser el único que sabe que precisamente esos días el cable atlántico ha dejado de funcionar, saber que los mensajes se han hecho últimamente cada vez más confusos, hasta resultar casi ininteligibles, y que el cable se ha estropeado definitivamente después de un último estertor. Pero todavía nadie sabe en América, ni se supone siquiera, este progresivo fallo del famoso cable. No lo ignoran los pocos técnicos que en Terranova vigilan las emisiones, y éstos también titubean en dar la amarga noticia en vista de aquel entusiasmo sin límites. Sin embargo, pronto se advierte que escasean las noticias. América había esperado que los mensajes transatlánticos irían sucediéndose de hora en hora..., pero en lugar de ello sólo se percibe alguna que otra confusa transmisión vaga e inconcreta. No pasa mucho tiempo sin que se vaya extendiendo el rumor de que por el ansia, el celo y la impaciencia de obtener mejores transmisiones, los encargados de manejar el telégrafo han ido acentuando las corrientes eléctricas hasta un grado excesivo, estropeando el cable, que ya de por si resultaba deficiente. Sin embargo, se espera subsanar la avería. Pero luego se llega a la conclusión de que no puede negarse que las señales son como balbuceos gráficos cada vez más difíciles de descifrar. Y por fin, aquel memorable 1.° de septiembre de los apoteósicos agasajos, enmudecen totalmente las palabras lanzadas técnicamente a través del océano.

Nada perdona menos el ser humano que el verse defraudado en su sincero entusiasmo, decepcionado por un hombre del cual lo había esperado todo. Apenas se ha difundido el rumor de que el telégrafo ha dejado de funcionar, la oleada de júbilo se trueca en ácida amargura que vuelca sobre el inocentemente culpable Cyrus W. Field. Se le echa en cara el haber engañado a una ciudad, a un país, a un mundo; se asegura que sabía desde hacía tiempo que el famoso telégrafo no funcionaba y que egoísticamente se ha dejado homenajear para ganar tiempo y deshacerse de sus acciones con pingües ganancias. Incluso se llega a peores calumnias, hasta el colmo de afirmar que el telégrafo atlántico no funcionó jamás debidamente, que todo había sido fraude y embuste, que el supuesto telegrama de la reina de Inglaterra estaba ya redactado de antemano y no fue transmitido a través del Atlántico. Se comenta también que no había llegado ninguna noticia con claridad y que los dirigentes, sirviéndose de suposiciones y señales confusas, habían compuesto telegramas imaginarios. Se produce un verdadero escándalo. Los que ayer demostraban su júbilo entusiásticamente, son ahora los que se muestran más duros. Una ciudad, mejor dicho, un país entero, se avergüenza de su fervoroso y precipitado entusiasmo. Cyrus W. Field es víctima escogida por la indignación popular. Y aquel hombre que hasta ayer casi veneraban como a héroe nacional, como si fuera el sucesor de Colón o el hermano de Franklin, tiene que ocultarse como un malhechor. Un solo día ha bastado para esta transformación. Inmenso ha sido el fracaso, se perdió el capital, se perdió la confianza y, como si fuese la legendaria serpiente de Midgard, el inútil cable se halla en las profundidades del mar.

 

Seis Años De Silencio

El cable queda olvidado, sin utilidad alguna, hundido en lo profundo del océano. Durante seis años vuelve a reinar entre ambos continentes el frío silencio anterior que, interrumpido durante brevísimos días, les hizo latir al unísono, aunque sólo momentáneamente, pues sólo se transmitieron unas cuantas palabras. Ahora, América y Europa vuelven a estar separadas por distancias enormes, como hace centenares de años. El proyecto más atrevido del siglo XX, que durante cortísimo plazo se hizo realidad, se ha convertido en mítica leyenda. Naturalmente que ya nadie piensa volver a comenzar aquella obra que consiguió alcanzar un éxito parcial; la terrible derrota ha paralizado todas las iniciativas y ahogado todo el entusiasmo necesario para ello. En América estalla la guerra de Secesión entre los Estados del Norte y los del Sur, y su interés está concentrado en los trágicos acontecimientos. En Inglaterra se forman de vez en cuando algunos comités que tardan, sin embargo, dos años para dejar sentada la inútil afirmación de que, en principio, el cable submarino encierra posibilidades indudables. Pero de las meras consultas y consideraciones académicas hasta convertirlas en hechos efectivos y reales va una distancia que nadie piensa salvar; pasan seis años tan inactivos como el cable que se halla en el fondo del océano. Pero si bien, desde el punto de vista histórico, seis años suponen sólo un fugaz instante, en una ciencia moderna como la electricidad tienen una proporción de miles de años. Cada año, cada mes, se descubre algo nuevo. Las dínamos ya son más potentes y precisas, se multiplican los objetivos de su aplicación, los aparatos ganan en exactitud. La red telegráfica abarca el espacio interior de cada continente; ha atravesado ya el Mediterráneo, y África ha quedado unida a Europa. De año en año, el proyecto de tender un cable a través del océano Atlántico va perdiendo imperceptiblemente el carácter de fantástico que tanto le ha perjudicado. Indudablemente ha de llegar la hora de realizar un nuevo intento. Sólo falta el hombre capaz de llevarlo a cabo con nuevas energías. Y de repente se presenta ese hombre: es el mismo, con la misma fe y el mismo entusiasmo; es otra vez Cyrus W. Field, que resucita del silencioso destierro y del insultante desprecio. Ha cruzado el océano treinta veces y se presenta de nuevo en Londres para lograr vivificar allí las antiguas aportaciones con nuevo capital, que asciende a seiscientas mil libras esterlinas. Ahora se puede por fin conseguir el soñado barco que puede soportar la enorme carga por sí solo. Es el célebre Great Eastern, con sus veintidós mil toneladas y cuatro chimeneas, construido por el más audaz de los ingenieros navales, Isambar Brunel. Afortunadamente, en ese año 1865 se encuentra disponible, porque, lo mismo que el telégrafo transoceánico, ha sido proyectado y construido anticipándose demasiado a su época. Bastan, pues, dos días para adquirir el navío y acondicionarlo para la expedición. Y el 2 de julio de 1865, aquel gigantesco barco zarpa desde el Támesis con un nuevo cable. Aunque fracasa el primer intento, debido a que el cable se rompe dos días antes de ser tendido totalmente, y de nuevo el insaciable océano se traga seiscientas mil libras esterlinas, la técnica sigue ya por unos derroteros demasiado seguros para acobardarse. Y cuando, el 13 de julio de 1866, vuelve a salir por segunda vez el Great Eastern, la travesía se ve coronada por el éxito. Los mensajes que se transmiten ahora a través del cable son claros y precisos. Algunos días después encuentran el antiguo cable, que creían perdido. Dos líneas unen ahora el Viejo y el Nuevo Mundo. La maravilla de ayer es hoy cosa corriente, y desde entonces el mundo entero late como si se tratase de un solo corazón. La Humanidаd se escucha y se comprende simultáneamente de un confín a otro de la tierra, divinamente omnipresente por su fuerza creadora. Y unido permanecerá por siempre el mundo, gracias a su victoria sobre el tiempo y el espacio, de no verse acometido una y otra vez por una especie de incontenible frenesí que le induce a destruir esa grandiosa unidad y a aniquilarse con los mismos elementos que le concedieron poder sobre los elementos.

 

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