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Книга «Жареные зелёные помидоры в кафе «Полустанок» (Tomates verdes fritos en el Café de Whistle Stop) на испанском языке онлайн

Роман «Жареные зелёные помидоры в кафе «Полустанок» (Tomates verdes fritos en el Café de Whistle Stop) на испанском языке - читать онлайн, автор – Фэнни Флэгг. Автор этой книги, американская писательница, актриса и сценаристка Фэнни Флэгг, написала свою самую известную книгу в 1987 году, немного позже года написала сценарий к фильму с более коротким названием - «Жареные зелёные помидоры». Фильм вышел в 1991-м году (Фэнни Флэгг также сыглала в нём небольшую роль), и был весьма успешным с коммерческой точки зрения. Книга «Жареные зелёные помидоры в кафе «Полустанок» была переведена на некоторые языки мира, в том числе и на испанский.

Другие книги самых различных жанров и направлений от известных писателей всего мира можно читать онлайн или скачать бесплатно в разделе «Книги на испанском». Для тех, кто любит слушать книги, есть раздел «Аудиокниги на испанском языке» - в нём есть аудиокниги с текстом для начинающих и аудиосказки для детей. И ещё для маленьких читателей есть один интересный раздел – «Сказки для детей на испанском языке».

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Теперь переходим к чтению книги «Жареные зелёные помидоры в кафе «Полустанок» (Tomates verdes fritos en el Café de Whistle Stop) на испанском языке. На этой странице выложена часть романа, ссылка на продолжение будет в конце страницы.

 

Tomates verdes fritos en el Café de Whistle Stop

 

EL SEMANARIO DE DOT WEEMS

 

SEMANARIO DE WHISTLE STOP (ALABAMA)

12 DE JUNIO DE 1929

 

Un nuevo café

El café Whistle Stop abrió la semana pasada, justo al lado de casa, junto a Correos, y las propietarias Idgie Threadgoode y Ruth Jamison dicen que les va muy bien. Idgie dice que como la gente sabe que a ella no le importa envenenarse, no cocina.

Todo se lo guisan dos morenitas, Sipsey y Onzell; sólo la barbacoa está a cargo de Big George, que es el marido de Onzell.

Por si acaso hay alguien que aún no haya ido, dice Idgie que el desayuno se sirve desde las 5.30 a las 7.30 y que tiene huevos, tortas, bizcocho, beicon, salchichas, jamón, salsa picante y café por 25 centavos.

Para almorzar y para cenar tiene pollo frito, chuletas de cerdo con salsa picante, pescado, empanadillas, parrillada de carne, guarnición de verduras a elegir, pan, bizcocho, bebida y postre por 35 centavos.

Dice Idgie que las verduras que entran como guarnición son: maíz a la crema, tomates verdes fritos, bolondrón frito, grelos, guisantes, ñame glaseado, limas o habitas tiernas.

Y de postre pastel.

Mi media naranja y yo cenamos allí la otra noche, tan bien que dice él que se está planteando no volver a cenar en casa. Ja, ja. Ojalá. Me paso el día cocinando para ese grandullón y nunca tiene bastante.

Por cierto: dice Idgie que una de sus gallinas ha puesto un huevo con un billete de diez dólares dentro.

DOT WEEMS

 

RESIDENCIA ROSE TERRACE

ANTIGUA AUTOPISTA MONTGOMERY, BIRMINGHAM (ALABAMA)

15 DE DICIEMBRE DE 1985

Evelyn Couch había llegado a la Residencia Rose Terrace con su marido Ed, que iba a visitar a su madre Big Momma, a la que habían ingresado hacía poco y a regañadientes. Evelyn acababa de darles esquinazo a ambos y había ido al salón de las visitas de la parte trasera para poder chupar su piruleta en paz. Pero, nada más sentarse, la anciana que estaba sentada a su lado empezó a hablar…

«Si me preguntan el día que se casó Fulano… con quién se casó… o qué llevaba la madre de la novia, el noventa por ciento de las veces lo sé; pero, por más que lo intente, no sabría decir cuándo me hice tan vieja. Fue algo que se me echó encima. La primera vez que me di cuenta de ello fue el pasado junio, cuando estuve en el hospital por lo de mi vesícula, que se me la han quedado, o puede que ya la hayan tirado… cualquiera sabe. Aquel percherón de enfermera acababa de darme otra de esas lavativas de insecticida, a la que tan aficionados son allí, cuando me percaté de lo que me habían puesto en el brazo. Era una banda blanca que decía: “Mrs. Virginia Threadgoode… anciana de ochenta y seis años”. ¡Madre mía!

»Al volver a casa le dije a mi amiga Otis que me temía que lo único que nos quedaba era esperar sentadas y prepararnos para palmar… Pero ella me replicó que prefería la expresión: pasar a mejor vida. Pobrecita, no tuve valor para decirle que, lo llamemos como lo llamemos, palmaremos…

»Lo curioso es que, en la infancia, parece como si el tiempo no transcurriese, pero, en cuanto se cumplen los veinte, el tiempo empieza a correr como si una fuese montada en una locomotora. Me temo que la vida se nos escurre a todos entre las manos. O por lo menos a mí. Pasé de niña a mujer sin darme cuenta, con pechos y vello púbico (no público) de un día para otro. Ni me enteré. Además, nunca fui muy espabilada en el colegio, ni en nada…

»Mrs. Otis y yo somos de Whistle Stop, una pequeña ciudad que está a unos quince kilómetros de aquí, por donde quedan las cocheras del ferrocarril… Ha sido mi vecina de enfrente durante los últimos treinta años poco más o menos y, tras la muerte de su esposo, a su hijo y a su nuera les dio por mandarla a la residencia, y me pidieron que fuese con ella. Yo les dije que me quedaría con ella una temporada, y aunque ella aún no lo sabe, el caso es que me vuelvo a casa en cuanto se adapte a esto.

»La verdad es que aquí no se está tan mal. El otro día nos dieron a todos unos chalequitos navideños. El mío llevaba unas brillantes bolas rojas y el de Mrs. Otis llevaba estampada la cara de Santa Claus. Lo que me fastidió es tener que dejar a mi gatita.

»Aquí no te dejan tenerla, y la echo de menos. Siempre he tenido uno o dos gatitos. Se la di a la jovencita que vive al lado, que últimamente se ocupaba de regar mis geranios. Porque es que tengo cuatro jardineras en el porche, todas con geranios.

»Mi amiga Mrs. Otis tiene sólo setenta y ocho y es un encanto, aunque es bastante nerviosa. Tenía las piedras de mi vesícula en un tarro transparente junto a mi cama, pero me las hizo esconder porque dice que la deprimen.

Mrs. Otis es poquita cosa, en cambio yo, ya puede ver que soy una mujerona: fuerte complexión y grandes huesos.

»Pero nunca he conducido… He andado casi toda mi vida colgada. Siempre cerca de casa. Siempre teniendo que aguardar a que alguien viniese para llevarme a comprar o al médico o a la iglesia. Años atrás se podía coger un trolebús hasta Birmingham, pero dejó de funcionar hace tiempo. La única modificación que introduciría en mi vida si pudiese volver atrás es sacarme el carné de conducir.

»Es curioso las cosas que una echa de menos cuando está lejos de casa. Yo, por ejemplo, echo de menos el olor a café… y al beicon mientras se fríe por las mañanas. Aquí no hay quien huela nada de lo que cocinan, ni te dan nada frito. Todo te lo dan hervido, ¡y sin una pizca de sal! Lo que es yo, los hervidos ni verlos; ¿y tú?».

La anciana no aguardó la respuesta. «… Me encantaban las saladitas con mantequilla, y el maíz con nata por las tardes. Me gusta revolverlo todo en la copa y comerlo a cucharadas, pero en público no se puede comer como en casa…; ¿no te parece?… Y echo de menos la madera.

»Mi casa es poco más que una de esas garitas del ferrocarril; una salita, un dormitorio y una cocina. Pero es de madera, con paredes de madera de pino. Justo lo que me gusta. No me gustan las paredes de cemento. Resultan…, no sé, frías y poco acogedoras.

»Me traje de casa un portarretratos con la fotografía de una niña en un columpio con un castillo y unas nubecillas azules al fondo, para tenerla en mi dormitorio, pero esa enfermera me dijo que no resultaba apropiado porque la chica iba desnuda de cintura para arriba. Pero es que yo he tenido esa fotografía durante cincuenta años y nunca me fijé en que fuese desnuda. Y, a decir verdad, no creo que los viejos de aquí estén tan bien de la vista como para reparar en que lleva los pechos al aire. Pero es que ésta es una residencia metodista y, claro, he tenido que guardar la fotografía en el armario junto a las piedras de la vesícula.

»Tengo muchas ganas de volver a casa… Aunque la verdad es que está hecha una leonera. Hace no sé cuánto que no barro. Porque es que un día salí y les tiré la escoba a unos ruidosos arrendajos, que debían de estar peleándose, y se quedó la escoba enganchada en la copa del árbol. Tendré que pedirle a alguien que me la alcance cuando vuelva.

»Qué se le va a hacer. Bueno, y la otra noche, cuando el hijo de Mrs. Otis nos llevó a casa después de la merienda de Navidad que dieron en la iglesia, nos condujo con el coche al otro lado de la vía del ferrocarril, por donde estuvo el café y hasta First Street, justo al otro lado del antiguo local de los Threadgoode. Claro que casi toda la casa está en ruinas y con las puertas y las ventanas tapiadas. Pero, al pasar por delante, los faros del coche iluminaron las ventanas de una manera que, por un instante, la casa me pareció igual que tantas otras noches de hace ahora setenta años, dejando ver la luz y el bullicio del interior. Podía oír cómo reía la gente, y a Essie Rue aporreando el piano en el salón, y casi podía ver a Idgie Threadgoode sentada en un remedo de árbol, de cerámica, aullando como un perro cada vez que Essie Rue intentaba cantar. Idgie siempre decía que Essie Rue, cantando, era como una vaca bailando. Supongo que el hecho de pasar frente a aquella casa en el coche hizo que añorase muchas cosas y que volviese mentalmente al pasado…

»Lo recuerdo como si fuese ayer, pero es que creo que no hay nada de la familia Threadgoode que no recuerde. Por Dios santo, es que no podría ser de otra manera, porque fuimos vecinos puerta con puerta desde el día que nací y me casé con uno de ellos.

»Tenían nueve hijos, y tres de las chicas, Essie Rue y las gemelas, eran poco más o menos de mi misma edad, así que siempre estaba allí, jugando en las fiestas que daban, e incluso me quedaba a veces a dormir. Mi madre murió tísica cuando yo tenía cuatro años y, al morir mi padre en Nashville, me quedé a vivir con ellas…

 

EL SEMANARIO DE DOT WEEMS

SEMANARIO DE WHISTLE STOP (ALABAMA)

8 DE OCTUBRE DE 1929

CAE UN METEORITO EN UNA CASA DE WHISTLE STOP

Mrs. Biddie Louise Otis, que vive en el 401 de First Street, nos ha informado de que el jueves por la noche un meteorito de un kilo atravesó el tejado de su casa y, aunque no le dio, fue a caer sobre la radio, que estaba escuchando en aquel momento. Dice que estaba sentada en el sofá, porque el perro estaba en la silla, y que había acabado de sintonizar en aquel momento «La hora del carnicero». Dice que tiene un agujero de más de un metro en el tejado y que el aparato de radio se partió por la mitad.

Bertha y Harold Vick celebraron su aniversario de boda en el jardín para que lo viesen todos. Y nuestras felicitaciones a Earl Adcock padre, alto cargo de los ferrocarriles L&N, que acaba de ser nombrado Grande y Aclamado Dirigente de la Benevolente y Protectora Orden de los Alces, orden n.º 37, de la que es miembro mi otra mitad.

Por cierto: dice Idgie que si quieren que se les haga algo a la barbacoa pueden traerlo al café y Big George lo hará. Los pollos, a 10 centavos, y los tostones según el tamaño.

 

DOT WEEMS RESIDENCIA ROSE TERRACE

ANTIGUA AUTOPISTA MONTGOMERY, BIRMINGHAM (ALABAMA)

15 DE DICIEMBRE DE 1985

Una hora después Mrs. Threadgoode seguía hablando. Evelyn Couch ya había dado cuenta de tres tabletas de chocolate con leche y estaba desenvolviendo su segundo emparedado, preguntándose cuándo se callaría de una vez la anciana.

«Es que es una lástima que la casa de los Threadgoode esté en un estado tan ruinoso. Sucedieron tantas cosas allí, nacieron tantos niños, y lo pasamos tan bien… Era un caserón grande, de dos plantas, pintado de blanco, con un gran porche que se prolongaba por los lados… y todos los dormitorios estaban decorados con un papel de rosas estampadas que hacían muy bonito cuando se encendían las luces por la noche.

»La vía del tren pasaba justo frente al patio trasero y, en las noches de verano, olía a madreselvas que crecían a su aire y se llenaba todo de luciérnagas junto a los raíles. Papá había plantado higueras en la parte de atrás y también manzanos, y le había hecho a mamá un precioso emparrado de rejilla blanca que rebosaba de hojas de wistaria… y las rosas de pitiminí crecían por todas partes en el patio. Cómo me gustaría que lo hubieses visto.

»Mamá y papá Threadgoode me criaron como si fuese una hija, y yo quería mucho a todos los Threadgoode. Sobre todo a Buddy. Pero me casé con Cleo, su hermano mayor, el masajista, y fíjate tú que a la larga empezó a darme la lata la espalda, así que me fue estupendamente.

»Así que ya puedes ver que he estado en contacto con Idgie y con los Threadgoode durante toda mi vida. Y puedes estar segura de que ha sido mejor que una película…, ya lo creo. Lo único malo es que yo siempre he ido un poco a remolque. Lo creas o no, nunca fui muy habladora hasta que cumplí los cincuenta, pero desde entonces no paro. Una vez Cleo me dijo:

“Ninny”, me llamo Virginia pero me llaman Ninny; me dijo, “Ninny, todo lo que te oigo es Idgie dijo esto, Idgie hizo lo otro. ¿Es que no tienes otra cosa que hacer que estar todo el día metida en el café?”.

»Yo me quedé pensativa un largo rato y le repuse: “Pues no…”, y lo dije sin el menor ánimo de desairar a Cleo, pero era la verdad.

»El pasado febrero hizo treinta y un años que enterré a Cleo, y a menudo me pregunto si heriría sus sentimientos por decirle aquello, pero no lo creo, porque, cuando nosotros ya nos lo teníamos todo más que dicho, él quería a Idgie tanto como al resto de nosotros y todo lo que ella hacía le parecía gracioso. Era su hermana pequeña y un verdadero trasto. Ella y Ruth eran las propietarias del café de Whistle Stop.

»Idgie hacía siempre las cosas más disparatadas sólo para hacerte reír. Una vez echó patatas fritas en el cestito de la colecta de la Iglesia Baptista. De que tenía un carácter fuerte no cabe duda, pero no me entra en la cabeza que alguien pudiera pensar que ella mató a aquel hombre».

Por primera vez en todo aquel rato Evelyn dejó de comer y miró por el rabillo del ojo a aquella anciana de dulce aspecto y descolorido vestido azul con estampado de flores, que no paraba de tamborilear con sus plateadas uñas.

«Hay quienes creen que todo empezó el día que conoció a Ruth, pero yo creo que fue en la cena de aquel domingo, el primero de abril de 1919, el mismo año en que Leona se casó con John Justice. Recuerdo que fue el primero de abril porque, aquel día, Idgie se sentó a la mesa a la hora de cenar y nos mostró a todos aquella cajita blanca que tenía, con un dedo humano dentro sobre un trocito de algodón. Dijo que lo había encontrado en el patio de atrás. Pero luego resultó que era su propio dedo, que lo había metido por un agujero por el fondo de la caja. ¡INOCENTE!

»A todos nos pareció gracioso salvo a Leona, que era la mayor y la más bonita de las hermanas y a quien papá Threadgoode tenía muy consentida… como todos, diría yo.

»Idgie tenía por entonces diez u once años y llevaba un vestido blanco de organdí, recién estrenado, y todas le habíamos dicho que estaba preciosa. Lo estábamos pasando en grande y ya a punto de dar cuenta de una tarta de arándanos cuando, de pronto, allí, bajo un claro cielo azul, Idgie se levantó y anunció así de fuerte: “¡No volveré a llevar un vestido en mi vida!”.

Y, chica, que se fue derecha para arriba y se puso unos pantalones viejos de Buddy y una camisa. Aún no me explico por qué le dio aquel arranque. Ni los demás tampoco.

»Pero Leona, que sabía que Idgie nunca decía las cosas por decir, empezó a lamentarse: “Ay, papá, esta Idgie me va a fastidiar la boda; ¡como si lo viera!”.

»Pero papá le dijo: “Qué va, pequeña; ya verás como no. Vas a ser la novia más bonita de todo el estado de Alabama”.

»Papá, que llevó siempre un enorme mostacho, nos miró y nos dijo:

“¿Verdad que sí?”, y todos pusimos nuestro granito de arena para contentarla y hacer que se callase.

»Todos excepto Buddy, a decir verdad, que no paraba de reír, Idgie era la niñita de sus ojos y todo lo que ella hacía le parecía bien.

»Bueno, el caso es que Leona estaba terminando de comer su trozo de tarta y, cuando creíamos que ya se había calmado, empezó a gritar tan fuerte que a Sipsey, la morenita, se le cayó no sé qué en la cocina. “Oh, papá”, dijo Leona, “¿qué pasará si uno de nosotros muere?”.

»Era para dar que pensar, ¿no?

»Todos miramos a mamá, que dejó caer el tenedor en la mesa. “Bueno, niños, estoy segura de que vuestra hermana hará una pequeña concesión y se pondrá un vestido adecuado para cuando llegue la ocasión. Porque es testaruda pero razonable”.

»Entonces, un par de semanas después, oí que mamá le decía a Ida Simms, la costurera a quien habían encargado el ajuar, que iba a necesitar un traje de terciopelo verde y una corbata de lazo para Idgie.

»Ida miró a mamá divertida y le dijo: “¿Un traje?”. Y mamá dijo: “Sí, ya sé, Ida, ya sé. He intentado convencerla de todas las maneras para que se ponga algo más propio de una boda, pero esa niña tiene ideas propias”.

»Y las tenía; incluso a aquella edad. Creo que quería ser como Buddy, pienso yo, porque… “¡vaya par de trastos!”, exclamó la anciana riendo.

»Tenían aquel mapache llamado Cookie y yo me pasaba horas mirándolo, viendo cómo mojaba las galletas. Le ponían una cacerola con agua en el patio y le daban galletas, y él mojaba una galleta tras otra sin entender por qué le desaparecían en la cacerola. Cada vez se miraba sus manitas vacías con cara de asombro. Y nunca acertó a averiguar adonde iban a parar las galletas. Pasó gran parte de su vida mojando galletas. Y también caramelos, pero no era tan divertido… Una vez hizo lo mismo con un helado…

»Me parece que será mejor que deje de pensar en el mapache, o van a creer que estoy tan loca como esa Mrs. Philbeam del fondo del pasillo; una bendita que cree que está en el Barco del Amor rumbo a Alaska.

»Muchas de las pobres criaturitas que hay aquí ni siquiera saben quiénes son».

 

El marido de Evelyn, Ed, asomó en aquel momento por la puerta del salón gesticulando. Evelyn hizo una pelotita con los papelillos de los caramelos, la metió en el monedero y se levantó.

—Perdone, pero es mi marido. Me parece que ya quiere que nos vayamos.

—Oh, ¿tienes que irte ya? —dijo Mrs. Threadgoode, alzando los ojos sorprendida.

—Sí, creo que no hay más remedio. Se está impacientando —dijo Evelyn.

—Bueno, pues encantada de haber hablado contigo… ¿Cómo te llamas, encanto?

—Evelyn.

—A ver si vuelves otro día a verme, ¿de acuerdo? Me ha encantado hablar contigo… Adiós —dijo despidiéndose de Evelyn y disponiéndose a esperar otra visita.

 

EL SEMANARIO DE DOT WEEMS

SEMANARIO DE WHISTLE STOP (ALABAMA)

15 DE OCTUBRE DE 1929

RECLAMAN LA PROPIEDAD DEL METEORITO

Mrs. Vesta Adcock y su hijo Earl aseguran ser los legítimos propietarios del meteorito porque, según aduce Mrs. Vesta, los Otis le alquilaron la casa en la que cayó, pero siendo la casa de su propiedad, también lo es el meteorito.

Preguntada Mrs. Biddie Louise Otis, replica que el meteorito es suyo, porque fue en su aparato de radio donde cayó. Su esposo, Roy, que es guardabarreras de la compañía de ferrocarriles Southern Railroad, trabajaba aquel día en el último turno y llegó tarde a casa, pero dice que el fenómeno no es infrecuente, porque en 1833 cayeron diez mil meteoritos en una sola noche y que ahora se trata sólo de uno, por lo que no merece la pena armar tanto alboroto.

Biddie dice que se lo quiere quedar como recuerdo.

Por cierto, ¿son imaginaciones mías o es que las cosas se están poniendo feas? Porque mi otra mitad dice que la semana pasada se presentaron otros cinco temporeros sin trabajo en el café pidiendo algo que comer.

 

DOT WEEMS

DAVENPORT, IOWA

CAMPAMENTO DE TEMPOREROS

15 DE OCTUBRE DE 1929

Había cinco hombres sentados alrededor de un fuego de llama débil. Sombras negras y anaranjadas bailaban en sus rostros mientras tomaban un café aguado en botes de lata. Eran Jim Smokey Phillips, Elmo Inky Williams, Boweevil Jake, Crackshot Sackett y Chattanooga Red Barker, cinco de los doscientos mil que vagaban por los campos aquel año.

Smokey Phillips miró hacia arriba pero no dijo nada, y otro tanto hicieron los demás. Estaban cansados y contrariados aquella noche, porque sabían que el viento gélido que soplaba anunciaba el principio de otro crudo e inmisericorde invierno, y Smokey sabía que pronto tendría que ir hacia el sur, como las grandes bandadas de gansos, igual que había hecho otros muchos años.

Había nacido una escarchada mañana, allá en Smoky Mountains, en Tennessee. Su padre, un tipo que había vivido a salto de mata, que se convirtió en destilador de licores de la segunda generación y que se enamoró de su propio producto, cometió el fatal error de casarse con una «buena mujer», una sencilla provinciana cuya vida giraba alrededor de la Iglesia Baptista del Libre Albedrío de Pine Grove. Smokey pasó casi toda su infancia sentado durante horas en duros bancos de madera, junto a su hermanita Bernice, asistiendo a los oficios, cántico tras cántico y lavatorio de pies tras lavatorio de pies. Durante los oficios, su madre era una de las que solía levantarse a hablar disparatando en una extraña lengua.

A la larga, conforme ella fue impregnándose cada vez más del Espíritu, su padre fue vaciándose de él y dejó radicalmente de acudir a la iglesia. Y les dijo a sus hijos: «Creo en Dios, pero no me parece que haya que hacer el imbécil para demostrarlo».

Entonces, una primavera, cuando Smokey tenía ocho años, las cosas empeoraron. Su madre dijo que el Señor le había dicho que su esposo era malo y estaba poseído por el demonio y lo denunció a la brigada del Fisco, que velaba por el cumplimiento de la Ley Seca.

Smokey recordaba el día que sacaron a su padre de la destilería y lo llevaron camino adelante con un revólver en las costillas. Al pasar frente a su esposa la miró estupefacto y le dijo: «¿Sabes lo que has hecho, mujer? Te has quitado tu propio pan de la boca».

Fue la última vez que Smokey lo vio.

Al faltar su padre, su madre acabó de perder del todo la chaveta y empezó a juntarse con los miembros de la secta del Santo Conjuro, que trataban con serpientes vivas. Una noche, después de una hora de exprimir la Biblia vociferando versículos, el predicador, un tipo que tenía la cara roja como un tomate y el pelo alborotado, dejó de una pieza a sus descalzos feligreses. Estaban todos cantando y pateando el suelo cuando, de pronto, metió la mano en un saco y extrajo dos enormes serpientes de cascabel que empezó a agitar en el aire. El hombre estaba en trance con el Espíritu.

Smokey se quedó atónito, sentado allí con su hermanita y apretándole la mano. El predicador iba danzando en círculos, incitando a los creyentes a que cogiesen las serpientes y limpiasen sus almas en la fe de Abraham cuando, de pronto, su madre fue hacia el predicador, le arrebató una de las serpientes y se la quedó mirando fijamente. Empezó entonces a farfullar en la extraña lengua, sin dejar de mirar a los amarillos ojos de la serpiente. Todos los presentes empezaron a balancearse y a gemir. Y ella empezó a dar vueltas con la serpiente en la mano mientras los feligreses caían redondos al suelo, gritaban y se retorcían bajo los bancos y en los pasillos. Se desencadenó un auténtico frenesí mientras ella farfullaba: «HOSSA… HELAM… HESSAMIA…».

Antes de que Smokey se percatase de lo que sucedía, su hermanita Bernice se soltó de su mano, corrió hacia su madre y le tiró de la falda.

—¡No, mamá!

Con la mirada todavía extraviada y en trance, ella miró a su hija un momento, y en ese mismo instante la serpiente de cascabel se arqueó y la mordió en la mejilla. Ella volvió a mirar a la serpiente, estupefacta, que la volvió a morder, esta vez más fuerte, clavándole los colmillos en la yugular. Dejó entonces caer a la enfurecida serpiente con un ruido sordo, y el animal empezó a reptar displicentemente pasillo adelante.

Su madre miró en derredor. Se había hecho un silencio de muerte y, con incrédula expresión, con los ojos cada vez más vidriosos, se desplomó. En menos de un minuto había muerto.

En aquel mismo instante, el tío de Smokey les cogió de la mano y enfiló la puerta. Bernice fue a vivir con una vecina y Smokey se quedó en casa de su tío.

Al cumplir los trece años, Smokey se fue un día siguiendo la vía del tren y jamás volvió. Sólo llevó con él una fotografía de su hermana. Y, cada dos por tres, la sacaba para mirarla. Allí estaban los dos en la borrosa fotografía, con los labios y los mofletes coloreados de rosa: ella, mofletudita, con flequillo y una cinta rosa sujetándoselo, y con un collarcito de perlas; y él, sentado a su lado, con su pelo castaño alisado en media melena y la mejilla pegada a la de su hermana.

Se preguntaba a menudo qué sería de ella y pensaba ir a verla cualquier día, si es que alguna vez regresaba.

Rondaría los veinte cuando perdió la fotografía, al echarlo un inspector a patadas de un mercancías e ir a parar a un amarillento y gélido río, allá por Georgia; ya apenas se acordaba de su hermana, salvo cuando iba montado en algún tren, cruzando las Smoky Mountains de noche, en dirección a cualquier parte…

Aquella mañana, Smokey Phillips iba en un tren que transportaba mercancías y pasajeros desde Georgia a Florida. Llevaba dos días sin comer y recordaba que su amigo Elmo Williams le había dicho que, en las afueras de Birmingham, había un local regentado por dos mujeres con quienes se podía contar para una o dos comidas. Durante el trayecto, cuando ya estaba cerca, había visto el nombre del café escrito en varios furgones, de manera que cuando vio el rótulo que ponía WHISTLE STOP, ALABAMA, saltó del tren.

Encontró el café justo al cruzar las vías, tal como Elmo le había dicho. Era una pequeña construcción pintada de verde y con un toldo a franjas blancas y verdes bajo un anuncio de Coca-Cola que decía: THE WHISTLE STOP CAFÉ. Fue por la parte trasera y llamó con los nudillos en el marco de la puerta de tela metálica. Una negra bajita estaba trajinando en la cocina, friendo pollo y cortando a rodajas unos tomates verdes. «¡Miss Idgie!», llamó la negrita al verlo.

Casi al instante, una guapa, alta y pecosa rubia de pelo rizado fue hacia la puerta, con una inmaculada camisa blanca y pantalones de hombre.

Aparentaba poco más de veinte años.

Smokey se quitó el sombrero.

—Perdone, señora —dijo—, pero he pensado que a lo mejor tenía usted algún trabajito, algo que pudiera yo hacer. Estoy pasando una mala racha.

Idgie miró a aquel hombre de raída chaqueta, con la camisa hecha jirones, los zapatos reventados y sin cordones, y comprendió que no mentía.

—Entre usted —dijo abriéndole la puerta—. Algo habrá aquí para darle. ¿Cómo se llama usted?

—Smokey, señora.

Ella se dirigió entonces a la mujer que estaba detrás de la barra. Smokey llevaba meses sin ver a una mujer limpia y aseada, y aquélla era la mujer más bonita que había visto en toda su vida. Llevaba un vestido de organdí con estampado de lunares y el pelo, de color castaño, recogido por detrás con una cinta roja.

—Mira, Ruth, este señor se llama Smokey; va a hacernos unos trabajitos.

—Ah, pues estupendo —dijo Ruth mirándolo sonriente—. Encantada de conocerle.

Idgie señaló entonces hacia los lavabos.

—¿Por qué no va un momento a refrescarse y viene luego a comer algo?

—Sí, señora.

El lavabo de caballeros era en realidad un cuarto de baño grande, con una perilla que colgaba del techo; al tirar de la perilla y encenderse la luz, vio que había una de esas bañeras en las que hay que lavarse de pie con un gran tapón negro de goma colgando de una cadena. En el lavabo, todo allí bien dispuesto, había una navaja barbera, un cuenco con jabón de afeitar y una brocha.

Al mirarse en el espejo, se avergonzó de que le hubiesen visto tan sucio, porque hacía siglos que el jabón y él no tenían el más mínimo contacto. Cogió la enorme pastilla de jabón y trató de limpiarse toda la mugre y la carbonilla que tenía en la cara y en las manos. Llevaba veinticuatro horas sin beber nada, y le temblaban tanto las manos que no acertaba a afeitarse como es debido, pero hizo lo que pudo. Después de darse unas fricciones con loción para después del afeitado, y de peinarse con el peine que encontró en la estantería de encima del lavabo, salió ya con mejor aspecto.

Idgie y Ruth le habían puesto el cubierto en una mesa. Y él se sentó entonces frente a un plato de pollo frito con guarnición de guisantes, nabos, tomates verdes fritos, pan y té frío.

Cogió el tenedor e intentó comer. Pero le seguían temblando las manos y no podía llevarse la comida a la boca. Incluso se le derramó el té por toda la camisa.

Pensó que acaso no estuviesen mirándole, pero, al instante, la rubia se le acercó.

—Venga usted, Smokey. Salgamos un momento fuera.

Él se puso el sombrero y se limpió con la servilleta creyendo que lo echaban.

—Sí, señora —dijo.

Ella lo condujo hacia la parte de atrás del café, que daba a pleno campo.

—Está usted un poco nervioso, ¿verdad?

—Siento haber derramado el té, señora, pero le aseguro a usted… bueno… que ya desaparezco… Y gracias de todas formas…

Idgie metió la mano en el bolsillo de su delantal y sacó una botella de cuartillo de Old Joe Whiskey y se la dio.

—Que Dios la bendiga —dijo él como hombre agradecido que era—. Es usted una santa, señora.

Y se sentaron los dos en un tronco bajo el cobertizo.

Mientras Smokey calmaba sus nervios, ella se lo quedó mirando y señaló a lo lejos.

—¿Ve usted aquel erial?

—Sí, señora —dijo él mirando hacia donde señalaba ella.

—Hace muchos años había allí el lago más bonito de Whistle Stop… y en el verano íbamos a nadar y a pescar, e incluso se podía remar si se quería —dijo moviendo la cabeza, entristecida—. No sabe cómo lo echo de menos.

Smokey miró hacia el erial.

—¿Y qué pasó? ¿Se secó?

Ella le encendió un cigarrillo.

—Qué va; fue peor. Un noviembre, una bandada de patos (habría unos cuarenta por lo menos) se posó justo en el centro del lago y, mientras estaban allí posados por la tarde, ocurrió algo pasmoso. La temperatura descendió tan súbitamente que todo el lago se heló y se quedó duro como una piedra en cuestión de dos o tres segundos. Así como lo oye.

—¿No lo dirá en serio? —dijo Smokey asombrado.

—Pues sí.

—Y, claro, los patos debieron de morir todos, ¿no?

—¡Qué va! —exclamó Idgie—. Salieron volando y se llevaron el lago con ellos. Y el lago está ahora en Georgia, desde entonces…

Él ladeó la cabeza y se la quedó mirando y, al percatarse de que le estaba tomando el pelo, sus azules ojos se iluminaron y se echó a reír con tantas ganas que le dio la tos y ella tuvo que darle unas palmaditas en la espalda.

Aún seguía él limpiándose los lagrimones de la risa cuando volvieron a entrar en el café, donde aguardaba su cena. Al volver a sentarse a la mesa notó que la comida estaba caliente, que se la habían mantenido caliente en el horno.

Y flotó entonces en el aire el estribillo de una vieja canción:

¿Dónde rondará mi muchacho esta noche?

¿Dónde habrá ido a rondar mi muchacho?

Con todos sus líos y el colchón a cuestas

Cabalgando a la grupa del macho

¿Dónde habrá ido a rondar mi muchacho?

 

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