Книга «Воскресение Генделя» («La Resurrеcción» de Händel) на испанском языке |
Новелла «Воскресение Генделя» («La Resurrеcción» de Händel) на испанском языке – читать онлайн, автор книги – Стефан Цвейг. Новелла «Воскресение Генделя» («La Resurrеcción» de Händel) была в сборнике исторических миниатюр «Звёздные часы человечества» (Momentos estelares de la Humanidad), который впоследствии перевели на многие самые распространённые языки мира. Весь список новелл, которые написал Стефан Цвейг, а также другую испаноязычную литературу вы найдёте в разделе «Книги на испанском». Тем, кто самостоятельно изучает испанский язык по фильмам, будет интересен раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке». Для тех, кто хочет учить испанский не только самостоятельно, но и с преподавателем или носителем языка, есть нужная информация на странице «Испанский по скайпу».
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«La Resurrección» de Händel
Aquella tarde del 13 de abril de 1737 estaba el criado de Jorge Federico Händel entregado a la más singular de las ocupaciones ante la abierta ventana del piso bajo de la casa de Brook Street, en Londres. Acababa de descubrir con disgusto que se le había terminado el tabaco, y aunque le hubiera bastado cruzar dos calles para hacerse con nueva picadura en la tabaquería de su amiga Dolly, no se atrevía a salir de casa por miedo a la irascibilidad de su dueño y señor. Jorge Federico Händel había vuelto del ensayo presa de tremenda furia, con el rostro congestionado, abultadísimas las arterias temporales junto a las sienes. Cuando entró, cerró la puerta violentamente, y ahora iba y venía por sus habitaciones del primer piso de un modo tan descompuesto que hacía temblar el techo del entresuelo. Ciertamente, en tales momentos no era prudente descuidar el servicio. Por eso, en lugar de lanzar bocanadas de humo, de haber tenido tabaco, el criado se entretuvo en hacer pompas de jabón. Después de preparar debidamente un recipiente para el caso, se complacía en echar a la calle los irisados globitos. Los transeúntes se paraban y los pinchaban con el bastón traviesamente, reían y saludaban al autor del entretenimiento, pero no se extrañaban, puesto que todo podía esperarse de aquella casa de Brook Street: allí atronaba el clavicordio en plena noche, y se oía gritar y sollozar a las cantantes cuando el violento alemán las hacía objeto de tremendas amenazas, por haber dado una nota demasiado alta o excesivamente baja. En fin, hacía tiempo que los vecinos de Grosvenor Square consideraban aquella casa de Brook Street, 25, como un verdadero manicomio. El sirviente continuaba tranquilamente lanzando sus pompas. Cada vez iban siendo mayores, más transparentes, subían más y más alto, incluso una llegó a sobrepasar el primer piso de enfrente. De pronto se sobresaltó, pues toda la casa se había conmovido por efecto de un golpe sordo. Vibraron los cristales, moviéronse las cortinas. Todo indicaba que algo muy pesado se había derrumbado en el piso superior. El criado subió inmediatamente y se dirigió a toda prisa al estudio del maestro. El sillón estaba vacío y la habitación también. Se disponía ya a entrar en el dormitorio cuando descubrió a Händel que yacía inmóvil en el suelo con los ojos abiertos, como muerto. Paralizado por el susto, el criado percibió un ahogado estertor entre unos gemidos cada vez más débiles. «Está agonizando», pensó el pobre hombre, presa de inmensa pena, y, arrodillándose, intentó auxiliar a su amo. Foco después apareció Cristóbal Schmidt, el amanuense del maestro, que se hallaba en el piso bajo copiando unas arias y a quien sobresaltó también la brusca caída del maestro. Entre los dos consiguieron levantar aquel voluminoso cuerpo, cuyos brazos pendían inertes, como los de un difunto. - Desnúdale, - ordenó Schmidt al criado. -Yo iré a buscar al médico. No dejes de ir rociándolo con agua hasta que logres reanimarle. Salió Cristóbal Schmidt sin ponerse siquiera la chaqueta y echó a correr, sin perder un instante, por Brook Street en dirección a Bond Street, haciendo señas a todos los coches que pasaban, sin que nadie se fijase en aquel hombre en mangas de camisa. Por fin se detuvo uno de ellos. El cochero de lord Chandos había reconocido a Schmidt, quien, prescindiendo de toda etiqueta, abrió precipitadamente la portezuela, gritando: - ¡Händel se está muriendo! - Schmidt sabía que el aristócrata que iba en el interior del carruaje era uno de los mejores protectores del querido maestro y un gran amante de la música. Luego añadió: -Voy por el médico. Lord Chandos le invitó en seguida a subir, el cochero fustigó los caballos y se dirigieron a buscar al doctor Jenkins, que en su despacho de Fleet Street estaba ocupado en analizar un frasco de orina. Inmediatamente, el doctor se trasladó en compañía de Schmidt a Brook Street en su ligero cochecillo. - Las ocupaciones y los disgustos tienen la culpa de lo que pasa, - se lamentaba el sirviente durante el trayecto. -Esos malditos cantantes, esos criticastros, toda esa gentuza asquerosa le están matando a disgustos. Este año escribió cuatro óperas para salvar el teatro, pero ellos se escudan en las mujeres y en la Corte. Esе maldito italiano, ese mico aullador, los trae locos. ¡Oh, cuánto daño han hecho a nuestro Händel! Todos sus ahorros, diez mil libras, los ha invertido en esa empresa, y ahora le acosan despiadadamente con pagarés, sin dejarle un momento de respiro. Nadie compuso jamás obras tan sublimes, nunca hombre alguno demostró tanta abnegación, pero tantas cosas juntas llegan a matar incluso a un gigante. ¡Qué grande, qué genial es nuestro maestro! El doctor Jenkins, frío y reservado, escuchaba toda aquella perorata. Cuando llegaron a la casa, antes de entrar en ella dio una chupada a su pipa y sacudió el resto de tabaco que quedaba en ella. - ¿Qué edad tiene? - preguntó de pronto. - Cincuenta y dos años, - contestó Schmidt. - Mala edad. Ha trabajado como un toro; por otra parte, también es fuerte como un toro. En fin, veremos lo que tiene y lo que puede hacerse. El criado sostuvo una palangana. Cristóbal Schmidt levantó un brazo al maestro y el médico pinchó la vena. Brotó al instante un chorro de sangre roja, caliente, y al propio tiempo salió un suspiro de los labios del enfermo. Händel respiró profundamente y abrió los ojos, unos ojos que indicaban cansancio, extrañeza, insconciencia, sin expresión alguna, y que carecían de su brillo habitual. El médico le vendó el brazo. No quedaba gran cosa más que hacer. Se disponía ya a levantarse cuando se dio cuenta de que los labios del enfermo se movían. Se aproximó al paciente y percibió en un susurro, como un suspiro, lo que Händel decía: - Todo..., todo se acabó para mí... No tengo fuerzas..., no quiero vivir sin fuerzas. El doctor Jenkins se inclinó profundamente sobre él y advirtió que uno de los ojos, el derecho, le miraba fijamente, mientras el otro se movía de un modo normal. Intentó levantarle el brazo derecho, pero cayó inerte. Luego le levantó el izquierdo, que permaneció levantado. Al doctor Jenkins le bastaron aquellos indicios: sabía ya lo que quena saber. Cuando hubo salido de la habitación, Schmidt le siguió hasta la escalera, asustado, demudado. - ¿Qué tiene? - preguntó con ansiedad. - Se trata de una apoplejía. El lado derecho está paralizado. - ¿Se curará? - preguntó Schmidt, desolado. El doctor tomó ceremoniosamente una dosis de rapé. No le gustaba aquella clase de preguntas. - Quizá. Todo es posible, - fue su lacónica respuesta. - ¿Y quedará paralítico? - Probablemente, si no ocurre un milagro. Pero Schmidt, dominado por un amor profundo a su maestro, no dejaba de preguntar: - ¿Y podrá..., podrá al menos volver a trabajar? ¡Él no puede vivir sin hacer algo, sin componer las maravillas que le dicta su inspiración! El doctor se hallaba ya en la escalera. - Eso, jamás, - dijo quedamente. -Quizá podamos conservar al hombre. Al músico lo hemos perdido. El ataque ha afectado el cerebro. Schmidt le miró fijamente, trasluciendo su rostro tal desesperación, que conmovió al médico. - Lo dicho, - repitió: -si no ocurre un milagro... Yo aún no he visto ninguno. Durante cuatro meses, Jorge Federico Händel vivió sin fuerzas, como si la vida le hubiese abandonado. El lado derecho permanecía muerto. No podía andar, ni escribir, ni pulsar con su mano derecha una sola tecla. Tampoco podía hablar. Los labios se movían con dificultad y las palabras salían de su boca embrolladas y confusas. Cuando alguno de sus amigos hacía música para él, su mirada adquiría un poco de vida y el pesado y torpe cuerpo se agitaba como el de un enfermo durante el sueño. Quería seguir el ritmo de la música, pero los sentidos, los músculos, habían dejado de obedecerle. El antiguo gigante se encontraba ahora como aprisionado en invisible tumba. Cuando terminaba la música, cerrábanse sus párpados y volvía a parecer un cadáver. Hasta que por fin al médico, no sabiendo qué hacer ante un caso incurable, se le ocurrió aconsejar que lo llevaran al balneario de Aquisgrán, por si las aguas termales podían proporcionarle alguna mejoría. Pero dentro de aquel rígido cuerpo sin movimiento, de modo parecido al de aquellas aguas misteriosamente calentadas bajo la tierra, latía una fuerza incomprensible: la fuerza de voluntad de Händel; la fuerza primaria de su ser no había quedado afectada por el ataque aniquilador y no estaba dispuesta a dejar que lo inmortal quedara sometido al cuerpo mortal. Aquel grande hombre no se daba por vencido, quería vivir todavía, aún quería crear, y esta voluntad indomable obró el milagro en contra de las leyes de - He vuelto del infierno, - decía con orgullo Jorge Federico Händel, hinchando el amplio pecho y extendiendo sus enormes brazos al médico londinense, que no cesaba de admirar aquel prodigio de - ¡Ha resucitado! - exclamó loco de alegría. -Ahora está comiendo como una fiera. Se ha tragado medio jamón de Yorkshire en un santiamén; le he servido cuatro pintas de cerveza y todavía pide más. Y, en efecto, Händel estaba sentado ante la bien provista mesa, como un Gargantúa, y si había dormido un día y una noche para recuperar de un tirón las tres semanas que pasó en vela, ahora comía y bebía con todo el apetito de su gigantesco cuerpo, como si de una sola vez quisiera resarcirse del esfuerzo concedido a la intensa labor de tantos días. Tan pronto como vio al médico, empezó a reír con una risa que paulatinamente fue haciéndose enorme, estruendosa, hiperbólica, por así decirlo. Schmidt recordó que durante las pasadas semanas ni siquiera había visto una sonrisa en los labios de Händel y si sólo concentración y enojo. Ahora estallaba la reprimida alegría propia de su naturaleza, retumbando como las olas al estrellarse contra las rocas. Jamás había reído Händel de un modo tan elemental como ahora, al ver al doctor acudir en su auxilio precisamente en los momentos en que se sabía curado y sano como nunca y en que el ansia de vivir le embargaba el ánimo como una verdadera embriaguez. Levantó el jarro de cerveza a modo de saludo hacia el recién llegado visitante, severamente vestido de negro. - ¡Lléveme el diablo! - exclamó asombrado el doctor Jenkins. -¿Qué os ha sucedido? ¿Qué especie de elixir habéis bebido? ¡Si estáis derrochando salud! Händel le miró sin dejar de reír, con los ojos brillantes. Luego fue recuperando poco a poco la seriedad. Se levantó lentamente y se acercó al clavicordio. Sonriendo de una manera especial empezó suavísimamente a tocar la melodía del recitativo: «Atended, os contaré un Misterio. » Eran las palabras de El Mesías y habían sido comenzadas a pronunciar medio en broma. Pero apenas había puesto los dedos en el teclado, se sintió arrebatado por la inspiración. Tocando, olvidóse de los demás e incluso de sí mismo. La corriente musical le cautivó de tal manera que quedó como sumergido en su obra. Cantaba e iba tocando la parte de los últimos coros, que había compuesto como en un sueño; en cambio, ahora los oía despierto por primera vez. «¡Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón?», se preguntaba en lo más profundo de su ser, penetrado por el ardor de la vida, e iba elevando cada vez más la voz. Reproducía incluso el coro, las voces de júbilo y exaltación, y así continuó cantando y tocando hasta que llegó al «¡Amén! » La estancia parecía retumbar al conjuro de tanto sonido, tan impetuosamente vertía el maestro todo su vigor musical en aquella parte de la obra. El doctor Jenkins estaba aturdido. Y cuando al fin Händel se levantó, el doctor dijo, perplejo y admirado, lo primero que se le ocurrió: - Jamás oí cosa semejante, amigo mío. ¡Parece que tengáis el demonio en el cuerpo! Ante aquella salida, el semblante del músico se ensombreció. También él estaba asustado de su obra y de la gracia que había sobrevenido como durante un sueño. También él se sentía como avergonzado. Se volvió de espaldas y con voz muy queda, que apenas pudieron oír los presentes, comentó: - Creo más bien que es Dios quien ha estado conmigo. Algunos meses más tarde, dos caballeros bien vestidos llamaron un día a la puerta de la casa de Abbey Street, en Dublín, que era a la sazón el domicilio del ilustre músico, que de Londres se había trasladado allí. Muy respetuosamente le expusieron, antes de formular su petición, que durante algunos meses sus obras habían deleitado los oídos del público en la capital de Irlanda, y que se hablan enterado de que quería estrenar precisamente en Dublín su nuevo oratorio El Mesías. Como el honor de darlo a conocer antes que en Londres representaba una deferencia y se esperaba que la recaudación que se obtendría sería importante, habían acudido a él para rogarle que se aviniese a renunciar a sus pingües ingresos a favor de las instituciones benéficas que ellos representaban. Händel los miró apacible y amablemente. Les respondió que amaba mucho a aquella ciudad que tan acogedora se había mostrado con él y que estaba dispuesto a complacerlos. Dijo esto sonriendo con dulzura, pero quiso saber a qué instituciones iba a ser destinada la recaudación que proporcionaría el concierto. - A socorrer a los presos de las cárceles lejanas, - dijo el primero de los visitantes, hombre de aspecto apacible y pelo cano. - Y a los enfermos del hospital Mercier, - se apresuró a añadir el otro. Y explicaron en seguida que, naturalmente, aquel caritativo destino sólo afectaría a la primera audición, ya que las restantes serían exclusivamente para el maestro. Pero Händel rechazó esta última decisión. - No, - dijo en voz baja, -no quiero percibir dinero por esa obra. Los dos caballeros se miraron algo sorprendidos. No acababan de comprenderle. Pero le dieron las gracias, se inclinaron respetuosamente y se marcharon para pregonar la fausta nueva por la ciudad.
El 7 de abril de 1742 tuvo lugar el último ensayo. Solo se permitió la entrada a algunos familiares de los coristas de las dos catedrales. Por razones de economía, la sala de conciertos estaba poco iluminada. Dispersos, sentados en los bancos, estaban los escasos oyentes, disponiéndose a escuchar la nueva obra del maestro londinense. El local aparecía oscuro y frío. Pero aconteció algo maravilloso tan pronto como los coros, cual cataratas de sonidos, comenzaron a elevar sus voces. Sin darse cuenta ellos mismos, los oyentes desperdigados por los bancos fueron agrupándose, y poco a poco se reunieron todos en un oscuro bloque de admiradores, pues a cada uno de ellos se le antojaba que el ímpetu de aquella música desconocida era excesivo para resistirlo uno solo, como si en su aislamiento pudiera ser barrido y destrozado por ella. Cada vez se apretujaban más los oyentes en un solo cuerpo, como si quisieran escucharla formando también todos un solo corazón, como si una sola comunidad de creyentes se preparara a recibir el mensaje de fe, que, compuesto y expresado de un modo cambiante, les llegaba en recios sonidos emitidos por las pujantes voces. Cada uno de los oyentes carecía de fuerza suficiente para resistir aquel ímpetu, pero se sentía transportado y cautivado por él, y un escalofrío de emoción pasaba de unos a otros como a través de un solo cuerpo. Cuando resonó el «Aleluya» por primera vez, se puso en pie uno de ellos y todos le imitaron, como impulsados por un resorte. Tenían la impresión de que no podían seguir aferrándose a la tierra y, movidos por una poderosa fuerza, se ponían en pie para estar más cerca de Dios con sus voces e implorar su gracia. Al salir del ensayo fueron contando de puerta en puerta que habían oído una creación musical única en el mundo. Y la ciudad entera, con jubilosa expectación, se apresuró a escuchar aquella obra maestra. Seis días más tarde, el 13 de abril por la noche, se aglomeraba la multitud ante las puertas de la sala de conciertos. Las damas iban sin miriñaque y los caballeros sin espada, para que cupiera más gente en el local. Setecientas personas, número jamás alcanzado, se apretujaban en el recinto, tan rápidamente se había extendido la fama de la obra. Al empezar a sonar la música se hizo un silencio expectante. Y cuando luego irrumpieron los coros, con huracanada violencia, los corazones comenzaron a conmoverse. Händel estaba junto al órgano. Quería vigilar y dirigir su obra, pero se desentendió de ella, se perdió en ella. Le era extraña, como si no la hubiese concebido, como si no la hubiese oído nunca, como si no la hubiese creado y dado forma, dejándose llevar de nuevo por la propia inspiración. Y cuando al final se entonó el famoso «Amén», sin darse cuenta se le abrieron los labios y empezó a cantar con el coro. Cantó como jamás cantara en su vida. Y después, apenas el júbilo del auditorio empezó a atronar el espacio con sus clamores de entusiasmo, Händel se deslizó silenciosamente afuera, para no tener que dar gracias a los hombres, que querían a su vez agradecerle su obra, sino a la Divina Graciа, que le había inspirado tan sublime creación. El dique había sido abierto. Durante años y años no disminuyó la fama de aquella obra que, como río impetuoso, corría a través del tiempo. Desde entonces ya nada logró doblegar a Händel; nada pudo abatir al resucitado. La compañía de ópera que él había fundado en Londres se declaró en quiebra, los acreedores le acosaban otra vez, pero él se mantenía firme y sereno. Resistía todas las contrariedades sin preocuparse. Sin dejarse amilanar, continuaba el sexagenario su camino jalonado por los hitos de su obra. Se le presentaban dificultades, pero sabía vencerlas. La edad fue minando sus fuerzas; pero con su incansable espíritu fue prosiguiendo su labor creadora. Incluso llegó a quedarse ciego de repente mientras escribía su Jefte. Pero sin vista, como Beethoven sin oído, siguió componiendo más y más, tenaz e incansablemente. Y cuanto mayores eran sus triunfos en la tierra, más se humillaba ante Dios. Como todo auténtico artista, no se envanecía de sus obras. Pero había una que le era especialmente querida: El Mesías, y justamente por agradecimiento, porque le había salvado de su profundo abatimiento, porque con ella había conseguido la redención. Año tras año se interpretaba en Londres. Y siempre dedicaba la recaudación completa, unas quinientas libras, a la mejora de los hospitales. Era el tributo del hombre sano a los enfermos; del liberado, a los que todavía sufrían prisión. Y precisamente con esta obra con la que había salido del averno quería despedirse. El 6 de abril de 1759, gravemente enfermo, a los setenta y cuatro años de edad, pidió que lo llevaran al estrado del Covent Garden. Y allí se irguió entre sus fieles, gigantesco y ciego, entre sus amigos músicos y cantantes, que no podían resignarse a ver sus ojos apagados para siempre. Pero al acudir a su encuentro las oleadas de sonidos, al expandirse el vibrante júbilo de cientos de voces proclamando la Gran Certеza, se iluminó su fatigado rostro y quedó transfigurado. Agitó los brazos llevando el compás, cantó con tanto fervor como si fuese un sacerdote que estuviera oficiando su propio réquiem y oró con todos por su salvación y la de toda la Humanidаd. Sólo una vez, cuando, a la voz de «Las trompetas sonarán», dejaron éstas oír sus acordes, se estremeció y miró a lo alto con sus ciegos ojos, como si ya estuviese preparado para presentarse al Juicio Final. Sabía que había cumplido bien su misión. Podía comparecer ante Dios con la serenidad del deber cumplido. Sus amigos, muy afectados, lo llevaron a casa. También ellos tenían la impresión de que aquello había sido la despedida. Ya en la cama, sus labios murmuraron suavemente que moriría el Viernes Santo. Los médicos, extrañados, no lograban comprenderle, pues ignoraban que aquel Viernes Santo caía en 13 de abril, o sea el día en que la pesada mano del destino le había abatido y el del estreno de El Mesías. Las fechas coincidían: aquella en que todo había muerto en él y aquella en que resucitó. Y quería morir precisamente el mismo día que había resucitado, para tener la certeza de su resurrección a la vida eterna. Y, en efecto, como lo consiguiera todo con su poderosa voluntad, logró ahora también atraer a la muerte según sus deseos. El 13 de abril, Händel perdió las fuerzas por completo. Ya ni oía. Aquel enorme cuerpo yacía inmóvil en su lecho como desierto habitáculo. Pero así como las vacías caracolas marinas reproducen el rumor del oleaje, su espíritu estaba inundado por una música inaudible, más extraña y grandiosa que cuantas había oído jamás. Lentamente, sus apremiantes acordes fueron liberando el alma del helado cuerpo, para elevarla hacia etéreas regiones, como eterno sonido, a las eternas esferas. Y al día siguiente, antes de que las campanas de Pascua anunciaran la Resurrеcción, sucumbió lo que en Jorge Federico Händel había de mortal.
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