Книга «Побег в бессмертие» (La huida hacia la inmortalidad) на испанском языке |
Новелла «Побег в бессмертие» (La huida hacia la inmortalidad) на испанском языке – читать онлайн, автор – Стефан Цвейг. Книга «Побег в бессмертие» (La huida hacia la inmortalidad) вошла в сборник «Звёздные часы человечества» (Momentos estelares de la Humanidad), как и многие другие новеллы, которые написал Стефан Цвейг. Сборник «Звёздные часы человечества» (Momentos estelares de la Humanidad) состоял из биографических или исторических новелл, интересных и легко читаемых. Позже этот сборник был переведён на многие самые распространённые языки мира, в том числе и на испанский. Новелла «Побег в бессмертие» (La huida hacia la inmortalidad) посвящена открытию европейцами Тихого океана в начале XIV-го века. Все остальные новеллы из сборника «Звёздные часы человечества», а также много других рассказов и повестей разных писателей можно читать онлайн в разделе «Книги на испанском». Для любителей кино Испании и стран Латинской Америки, а также для тех, кто самостоятельно изучает испанский язык по фильмам, создан раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке». Для тех, кто планирует учить испанский не только самостоятельно, но и с преподавателем или носителем языка, есть информация на странице «Испанский по скайпу».
Теперь возвращаемся к чтению книги «Побег в бессмертие» (La huida hacia la inmortalidad) на испанском языке из сборника новелл Стефана Цвейга «Звёздные часы человечества (Momentos estelares de la Humanidad)».
La huida hacia la inmortalidad
El Descubrimiento del Océano Pacífico: 25 De Septiembre De 1513
La Expedición A su regreso del primer viaje a América, por él recién descubierta, Colón ha ido mostrando, en sus triunfales desfiles por las calles de Sevilla y Barcelona, un sinnúmero de extrañas curiosidades: hombres de piel cobriza pertenecientes a una raza hasta entonces desconocida, animales nunca vistos, multicolores y chillones papagayos, torpes tapires, plantas y frutos exóticos, que pronto se aclimataron en Europa, como el maíz, el tabaco y el coco. Todo lo admira asombrada la alegre y vocinglera muchedumbre, pero lo que más atrae la atención de los Reyes y sus consejeros son algunas arquillas y cestos con oro. No es mucho el que trae Colón de la nueva «India»: unos cuantos objetos insignificantes cambiados a los indígenas, algunos puñados de pepitas y agujas, polvo de oro, en fin, más que oro, alcanzando todo el botín para acuñar a lo sumo algunos cientos de ducados. Pero Colón, que siempre cree lo que quiere creer y mantiene el orgullo de su gloriosa expedición a las Indias, asegura, convencido, que todo aquello no es más que una pequeña muestra de los tesoros que encierra aquél país. Tiene noticias, dignas de todo crédito, de la existencia de inmensas minas de oro en las nuevas islas y de que el rico y preciado metal se encuentra en algunos lugares bajo tan ligera capa de tierra, que basta escarbar en ella con una simple piedra para descubrirlo. Cuenta que más al Sur hay imperios donde los reyes beben en áureos vasos, pues el oro tiene allí menos valor que el plomo en España. El monarca, siempre escaso de dinero, escucha absorto las ponderaciones que se le hacen de ese nuevo Ofir, que ya es suyo. No conoce a Colón lo bastante para desconfiar de sus promesas, y en seguida arma una gran flota para una segunda expedición. Esta vez no se necesitan agentes para conseguir la tripulación. La simple noticia del Ofir recién descubierto, donde el oro está al alcance de la mano, trastorna a toda España, y a cientos, a millares, acuden los hombres dispuestos a partir hacia «El Dorado», el país del oro. Pero es turbio el impulso que mueve a las gentes de villas, pueblos y aldeas. No acuden a alistarse a Palos y Cádiz sólo rancios apellidos, ansiosos de dorar su escudo, u osados aventureros y valientes soldados, sino que allí se congrega también la truhanería y la escoria de España: ladrones y maleantes que buscan nuevo campo para sus andanzas en el país del oro; individuos que huyen de sus acreedores; maridos que abandonan a sus insoportables esposas. Todos los desesperados, los fracasados y los perseguidos por la justicia pretenden un puesto en la flota, decididos a enriquecerse al instante. Unos a otros se contagian y creen las fantasías de Colón, según las cuales con sólo escarbar la tierra con una piedra encontrarán el áureo metal. Los emigrantes privilegiados se llevan consigo servidumbre y mulos para transportar rápidamente el rico botín con que sueñan. Y los aventureros que no consiguen ser admitidos en la expedición, buscan otro camino: sin preocuparse de lograr el permiso real, fletan barcos por su cuenta, para ir a acaparar oro y más oro allende el mar. España, pues, se ve libre de pronto de toda la gente de vida poco limpia y de los más peligrosos rufianes. El gobernador de «La Españolа» (más tarde dividida en Santo Domingo y Haití) ve con espanto como irrumpen en la isla a él confiada tales indeseables. Año tras año, las naos traen nuevos cargamentos de individuos cada vez más peligrosos. Pero la decepción alcanza también a los recién llegados, ya que el ambicionado metal no se encuentra allí en medio de la calle ni mucho menos, y tampoco se puede arrebatar ni una pepita más a los infortunados indígenas. Ante el espanto del gobernador y de los pobres indios, aquellas hordas recorren el país en rufianesco haraganeo. En vano intenta el gobernador convertirlos en colonos mediante la concesión de tierras y abundante ganado e incluso de brazos humanos, entregando a cada uno hasta dieciséis o diecisiete nativos en concepto de esclavos. Pero ni los hidalgos de alcurnia ni los maleantes de otrora tienen el menor deseo de dedicarse a la agricultura; no han ido a aquellas tierras para cultivar trigo y guardar ganado, y en lugar de afanarse en siembras y cosechas prefieren desahogar su desilusión castigando a los pobres indios, cuya extinción se presiente próxima. En poco tiempo, la mayor parte de los emigrantes están tan entrampados, que después de haber vendido todos sus bienes han de desprenderse incluso de las prendas de vestir, empeñados hasta el cuello con usureros y comerciantes. Venturosa noticia fue para todas aquellas vidas fracasadas de «La Españolа» la de que un notable de la isla, el jurisconsulto y «bachiller» Martín Fernández de Enciso, se disponía en 1510 а aprestar un barco para acudir con nueva tripulación en ayuda de su colonia establecida allá en el continente. Dos célebres aventureros, Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa, habían obtenido del rey Fernando el privilegio de fundar, cerca del istmo de Panamá y en la costa de Venezuela, una colonia a la que algo prematuramente denominaron Castilla del Oro. Subyugado por el encanto de este nombre y dejándose llevar de engañosas habladurías, el célebre hombre de leyes había invertido toda su fortuna en la empresa; pero de la colonia fundada en San Sebastián, en el golfo de Urabá, no llega oro, sino angustiosas peticiones de auxilio: la mitad de sus hombres han desaparecido luchando con los indígenas y la otra mitad han sido víctimas del hambre. Para salvar el dinero invertido, Enciso arriesga el resto de su fortuna y organiza una expedición de socorro. Apenas se difunde la noticia, todos los desesperados y vagabundos de «La Española» quieren aprovechar la ocasión y marchar con él. Pero si su afán es huir de los acreedores y de la severa vigilancia del gobernador, también los acreedores están sobre aviso, se dan cuenta de que para siempre se van a esfumar los más importantes deudores y presionan al gobernador para que no permita marchar a nadie sin un permiso especial suyo. A lo cual accede la autoridad. Se monta, pues, una estrecha vigilancia y se dispone que el barco de Enciso quede anclado fuera del puerto. Tropas del gobierno patrullan en botes para evitar que suba a bordo ningún polizón. Y con enorme amargura, aquellos desesperados que temen menos a la muerte que al trabajo honrado o a la prisión por deudas, ven como el barco leva anclas, se hace a la vela y marcha hacia la aventura sin llevarlos a ellos.
Un hombre oculto en un cofre El barco de Enciso navega de «La Española» hacia el continente americano. Ya han desaparecido en el horizonte los contornos de la isla. Es una travesía tranquila en la que no se advierte de momento nada especial, a no ser el hecho de que cierto sabueso —hijo del célebre perro Becerrico y que también ha hecho famoso por su parte su nombre de Leoncico— ande inquieto por la cubierta husmeándolo todo. Nadie sabe a quién pertenece ni cómo llegó a bordo. Al fin se detiene y no se separa de una gran caja o cofre de provisiones que fue embarcado el último día. Éste se abre inesperadamente por sí mismo y de él surge dificultosamente, armado de espada, casco y escudo, como Santiago, patrón de España, un hombre de unos treinta y cinco años. Es Vasco Núñez de Balboa, que con tal ardid hace gala de su ingeniosa audacia. Nacido en Jerez de los Caballeros, de noble familia, parte hacia el Nuevo Mundo como simple soldado con Rodrigo de Bastidas, y al fin, tras varios avatares, desembarca en «La Españolа». En vano intenta el gobernador hacer de él un honrado colono; al cabo de pocos meses abandona la tierra que se le ha concedido, y está tan entrampado que no sabe cómo librarse de sus acreedores. Pero mientras los otros tramposos contemplan desesperados desde la costa las evoluciones de los botes del Gobierno para impedirles llegar hasta el barco de Enciso, Núñez de Balboa logra burlar el cordón de vigilancia establecido por Diego Colón y, escondiéndose en un vacío cofre de provisiones, se hace llevar a bordo, donde entre la confusión de la partida nadie advierte la añagaza. Cuando supone que el buque se encuentra ya bastante lejos de la costa para retroceder por causa suya, se presenta el invisible polizón. Y allí está. El bachiller Enciso es hombre de leyes y, como les suele ocurrir a los juristas, poco dado a lo novelesco. En su calidad de alcalde y jefe de policía de la nueva colonia, no está dispuesto a tolerar en ella la presencia de estafadores y demás vidas poco claras. De modo que declara terminantemente a Núñez de Balboa que no piensa llevarlo consigo, sino que lo abandonará en la primera isla que encuentren en su camino, esté habitada o no. Pero nada de esto sucedió. Mientras el barco navega hacia Castilla del Oro, encuentran en su ruta (cosa rara en aquel tiempo, en que sólo surcaban aquellos mares, hasta entonces ignotos, unos pocos bajeles) una lancha abarrotada de hombres, al mando de uno que pronto sería famoso en todo el mundo: Francisco Pizarro. Los ocupantes del bote vienen de San Sebastián, la colonia de Enciso. En el primer momento se les toma por amotinados que han abandonado sus puestos, pero con espanto escucha después Enciso que ya no existe tal colonia de San Sebastián; ellos son los únicos supervivientes; el comandante Ojeda había huido en un barco; los restantes colonos, que sólo disponían de dos bergantines, tuvieron que esperar a que la muerte fuera reduciendo su número hasta sesenta personas, que eran las que cabían en aquellas frágiles embarcaciones. Y como si fuera poco, uno de los dos bergantines se había hundido con toda su tripulación. Los treinta y cuatro hombres que van con Pizarro son los únicos supervivientes de Castilla del Oro. ¿Adónde dirigirse ahora? Las gentes de Enciso no tienen, tras oír los relatos de Pizarro, ningún deseo de exponerse al terrible clima pantanoso de la colonia abandonada o a las flechas envenenadas de los indígenas. No ven otra posibilidad sino volver a «La Españolа». Y en tan crucial momento aparece Vasco Núñez de Balboa, quien les habla de su primer viaje con Rodrigo de Bastidas y explica que conoce toda la costa de Centroamérica, e incluso recuerda que entonces dieron con un lugar llamado Darien, situado a la orilla de un río rico en oro y habitado por pacíficos indígenas; allí, pues, es donde debe fundarse la nueva colonia. Al punto, toda la tripulación declárase favorable al proyecto de Núñez de Balboa y, de acuerdo con esa proposición, se dirigen hacia Darien, en el istmo de Panamá. Llegan al esperado lugar, se produce la acostumbrada lucha y, como entre el botín logrado se halla el precioso metal, aquellos desesperados deciden fundar allí una ciudad, acordando llamar a la nueva colonia, en prueba de piadoso agradecimiento, Santa María de la Antiguа de Darien.
Ascenso peligroso Pronto se habría de arrepentir el infortunado financiador de la colonia, el bachiller Enciso, de no haber lanzado al agua el cofre con Núñez de Balboa dentro, pues al cabo de pocas semanas aquel osado ya se había hecho poderoso. Enciso, hombre de leyes y con las ideas de disciplina y orden muy arraigadas, intenta, como alcalde mayor o gobernador de la colonia, regirla para el mejor servicio de la monarquía española. Pese a proclamar sus edictos alojado en una cabaña india, lo hace con la misma solemnidad y rigor que si se hallara sentado en su bufete de Sevilla. Prohíbe a los soldados el tráfico de oro con los indígenas, porque éste es un derecho que le está reservado a la Coronа. Procura someter a la ley y al orden a aquella gente indisciplinada, sin darse cuenta de que ésta se siente atraída por instinto al aventurero, al hombre de espada, para rebelarse contra el hombre de pluma. Balboa se alza al punto como verdadero dueño de la colonia, y Enciso tiene que huir para salvar su vida; incluso el propio Nicuesa, enviado luego por el Rey como gobernador para establecer el orden, se ve imposibilitado de desembarcar y, expulsado de la tierra que el Rey le había asignado, se ahoga durante el viaje de regreso. Ya es dueño y señor de la colonia el «hombre del arcón»: Núñez de Balboa. Pero, a despecho de su éxito, no se aprovecha con tacto de aquel triunfo inicial. Y es que se ha declarado en abierta rebeldía contra el Rey y no puede esperar perdón, ya que por su causa ha encontrado la muerte el gobernador nombrado de real orden. Sabe, por otra parte, que Enciso está camino de España para formular querella contra él y que, más tarde o más temprano, habrá de verse sometido a un juicio por su rebelión. Pero piensa: España está lejos, y mientras un navío llegue a cruzar dos veces el océano, él tendrá tiempo sobrado para lo que conviene a sus fines. Arteramente busca la única forma de mantener por el mayor tiempo posible el poder usurpado. Sabe que el éxito justifica en aquellos días cualquier acto y que una importante aportación de oro al Real Tesoro puede demorar o contrarrestar la acción de la justicia. En consecuencia, ante todo debe procurarse oro. ¡Oro es poder! De acuerdo con Francisco Pizarro, somete y despoja a los indígenas vecinos. En una de aquellas cruentas acciones alcanza un éxito decisivo. Uno de los caciques indios, llamado Careta, que había sido atacado en contra de las más elementales normas de hospitalidad, aconseja a Balboa, estando ya condenado a muerte, que puede convenirle más, en lugar de buscar la enemistad de los indios, llegar a una alianza con ellos, y como prenda de adhesión ofrece una hija suya al español. Núñez de Balboa reconoce al punto lo que puede significar disponer de un amigo poderoso y leal entre los indígenas; acepta la proposición de Careta y, lo que es más sorprendente, guardará fidelidad hasta la muerte a esa joven india. Aliado con el cacique Careta, somete a todos los indios de los alrededores y adquiere tal prestigio entre ellos, que un día Comagre, uno de sus más poderosos cabecillas, le invita obsequiosamente a que le visite. La entrevista con el poderoso cacique da un sesgo trascendental a la vida de Vasco Núñez de Balboa, que hasta aquel momento no ha sido más que un desesperado, un temerario rebelde contra el Rey y destinado a acabar en prisión o bajo el hacha de la justicia castellana. El cacique Comagre recibe a Vasco Núñez, con gran asombro de éste, en una espaciosa mansión de piedra y le regala voluntariamente cuatro mil onzas de oro. Entonces le llega al cacique el turno de admirarse. Tan pronto como los «hijos del cielo», los poderosos extranjeros recibidos con tanta reverencia, han visto el oro, desaparece de ellos toda dignidad. Como perros sueltos se precipitan unos contra otros; salen a relucir las espadas; se crispan los puños; se empujan unos a otros; se produce un confuso griterío al pretender alcanzar a la vez su parte del precioso metal. Maravillado y despectivo, Comagre contempla la algarada. Es el asombro de todos los cándidos hijos de la Naturalezа en cualquier rincón del mundo al enfrentarse con los hijos de la cultura, cuando les ven estimar más un puñado de amarillo metal que todas las conquistas espirituales y técnicas de su civilización. El cacique dirige al fin la palabra a los alborotados huéspedes, que, con rabioso asombro, oyen de labios del intérprete lo que sigue: - ¡Cuánto me admira que expongáis vuestras vidas a toda suerte de riesgos por un metal tan común! Por allí, tras esas altas montañas, se encuentra un mar inmenso, al que van a parar numerosos ríos que arrastran oro en sus aguas. Esas tierras están pobladas por gentes que navegan en barcos con velas y remos como los vuestros, y sus reyes comen y beben en recipientes de oro. Podéis encontrar allí tanto oro como deseéis. El camino es peligroso, porque seguramente los caciques de aquellas tribus os cerrarán el paso, pero llegaréis en pocas jornadas. Vasco Núñez de Balboa está arrobado ante lo que oye: por fin ha encontrado el camino que conduce al legendario país del oro, con el que durante años enteros ha soñado. Los que le han precedido en sus andanzas han creído vislumbrarlo por todas partes, por el Norte y por el Sur, y he aquí que, si el cacique no miente, lo tiene a sólo unos pocos días de marcha. Además, se ha revelado ya la existencia de aquel otro océano que en vano buscaron Colón, Cabot, Corterreal, los más grandes y célebres navegantes; esto supone poder dar la vuelta al mundo, y el primero que contemple ese mar y tome posesión de él en nombre de su patria verá su nombre ensalzado eternamente por la fama. Ya sabe Balboa lo que debe hacer para comprar la redención de sus culpas y lograr al propio tiempo honor inmarcesible: será el primero en atravesar el istmo hacia el mar del Sur, camino de las Indias, y conquistará el nuevo Ofir para la Coronа española. Su destino quedó sellado en aquel momento pasado en casa del cacique indio. Desde aquella hora, la vida de aquel osado aventurero adquirirá una significación más elevada y trascendental.
La huida hacia la inmortalidad No hay mayor felicidad en el destino de un hombre que hallarse en la plenitud de la vida, en los años creadores, y descubrir la propia misión. Núñez de Balboa tiene conciencia de lo que está en juego: una muerte vergonzosa en el cadalso o la inmortalidad. Y ve claramente lo que debe hacer en tan crucial momento: ante todo, reconciliarse con la Coronа; luego, legitimar y legalizar la peor de sus hazañas: la usurpación del poder real. Atento a ello, el antiguo rebelde, convertido en el más celoso de los súbditos, envía a Pasamonte, tesorero real en «La Españolа», no solamente la quinta parte del oro regalado por Comagre, que legalmente corresponde a la Coronа, sino también, más ducho en navegar por el mundo que el rígido leguleyo que era Enciso, envía, con el quinto real, un obsequio particular para el tesorero, con el ruego de que le confirme en el cargo que, hasta entonces detentaba de capitán general de la colonia. No tiene atribuciones para tanto el tesorero, pero gracias al poder del áureo metal, Pasamonte envía a Balboa un documento provisional, en realidad carente de valor. Vasco Núñez de Balboa, deseoso de afianzarse por todos lados, manda al mismo tiempo a España a dos hombres de su confianza, para que cuenten en la Cortе los servicios que ha prestado a
Momento imperecedero Inician la travesía del istmo de Panamá por la provincia de Coyba, el pequeño reino del cacique Careta, cuya hija convive con Balboa. El lugar escogido no es precisamente la parte más estrecha del istmo, y ello ha prolongado algunos días el peligroso paso. Es muy importante para tamaña empresa contar, tanto a la ida como al regreso, con la amistad de una tribu india; de aquí que, una vez decidido, en diez pequeñas canoas traslada a su gente de Darien a Coyba. Componen la expedición ciento noventa soldados, armados de lanzas, espadas, arcabuces y ballestas, llevando consigo una jauría de los tan temidos sabuesos; el cacique aliado aporta sus indios en calidad de guías y acarreadores. Y el día 6 de septiembre da comienzo aquella marcha gloriosa a través del istmo, que únicamente habían de ser capaces de soportar aquellos aventureros de indomable voluntad, avezados a toda suerte de durísimas pruebas. Bajo el calor sofocante de esta zona ecuatorial se ve a los españoles atravesando parajes en cuyo suelo pantanoso y lleno de miasmas encontrarían la muerte siglos más tarde miles de hombres. Desde el primer momento se han de abrir paso con hachas y cuchillos por entre la impenetrable y venenosa selva de lianas. Cual si avanzaran por un enorme y verde túnel de herbazales, los primeros abren camino a los que los siguen entre la espesura; hombre tras hombre, en interminable hilera, siempre arma al brazo, día y noche alerta para defenderse de cualquier inopinada agresión de los nativos, avanza el ejército de los conquistadores. El calor resulta sofocante en la húmeda penumbra de la gigantesca arboleda, sobre cuyas enmarañadas copas abrasa implacablemente el sol. Cubiertos de sudor y con los labios agrietados por la sed, la voluntariosa tropa va progresando kilómetro a kilómetro sin desprenderse de su pesado armamento. De pronto se desencadenan huracanados aguaceros que en un santiamén convierten los pequeños arroyos en tumultuosos ríos, que es preciso vadear o cruzar sobre tambaleantes puentes improvisados apuradamente por los indios con lianas y cortezas de árbol. No disponen los españoles ni de un mal puñado de maíz que llevarse a la boca. Las noches en vela, hambrientos, torturados por la sed, bajo enjambres de insectos que les aguijonean y chupan la sangre, con las ropas hechas jirones y los pies llagados, los ojos febriles y las mejillas hinchadas por las picaduras de los zumbantes mosquitos, avanzan trabajosamente, sin parar durante el día ni poder conciliar el sueño por la noche, completamente exhaustos. Al cabo de una semana de marcha, gran parte de los expedicionarios no pueden resistir ya a los parásitos, y Núñez de Balboa, sabiendo que no se han enfrentado aún con los verdaderos peligros, ordena que se queden los enfermos de fiebre y los que se sientan agotados: quiere intentar la aventura decisiva sólo con sus seguidores más vigorosos. Al fin empieza a elevarse el terreno. La selva se aclara, mostrándose únicamente la feracidad tropical en los terrenos pantanosos. Pero entonces pierden la protección de la sombra y el deslumbrante sol ecuatorial cae con sus rayos abrasadores sobre el bruñido acero de sus armaduras. Lentamente y en cortas jornadas logran los expedicionarios ir ascendiendo por las laderas de la cordillera, que se alza semejante a un monolito entre los dos mares. Paulatinamente, el horizonte se amplía tras ellos y el aire refresca por la noche. Tras dieciocho días de esfuerzos heroicos, parecen haberse superado las etapas más duras. Ante ellos tienen ya la cresta de la montaña, desde cuya cima, según aseguran los guías indios, se pueden divisar ambos océanos: el Atlántico, conocido y familiar, y el mar desconocido, el Pacífico. Pero justamente donde creen haber dejado atrás al mayor enemigo,
Oro y perlas Ya tienen la certidumbre: han visto el mar. Pero ahora hay que bajar hasta su costa, bañarse en sus aguas, gustar y percibir su salobre sabor y arrancar algún botín a sus orillas. El descenso dura dos días. Para conocer el camino más rápido de la montaña al mar, Núñez de Balboa divide a sus hombres en varios grupos. El tercero de ellos, a las órdenes de Alonso Martín, es el primero en alcanzar la costa, y tan sensibles son a la vanidad de la gloria aquellos simples soldados y aventureros, tan sedientos están de inmortalidad, que incluso este desconocido Alonso Martín hace levantar acta al escribano para dejar constancia de que fue el primero que hundió su pie y su mano en aquellas aguas hasta entonces sin nombre. Así que se ha apuntado este poco de inmortalidad, hace llegar a Balboa la noticia de que ha alcanzado el mar y tocado las aguas con su propia mano. Balboa se arma al punto para representar su papel con la correspondiente grandeza. El calendario señala para el día siguiente la festividad de San Miguel. En la mañana de este día aparece en la playa, acompañado de un grupo de sólo veintidós de sus hombres, armado y revestido como el propio San Miguel, para tomar por sí mismo posesión del nuevo mar mediante una solemne ceremonia. No quiere penetrar inmediatamente en sus aguas, sino que decide esperarlas con arrogancia de dueño y señor, descansando tranquilamente bajo un árbol hasta que la creciente marea las hace llegar hasta él y le lamen los pies, cual humilde y sumiso perro. Se levanta entonces, se echa al hombro el escudo, que brilla al sol como un espejo, y, con la espada en una mano y llevando en la otra la bandera de Castilla con la imagen de la Madrе de Dios, se interna en el mar. Cuando el agua le llega a la cintura, el poco ha rebelde y desesperado Núñez de Balboa, ahora altivo triunfador y fidelísimo servidor de su rey, agita el estandarte real y con gesto triunfal y potente voz grita: «Vivan los altos y poderosos monarcas Fernando y Juana de Castilla, León y Aragón, en cuyo nombre y en pro de la Real Coronа de Castilla yo tomo verdadera, corporal y perpetua posesión de todos estos mares, tierras, costas, golfos e islas; y juro que si cualquier príncipe u otro capitán, cristiano o gentil, de cualquier secta o condición, quisiera reivindicar sus derechos sobre estos países y mares, yo los defenderé en nombre de los reyes de Castilla, de cuya propiedad son, ahora y para todos los tiempos, mientras perdure el mundo y hasta el día del Juicio Final.» Los españoles allí presentes repiten el juramento, y sus palabras dominan por unos instantes el fuerte ruido del oleaje. Todos mojan en el mar sus labios, y el escribano Andrés de Valderrábano levanta también acta de la toma de posesión, cerrando el documento con estas palabras: «Estos veintidós hombres, al par que el abajo firmante Andrés de Valderrábano, fueron los primeros cristianos que pusieron su planta en el mar del Sur; todos tocaron el agua con sus propias manos y la probaron con sus labios, para cerciorarse de si efectivamente era salada como la del otro mar. Y al comprobar que así era, dieron gracias a Dios.» La gran hazaña ha sido consumada. Ahora es cosa de sacar temporal provecho de la heroica gesta. Como botín o a cambio de otras cosas consiguen los españoles algo de oro de los indígenas. Pero aún les aguarda una nueva sorpresa en medio de su triunfo. Y es la de que lo indios les van trayendo a manos llenas preciosas perlas que se dan en las próximas islas en copiosa profusión, y entre las cuales figura una, llamada «La Peregrinа», que luego fue cantada por Cervantes y Lope de Vega, por constituir el más bello ornato de la corona real de España e Inglaterra. Los españoles llenan saquitos y bolsillos con aquellas preciosidades, que allí apenas tienen más valor que las conchas o la arena, y cuando, ávidos de encontrar lo que para ellos es lo más importante del mundo, preguntan por el oro, uno de los caciques les señala al Sur, donde la línea de montañas se pierde en el horizonte. «Allí —les explica— hay un país con tesoros imponderables; sus señores comen en recipientes de oro y en sus tierras pastan grandes cuadrúpedos (el cacique se refería a las llamas) que llevan las más preciosas cargas a las cámaras de los reyes. » Y les da el nombre de aquel país que se halla al sur del mar, detrás de las montañas. Es una palabra extraña y melodiosa, algo así como «Birú». Vasco Núñez de Balboa fija la vista en la lejanía siguiendo la dirección que indica la extendida mano del cacique, allá donde las montañas se esfuminan en el cielo. La dulce y tentadora palabra «Birú» se le ha grabado en el alma; su corazón late aceleradamente... Por segunda vez en su vida recibe noticias que le traen inesperado aliento. El primer relato, el de Comagre, al hablarle del próximo y desconocido mar, se había hecho realidad. Gracias a él ha encontrado la playa de las perlas y el mar del Sur; tal vez ahora logrará también este segundo objetivo, o sea el descubrimiento y la conquista del Imperio inca, la tierra del oro...
Pero rara vez otorgan los dioses... Vasco Núñez de Balboa permanece con la anhelante mirada puesta en el horizonte. Como una campanita de oro continúa tintineando en su cerebro la palabra «Birú», Perú. Pero, ¡ay!, esta vez no podrá hacer realidad aquellos anhelos; con apenas tres docenas de hombres extenuados no es posible conquistar un imperio. Se impone una renuncia dolorosa. Volverá sobre sus pasos hasta Darien, para emprender el nuevo camino descubierto hacia el buscado Ofir con fuerzas de refresco. El regreso no es menos penoso... Los españoles han de luchar con las dificultades de la selva y sufrir los ataques de los nativos; y ya no es una tropa aguerrida la que tiene que enfrentarse con estos obstáculos, sino un puñado de hombres enfermos de fiebre que, agotados, avanzan tambaleantes. El mismo Balboa se siente próximo a morir y tiene que ser llevado en una hamaca por los indios como un fardo más. Tras cuatro meses de indecibles angustias, el 19 de febrero de 1514 llegan de nuevo a Darien. Pero se ha llevado a término una de las más grandes gestas de la Historiа. Balboa ha cumplido su palabra. Todo aquel que se atrevió a ser su compañero de aventura hacia lo desconocido, vuelve lleno de riquezas; los expedicionarios vienen cargados de tesoros traídos de la inasequible costa del mar del Sur. Cada cual tiene su parte, una vez reservado el quinto para la Coronа. Y a nadie extraña que el triunfador recompense con quinientos pesos de oro a su perro Leoncico, que tiene parte como un guerrero más, pues bien había demostrado su fiereza en las escaramuzas con los nativos. No hay en la colonia quien discuta ya, tras de su proeza, la autoridad de Balboa como gobernador. El otrora rebelde y aventurero es festejado como un dios y puede enviar orgulloso a España la nueva de que, desde Colón, nadie había ofrecido tamaña empresa a la Coronа de Castilla. En súbita ascensión, ha rasgado las nubes que hasta entonces habían impedido que su vida se viera iluminada por el sol de la gloria, y ha llegado al cenit. Pero el descubridor apenas puede disfrutar de su felicidad. En un caluroso día de junio, la población de Darien se apretuja, maravillada, en la orilla. Ya es un milagro la aparición en aquel rincón del mundo del velero que divisan en el horizonte; pero es que aparece otro, y luego un tercero, y otros más..., diez..., quince..., veinte..., toda una flota anda en el muelle. Pronto se tiene la explicación. El mensaje de Núñez de Balboa, pero no el del triunfo, que todavía no había llegado a la partida de esta flota, sino aquel en que daba el primer informe de Comagre sobre el próximo mar del Sur y el País del Oro, y en el cual solicitaba un ejército de mil hombres para conquistar aquellas tierras, era el origen de todo. La Coronа española no había dudado en armar tan poderosa escuadra para tan importante expedición, pero ni en Sevilla ni en Barcelona han pensado nunca en ponerla en manos de un aventurero tan mal conceptuado como el rebelde Vasco Núñez de Balboa; envían para ello a todo un gobernador: un hombre rico, noble, de reconocidas prendas, de sesenta años de edad: Pedro Arias Dávila, conocido generalmente por Pedrarias. Su misión es imponer el orden en la colonia, hacer justicia por todos los delitos hasta entonces cometidos, encontrar el mar del Sur y conquistar la prometida tierra del oro. Mas a su llegada se encuentra en una difícil situación. Por un lado tiene que pedir responsabilidades al levantisco Balboa por su rebeldía contra el antiguo gobernador y que se justifique o, demostrada su culpabilidad, encadenarlo; pero de otra parte lleva la misión de descubrir el mar del Sur, y he aquí que este mismo Núñez de Balboa, reclamado por la justicia, ha llevado ya a término por su propia cuenta la gran hazaña, ha proporcionado a la Coronа española el mayor servicio desde el descubrimiento de América y ha celebrado su triunfo. A tal hombre no se le puede, pues, ejecutar como a un vulgar malhechor, antes bien merece un atento saludo y una sincera felicitación... Desde aquel punto y hora, Vasco Núñez de Balboa está perdido. Pedrarias jamás perdonará a su rival que se le haya adelantado en la misión a él encomendada y que sin duda le habría asegurado la gloria a través de los tiempos. Claro que, para no agriar de pronto la alegría de los colonizadores, ha de ocultar su odio al héroe. No le encausa de momento e incluso establece arras de paz con Balboa, prometiéndole en matrimonio a su propia hija, que quedó en España, pero el odio envidioso de Pedrarias no se suaviza. De España, adonde llegó la noticia de la gesta de Balboa, viene una cédula real nombrando adelantado a éste y encargando a Pedrarias que consultara con Balboa toda resolución de importancia. La rivalidad está en pie: es pequeño aquel reducido mundo para dos gobernadores. Uno y otro habrán de sucumbir. Vasco Núñez de Balboa se da cuenta de que sobre él pende una espada, puesta en manos de Pedrarias, pues suyos son el poder militar y la justicia. En vista de ello, intenta por segunda vez, ya que tan bien le salió la primera, una nueva huida a la inmortalidad, y solicita de Pedrarias permiso para organizar una expedición que le dé ocasión de explorar la costa del mar del Sur y conquistar nuevas tierras. La oculta intención del antiguo rebelde es, sin embargo, establecerse, lejos de ningún control, en la otra orilla del mar, construirse una flota propia, erigirse en dueño de una provincia y, si fuese posible, conquistar el legendario «Birú», el Ofir del nuevo mundo. Y Pedrarias, astutamente, da su consentimiento, mientras piensa: «Si Balboa sucumbe, tanto mejor; si triunfa, siempre habrá ocasión de acabar con ese ambicioso.» Y así comienza Núñez de Balboa su nueva huida hacia la inmortalidad... La empresa que ahora emprende es quizá más grandiosa que la ya alcanzada, aunque la Historiа, que muchas veces sólo honra los éxitos, no le haya otorgado por ella tanta gloria. En esta ocasión no atraviesa Balboa el istmo sólo con su gente, sino que, utilizando millares de brazos indígenas, envía a través de la cordillera maderas, elementos de construcción, velas, áncoras y cordajes para cuatro bergantines. Piensa que, si dispone de una flota, podrá sojuzgar las costas y conquistar las islas de las perlas y el Perú, el legendario «Birú». Pero el destino se muestra hosco esta vez con el hombre temerario, poniéndole incesantemente ante mayores obstáculos. En su marcha por la caliginosa selva, los gusanos han carcomido la madera, que no resiste a la humedad, se pudre y queda inservible. Balboa no se arredra ante esto; manda talar nuevos troncos en el golfo de Panamá y preparar maderos frescos. Su energía realiza verdaderas maravillas; todo parece haber salido bien; ya están construidos los bergantines, los primeros bergantines del océano Pacífico. Pero se desencadena en los ríos donde están refugiados una inundación de gigantescas proporciones, y los barcos, ya a punto, son arrastrados hacia el mar y estrellados en sus arrecifes. Hay que empezar por tercera vez... Consiguen construir dos nuevos bergantines; sólo dos o tres días más, y Balboa podrá al fin conquistar aquel país con el que ha soñado día y noche desde que la extendida mano del cacique señalara hacia el Sur dejando oír por vez primera la tentadora palabra: «Birú». Que puedan llegar unos cuantos valientes oficiales, capaces de capitanear una más reforzada dotación, y podrá fundar su imperio. Sólo unos meses más, tan sólo un leve viento de favor para su nueva temeridad, y en la historia del mundo no será celebrada la memoria de Pizarro, sino la de Núñez de Balboa, como el vencedor de los incas. Pero el destino jamás se muestra demasiado magnánimo con sus favoritos. Rara vez les es dado a los mortales coronar más de una hazaña inmortal.
El ocaso Con férrea energía ha preparado Núñez de Balboa su empresa, pero justamente su atrevido albur le aboca a un fatal desenlace. La atenta y suspicaz mirada de Pedrarias observa con inquietud las intenciones de su subordinado. Quizá le han llegado delatoras noticias de la egoísta ambición de Balboa, o acaso es simple y envidioso temor de un nuevo triunfo del antiguo rebelde; lo cierto es que envía una afectuosa carta a Balboa rogándole que tenga a bien acudir a una entrevista en Ada, ciudad próxima a Darien, antes de emprender sus conquistas. Balboa, confiado en recibir más ayuda en hombres por parte de Pedrarias, adepta la invitación y regresa al punto. Ante las puertas de la ciudad le sale al paso un pequeño grupo de soldados, al parecer dispuestos a darle la bienvenida. Amigablemente se aproxima a ellos, para abrazar a su jefe, Francisco Pizarro, tantos años su compañero de armas y acompañante suyo en el descubrimiento del mar del Sur... Pero Pizarro le pone pesadamente la mano sobre el hombro y le declara preso. (También Pizarro gusta de la inmortalidad, también le placería conquistar el país del oro, y sin duda no debe desagradarle encontrarse el camino desembarazado de un jefe demasiado arrojado y audaz.) El gobernador Pedrarias incoa el proceso por supuesta rebelión actual, proceso que se amaña injustamente y con celeridad mayor se termina. Días más tarde sube al patíbulo Núñez de Balboa, con los más fieles de sus compañeros; brilla en alto la espada del verdugo y en un segundo se extingue para siempre, al caer rodando, la luz de unos ojos que fueron los primeros de todo el mundo civilizado que tuvieron el privilegio de poder contemplar simultáneamente los dos mayores océanos que bañan nuestro planeta.
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