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Книга «Пикник на обочине» (Pícnic extraterrestre) на испанском языке – читать онлайн

Повесть «Пикник на обочине» (Pícnic extraterrestre) на испанском языке – читать онлайн, авторы книги – братья Стругацкие. «Пикник на обочине» - одно из самых известных произведений у Аркадия и Бориса Стругацких. И однозначно самое известное их произведение в других странах - «Пикник на обочине» был переведён более чем на 20 различных языков мира, в том числе и на испанский. К сожалению, первоначальная версия «Пикника на обочине» варианта 1972 года не сохранилась в, так сказать, «чистом» виде. Сначала книгу попросту не хотели печатать в СССР, затем напечатали в сильно цензурном варианте, который в разных изданиях постоянно менялся. Только в 90-х был напечатан вариант, наиболее приближённый к оригиналу 1972 года. По книге «Пикник на обочине» (Pícnic extraterrestre) были попытки снимать фильмы. Вариант от Тарковского имеет мало общего с оригиналом повести (несмотря на то, что сценарий к фильму писали сами Стругацкие). В США были масштабные проекты снять высокобюджетный фильм, но что-то не пошло. «Пикник на обочине» - одна из тех книг, которую очень сложно (или вообще невозможно) экранизировать без потери самой сути произведения… Это философская фантастика, причём качественная – такие вещи сложно без потерь превратить в фильм. Как бы там ни было, «Пикник на обочине» - одна из немногих книг жанра фантастики, которая стала классикой, а многочисленные подражания и «продолжения» авторами разных стран мира лишь подтверждают это.

Другие книги самых различных жанров и направлений от известных писателей всего мира можно читать онлайн или скачать бесплатно в разделе «Книги на испанском». Для тех, кто любит слушать книги, есть раздел «Аудиокниги на испанском языке» - в нём есть аудиокниги с текстом для начинающих и аудиосказки для детей.

Тем, кто изучает испанский язык по фильмам или просто любит смотреть кино Испании и стран Латинской Америки, будет интересен раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке».

Если вы хотите изучать испанский с преподавателем или носителем языка, то вас заинтересует информация на странице «Испанский по скайпу».

 

Теперь переходим к чтению книги «Пикник на обочине» (Pícnic extraterrestre) на испанском языке. На этой странице выложен первый фрагмент книги, ссылка на продолжение будет в конце страницы.

 

Pícnic extraterrestre

 

Es preciso sacar bueno de lo malo,

Pues es todo cuanto se puede hacer.

Robert Penn Warren

 

De la entrevista realizada por el enviado especial de radio Harmont al doctor Valentine Pilman, premio Nóbel de física 19..

 

- Tengo entendido, doctor Pilman, que su primer descubrimiento de importancia fue lo que ha dado en llamarse el Foco Irradiador de Pilman.

- No lo creo. El Foco Irradiador de Pilman no fue el primero, ni fue importante; ni siquiera fue un descubrimiento. Por otra parte tampoco fue del todo mío.

- Debe estar bromeando, doctor. El Foco Irradiador de Pilman es un concepto corriente hasta para los escolares.

- Eso no me sorprende. Según algunas fuentes, el Foco Irradiador de Pilman fue descubierto por un escolar. Por desgracia no recuerdo cómo se llamaba. Búsquelo en la Historia de la Visitación, de Stetson; allí está descrito con lujo de detalles. Él sostiene que el foco irradiador fue descubierto por un escolar, que fue un estudiante universitario quien publicó las coordenadas, pero que por alguna razón desconocida, se le dio mi nombre.

- Sí, con cualquier descubrimiento pasan cosas sorprendentes. ¿Le molestaría explicar a nuestros oyentes de qué se trata, doctor?

- El Foco Irradiador de Pilman es la cosa más simple del mundo. Supongamos que hacemos girar un globo enorme y disparamos balas contra él. Los agujeros de esas balas quedarán marcados en la superficie en una suave curva. La base de lo que para usted es mi primer descubrimiento de importancia consiste en el simple hecho de que las seis Zonas de Visitación están dispuestas sobre la superficie del planeta como si alguien hubiera disparado seis tiros hacia la Tierra con una pistola ubicada en algún punto de la línea Tierra-Deneb. Deneb es la estrella Alfa en la constelación de Cygnus. El punto espacial del que provienen los disparos, por así decirlo, se llama Foco Irradiador de Pilman.

- Gracias, doctor ¡Compañeros harmonitas! ¡Al fin hemos recibido una clara explicación de lo que es el Foco Irradiador de Pilman! A propósito: anteayer se cumplieron treinta años de la Visitación. Doctor Pilman, ¿quiere decir a sus conciudadanos algunas palabras sobre el particular?

- ¿Hay algo que le interese en especial? Recuerde que yo no estaba en Harmont por entonces.

- Por eso mismo será aún más interesante saber qué sintió usted al enterarse de que su ciudad natal era el centro de una invasión de seres ultracivilizados provenientes del espacio.

- Para serle sincero, al principio pensé que eran mentiras. Me costaba creer que pudiera pasar algo así en nuestra pequeña Harmont. Habría sido más plausible en Gobi o en Terranova.

- Pero al fin tuvo que creerlo.

- Ah sí, al fin...

- ¿Y entonces?

- De repente se me ocurrió que Harmont y las otras cinco zonas de Visitación... Perdón, me equivoco: por entonces había sólo otras cuatro zonas conocidas. Se me ocurrió que todas entraban en una leve curva. Calculé las coordenadas y las envié a Naturaleza.

- ¿Y no se preocupó en ningún momento por la suerte de su ciudad natal?

- La verdad es que no. Vea, aunque yo había llegado a creer en la Visitación, no podía convencerme de que había algo de cierto en esos informes histéricos sobre barrios incendiados, monstruos que devoraban selectivamente sólo a los viejos y a los niños, batallas sangrientas entre los invasores invulnerables y los tanques reales, tripulados por humanos muy vulnerables, pero valientes y decididos.

- Tenía razón. Si mal no recuerdo, nuestros periodistas arruinaron bastante la información. Pero volvamos a la ciencia. El descubrimiento del Foco Irradiador de Pilman fue el primero, pero no el último, probablemente, de sus aportes al estudio de la Visitación.

- El primero y el último.

- Pero sin duda usted se mantendrá muy al tanto de la investigación internacional que se lleva a cabo en las Zonas de Visitación.

- Sí. De vez en cuando leo los Informes.

- ¿Se refiere a los Informes del Instituto Internacional de Culturas Extraterrestres?

- Sí.

- En su opinión, ¿cuál ha sido el descubrimiento más importante en estos últimos treinta años?

- La Visitación en sí.

- Perdón, no comprendo.

- La Visitación, en sí, es el descubrimiento más importante, no sólo de los últimos treinta años, sino de toda la historia de la Humanidad. No importa tanto saber quiénes fueron esos visitantes. No importa saber de dónde venían, por qué vinieron, por qué se quedaron tan poco tiempo ni dónde están desde que se fueron de aquí; lo que importa es que la humanidad ahora puede estar segura de algo: no estamos solos en el universo. Temo que el Instituto de Culturas Extraterrestres jamás tendrá la buena suerte de hacer un descubrimiento más fundamental que ése.

- Lo que usted dice es fascinante, doctor Pilman, pero en realidad yo me refería a descubrimientos y progresos de índole técnica. A descubrimientos y progresos que nuestros científicos y nuestros ingenieros pudieran utilizar con provecho. Después de todo, muchos científicos famosos han sugerido que los descubrimientos hechos en las Zonas de Visitación podrían cambiar todo el curso de nuestra historia.

- Bueno, yo no estoy de acuerdo con esa opinión. En cuanto a descubrimientos, específicamente hablando, no caen dentro de mi especialidad.

- Sin embargo usted, desde hace dos años, es asesor por el Canadá de la comisión de las Naciones Unidas que estudia los Problemas de la Visitación.

- Sí, pero no tengo nada que ver con el estudio de las culturas extraterrestres. En la Comisión, mis colegas y yo representamos a la comunidad científica internacional cuando surgen dilemas al poner en práctica las decisiones de las Naciones Unidas con respecto a la internacionalización de las Zonas. Dicho en otros términos: nuestra función es ver que todas las maravillas extraterrestres halladas en las Zonas vayan a manos del Instituto Internacional.

- ¿Hay alguien más que se interese por esos tesoros?

- Sí.

- ¡Supongo que se refiere a los merodeadores!

- No sé qué es eso.

- Así llamamos en Harmont a los ladrones que arriesgan la vida entrando a la Zona para llevarse todo lo que encuentran al alcance. Se ha convertido en una verdadera profesión.

- Comprendo. Pero no, eso no está dentro de nuestra jurisdicción.

- Por supuesto, es cosa de la policía. Pero me gustaría saber qué es lo que cae dentro de su jurisdicción, doctor Pilman.

- Hay una constante pérdida de materiales provenientes de las Zonas de Visitación que caen en manos de personas u organizaciones irresponsables. Nosotros debemos encargarnos de las consecuencias de esas pérdidas.

- ¿Podría explicarse mejor, doctor?

- ¿Por qué no hablamos de arte, mejor? ¿No cree que a los oyentes les interesaría conocer mi opinión sobre el incomparable Godi Müller?

- ¡Por supuesto! Pero antes me gustaría terminar con la parte científica. Como científico, ¿no le gustaría tener un contacto directo con los tesoros extraterrestres?

- ¿Cómo le diré? Supongo que sí.

- En ese caso, ¿podemos esperar que un buen día los harmonitas podamos ver a nuestro famoso conciudadano en las calles de su ciudad natal?

- Puede ser.

 

1. Redrick Schuhart, veintitrés años, soltero, ayudante de laboratorio en la división Harmont del instituto internacional de culturas extraterrestres.

 

La noche anterior, él y yo estuvimos en el depósito. Ya estaba anocheciendo; yo podía tirar el guardapolvo e ir a Borscht, a echar una o dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero seguía allí, sosteniendo la pared, con el trabajo terminado y un cigarrillo en la mano. Me moría de ganas de fumar; hacía dos horas que no echaba una pitada. Y él no dejaba de dar vueltas con todo aquello. Ya había llenado, cerrado y sellado una caja fuerte y estaba empezando con la otra; sacaba los vacíos del transportador, los examinaba uno por uno desde todos lados (y eran bien pesados, los malditos; como siete kilos cada uno) y después volvía a ponerlos cuidadosamente en el estante.

Se había pasado la vida peleando con esos vacíos; a mi modo de ver, sin beneficio alguno, ni para la humanidad ni para sí. En su lugar yo habría mandado todo al diablo desde hacía rato para dedicarme a trabajar en otra cosa ganando lo mismo. Claro que si uno lo piensa bien, un vacío es algo misterioso, hasta incomprensible, se podría decir. Yo he tenido muchos entre las manos, pero no dejo de sorprenderme cada vez que veo uno. Son sólo dos discos de cobre, del tamaño de un platito y de medio centímetro de grosor, más o menos, separados por una distancia de cuarenta y cinco centímetros. Nada más. Nada, absolutamente, sólo espacio vacío. Uno puede pasar la mano por el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo deja tan fuera de combate; no hay más que vacío y vacío; aire puro. Claro, tiene que haber alguna fuerza entre los dos, según creo, porque no se los puede juntar ni separarlos más de lo que están.

La verdad, compañeros, es difícil describírselos a alguien que no los haya visto. Son demasiado simples; sobre todo cuando uno los mira bien de cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio: uno termina retorciéndose los dedos y diciendo malas palabras por la frustración. Okey, supongamos que lo han entendido; para los que no tengan una copia de los Informes del Instituto, en cualquier número hay un artículo sobre los vacíos, con fotos y todo.

Kirill llevaba casi un año rompiéndose los sesos con los vacíos, yo había trabajado con él desde el principio, pero todavía no estaba muy seguro de lo que quería averiguar: para serles sincero, no me esforzaba mucho por descubrirlo. Que primero lo descubriera él solo; después, a lo mejor, yo haría la prueba. Por el momento sólo entendía una cosa: Kirill quería averiguar, a toda costa, cómo funcionaban esos vacíos; los perforaba con ácidos, los estrujaba en la prensa, los ponía a fundir en el horno. Así comprendería todo y lo llenarían de vítores y de honores: el mundo de la ciencia se estremecería de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso. Todavía no había llegado a nada y ya estaba agotado. Andaba como gris y callado, con ojos de perro enfermo, hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado de otro, yo lo habría emborrachado de lo lindo y lo habría puesto en manos de alguna chica experta para que lo desenredara. Y a la mañana lo habría vuelto a emborrachar y a mandarlo con otra fulana. En un semana, ¡como nuevo!: los ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios no servían. Ni siquiera valía la pena sugerirlo: no era de esos.

Así que estábamos en el depósito. Yo lo observaba, viendo qué mal andaba, cómo se le habían hundido los ojos, y sentí más lástima por él de la que había sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decidí... No, no es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera hablar.

- Oye - dije -, Kirill...

Allí estaba, con el último vacío en la balanza, como si estuviera dispuesto a trepar sobre él.

- Escúchame - dije -. ¡Kirill! ¿Qué tal si encontraras un vacío lleno, eh?

- ¿Un vacío lleno? - replicó, con cara de no entender.

- Sí, Tu trampa hidromagnética, cómo se llama..., el objeto 77 b. Tiene una especie de cosa azul adentro.

Vi que empezaba a entender. Me miró, parpadeó, y un destello de razón, como a él le gustaba decir, surgió tras las lágrimas de perro.

- Un momento - dijo -. ¿Lleno? ¿Como éste, pero lleno?

- Sí, eso es lo que digo.

- ¿Dónde?

Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa.

- Vamos a fumar un cigarrillo.

Metió el vacío en la caja fuerte, golpeó la puerta con fuerza y la cerró con tres vueltas y media de llave; después volvimos al laboratorio. Ernest paga cuatrocientos al contado por un vacío vacío; podría haberle sacado hasta la última gota de jugo por uno lleno, grandísimo hijo de puta; pero créase o no, ni siquiera me pasó por la cabeza, porque Kirill volvía a la vida ante mis ojos. Bajó los escalones de a cuatro por vez, sin dejarme siquiera terminar el cigarrillo. Le conté todo: cómo era, dónde estaba y cuál era la mejor manera de llegar hasta allí. Él sacó un mapa, buscó la ubicación del garaje y me lo indicó con el dedo, Inmediatamente se imaginó que era yo, por supuesto; ¿cómo no iba a entender?

- Qué perro eres - dijo, sonriendo -. Bueno, vamos a buscarlo. Lo primero que haremos a la mañana. Pediré los pases y el equipo para las nueve y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo?

- De acuerdo - dije -. ¿Quién será el tercero?

- ¿Para qué queremos un tercero?

- Oh, no - exclamé -. Éste no es un picnic con señoritas. ¿Y si te pasa algo? Está en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos.

Él soltó una risa breve y se encogió de hombros.

- Como quieras. Sabes más que yo de esto.

¡Sí, seguro! Claro que sólo estaba tratando de seguirme la corriente. Por lo que a él concernía, el tercero no haría más que estorbar. Si íbamos los dos solos todo saldría bien. nadie sospecharía nada sobre mí. Pero había un inconveniente: los del Instituto no entraban de a dos en la Zona. Las reglas indican que dos trabajen mientras un tercero mira, para que pueda hablar cuando le pregunten, más tarde.

- Por mi parte llevaría a Austin - dijo Kirill -. Pero a lo mejor a ti no te gusta.

¿O te parece bien?

- No - dije -. Cualquiera menos Austin. Puedes llevar a Austin otra vez, ¿eh?

Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobardía, pero creo que está condenado. Era algo que no podía explicar a Kirill, pero lo sentía. El hombre cree que conoce y entiende la Zona perfectamente. Esto significa que pronto va a estirar la pata. Que vaya, pero no conmigo, gracias.

- Bueno, está bien. ¿Qué te parece Tender?

Tender era su segundo ayudante. Uno de esos tipos callados. que no se meten con nadie.

- Es un poco viejo - dije -. Y tiene hijos.

- Eso no importa. Ha ido antes a la Zona.

- Bueno. Llevemos a Tender.

Mientras él se abocaba al estudio del mapa, yo fui directamente al Borscht; estaba muerto de hambre y tenía la garganta seca. A la mañana llegué al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve, y mostré el pase. El guardia de turno era ese polaco larguirucho al que le rompí el alma el año pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho.

- ¡Qué bien! - dijo -, Te están buscando por todo el instituto, Red.

Lo paré en seco, muy cortésmente.

- ¿Qué es eso de «Red»? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco imbécil.

- ¡Vamos, Red! Todo el mundo te llama así.

Yo estaba muy nervioso por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio como un pescado. Lo levanté por la correa del pecho y le dije claramente qué opinaba de él y de quién descendía por la rama materna. Escupió en el suelo, me devolvió el pase y dijo, sin más amabilidades:

- Redrick Schuhart, tiene órdenes de presentarse inmediatamente al jefe de Seguridad, capitán Herzog.

- Así me gusta más - dije -. Por ahí andamos. Siga es forzándose, sargento; aún puede llegar a teniente.

Pero mientras tanto pensaba qué novedad era aquélla. ¿Para qué me querría el capitán Herzog durante el horario de trabajo? Bueno, fui y me presenté.

Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en las ventanas, justo como una comisaría. Willy estaba sentado a su escritorio, fumando su pipa y escribiendo a máquina no sé qué jerigonza. Un sargentito revolvía el interior del archivo metálico, en el rincón; era nuevo; yo no lo conocía. En el Instituto hay más sargentos que en el cuartel de policía; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales.

- Hola - dije -. ¿Me llamaba?

Willy me miró sin verme, se apartó de la máquina de escribir, dejó un pesado archivo sobre el escritorio y empezó a revisar el contenido.

- ¿Redrick Schuhart?

- El mismo - respondí.

Por dentro me subía una risa nerviosa todo era muy extraño. No podía evitarlo:

- ¿Cuánto hace que está en el Instituto?

- Dos años y pico.

- ¿Tiene familia?

- Soy solo - respondí -. Huérfano.

En seguida se volvió hacia el sargento y ordenó, en tono severo:

- Sargento Lummer, vaya a los archivos y traiga la carpeta número ciento cincuenta.

El sargento hizo la venia y desapareció. Mientras tanto Willy cerró el archivo con un golpe y preguntó, ceñudo:

- ¿Ha vuelto a las andadas?

- ¿Qué andadas?

- Ya sabe a qué andadas me refiero. Aquí hay información nueva sobre usted.

«Ajá», pensé.

- ¿De dónde?

Él frunció el ceño y golpeó la pipa contra el cenicero, irritado.

- Eso no le importa - dijo -. Se lo advierto como si fuera un viejo amigo: deje eso, déjelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no va a salir a los seis meses. Y lo expulsarán del Instituto definitivamente, entiéndalo.

- Entiendo - dije -. Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es quién fue el malnacido que pasó el dato.

Pero ya había dejado de mirarme; seguía chupando la pipa vacía y hojeando las fichas del archivo. Con eso estoy diciendo que el sargento Lummer había vuelto trayendo la carpeta número ciento cincuenta.

- Gracias Schuhart - dijo el capitán Willy Herzog, también conocido como «El chancho» - Eso es todo lo que quería aclarar. Puede irse.

Volví al vestuario, me puse el guardapolvo y me animé. No podía dejar de pensar en quién habría pasado los rumores. Si provenían del mismo instituto eran todas mentiras, por fuerza, porque allí nadie sabía nada de mí ni había forma de que lo supieran. Si era un informe de la policía, también: ¿qué podían saber, salvo mis viejos pecados? Tal vez habían atrapado a Cuervo. Ese hijo de perra habría vendido hasta la madre por salvar el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sabía nada de mí. Pensé y pensé, sin llegar a nada grato. Al final entrado por última vez en la Zona, de noche; ya me había decidido a mandar todo al diablo. Hacía ya tres meses que había desprendido de casi todo el botín y el dinero se me estaba acabando. Si no me habían pescado con la mercadería en las manos, menos lo harían ahora, siendo yo tan escurridizo. Pero en ese momento, justo cuando me dirigía hacia las escaleras, se me iluminó repentinamente la cabeza, y tan claramente que volví al vestuario, me senté y encendí otro cigarrillo. Eso significaba que no podía ir a la Zona ese día. Ni al siguiente, ni dos días después. Significaba que esos escuerzos me tenían otra vez entre ojos, que no me habían olvidado; o, si me habían olvidado, alguien se encargaba de hacerles acordar. Ningún merodeador, a menos que estuviera completamente chiflado, se arrimaría a la Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un revólver a la espalda. Lo que me hubiera convenido en ese momento habría sido esconderme en el rincón más oscuro. ¿Zona? ¿Qué Zona? ¡Hace meses que no voy a siquiera con pase! ¿Por qué tienen que ninguna Zona, ni molestar a un honrado ayudante de laboratorio? Lo pensé bien y decidí, casi con alivio, que ese día no iría a la Zona. Pero ¿cuál era la mejor manera de decírselo a Kirill?

Se lo dije directamente.

- No voy a la Zona. ¿Qué instrucciones tienes para darme?

Al principio me miró con ojos de huevo duro, por supuesto. Después pareció entender. Me agarró por el codo para llevarme a su pequeña oficina, me hizo sentar ante el escritorio y él se instaló en el antepecho de la ventana, frente a mí. Encendimos los cigarrillos. Silencio. Al fin me preguntó, como con cautela:

- ¿Pasó algo, Red?

¿Qué iba a decirle?

- No. No pasó nada. Ayer perdí veinte al póker; ese Noonan es muy buen jugador, el desgraciado.

- Un momento - interrumpió -. ¿Has cambiado de idea?

La tensión me hizo soltar un ruido ahogado.

- No puedo - dije entre dientes -. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo llamar a su oficina.

Se quedó tieso. Puso otra vez aquella cara patética, con ojos de caniche enfermo, Se estremeció, encendió otro cigarrillo con la colilla del viejo y hablo con suavidad.

- Puedes confiar en mí, Red. No le dije una palabra a nadie.

- Por supuesto, nadie habla de ti.

- Ni siquiera hablé todavía con Tender. Hice extender un pase a nombre de él, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir.

No dije nada y seguí fumando. Era extraño y triste. Ese hombre no entendía nada.

- ¿Qué te dijo Herzog?

- Nada en especial. Alguien pasó el dato, eso es todo.

Él me echó una mirada extraña, se bajó del antepecho y empezó a pasearse, mientras yo hacía anillos de humo en silencio. Lo sentía por él, naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor. ¡Vaya cura la que había encontrado para la melancolía de Kirill! ¿Y de quién era la culpa? Mía; había ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba escondida en un lugar custodiado por hombres malos... De pronto él dejó de pasearse y se acercó a mí. Miró de soslayo hacia cualquier parte y murmuró:

- Escucha, Red, ¿cuánto costará un vacío lleno?

Al principio no entendí; pensé que tenía esperanzas de comprar alguno. ¿Dónde lo iba a conseguir? Tal vez ése fuera el único del mundo; además él no debía tener tanta plata como para comprarlo. ¿De dónde pensaba sacarla? Era un científico extranjero, ruso, para colmo. De pronto comprendí. ¿Así que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata?

«Grandísimo tal por cual», pensé, «¿por qué me tomas?» Abrí la boca para decírselo, pero la volví a cerrar. Porque en realidad, ¿por qué iba a tomarme? Un merodeador es un merodeador. Cuanta más plata, mejor. Se juega la vida por plata. Tenía derecho a pensar que el día anterior yo había tirado la línea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio.

La idea me dejaba mudo. Y él seguía mirándome intensamente, sin parpadear. No había disgusto en sus ojos, sino una especie de comprensión, me parece. Al fin se lo expliqué, con calma.

- De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todavía. No hay caminos. Tú lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que queríamos y volvimos en seguida. Como si fuéramos al depósito. Entonces todo el mundo se dará cuenta de que sabíamos de antemano lo que buscábamos y dónde estaba. Eso quiere decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres, ¿quién puede haber estado allí? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me espera?

Terminé mi discursito. Nos miramos fijamente a los ojos, sin decir nada. De pronto él juntó las manos, con ruido se las frotó y anunció cordialmente:

- Bueno, tú no podrás ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. Iré solo. Tal vez me vaya bien. No será la primera vez.

Tendió el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoyó en las manos para inclinarse sobre él. Toda su cordialidad pareció evaporarse ante mis ojos.

Le oí musitar:

- Cuarenta metros, cuarenta y uno, podría ser, y tres hasta llegar al garaje.

No, no llevaré a Tender. ¿Qué te parece, Red? ¿Dejo a Tender? Después de todo tiene dos hijos.

- No te dejarán ir solo.

- Me dejarán - murmuró -. Conozco a todos los sargentos y a los tenientes.

¡No me gustan esos camiones! Llevan treinta años expuestos a los elementos y parecen nuevos. A cinco metros de allí hay un envase de gasolina y está completamente herrumbrado, pero los camiones parecen recién salidos de la fábrica. ¡Así es la Zona!

Apartó la vista del mapa y miró por la ventana. Yo también lo hice. Los vidrios de nuestras ventanas son gruesos y emplomados. Y más allá... la Zona. Allí está, corno si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano.

A simple vista parece una extensión de tierra como cualquier otra. El sol brilla sobre ella como en cualquier rincón del planeta. Daría la impresión de que nada ha cambiado mucho en ella; todo está como hace treinta años. Mi padre, que en paz descanse, no encontraba nada fuera de lugar cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por qué no había humo en la chimenea de la planta. ¿Había una huelga o algo así? El metal amarillo se amontonaba en forma de conos, los altos hornos brillaban bajo el sol; había rieles, rieles y más rieles, y una locomotora con vagonetas sobre los rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni muerta. Allí estaba también el garaje: un largo intestino gris con las puertas abiertas de par en par. Los camiones estaban estacionados en un sitio pavimentado, junto a él.

Kirill tenía razón con respecto a aquellos vehículos: la cabeza le funcionaba bien. ¡Y pobre del que se metiera entre dos camiones! Había que dar la vuelta por alrededor. Hay una grieta en el asfalto, si es que las zarzas no la han cubierto aún.

Cuarenta metros. ¿Desde dónde contaba? Oh, probablemente desde el último poste. Tenía razón, la distancia no era mayor; esos científicos tragalibros iban progresando. Habían trazado toda la ruta hasta el vaciadero de basuras, y bien trazada. Allí estaba la fosa donde había caído Zalamero, a dos metros de la ruta. Nudillos había avisado a Zalamero: «Mantente tan lejos de las fosas como puedas, o no quedará de ti ni siquiera un resto que podamos enterrar».

Cuando miré en el agua no había nada. Así son las cosas de la Zona: si uno vuelve con botín, es un milagro; si vuelve vivo, es un triunfo; si la patrulla no le acierta ningún disparo, es un golpe de suerte. En cuanto a todo lo demás, es el destino.

Al mirar a Kirill noté que me observaba secretamente. Fue la expresión de su cara la que me hizo cambiar de idea. «Al diablo con todos», pensé; «al fin y al cabo, ¿qué me pueden hacer estos esfuerzos?» No hacía falta que me dijera nada, pero lo hizo.

- Ayudante de laboratorio Schuhart - dijo -. Fuentes oficiales (y lo repito: oficiales) me han inducido a creer que convendría realizar una inspección del garaje, que podría ser de gran valor científico. Sugiero que lo hagamos.

Garantizo una bonificación.

Y sonrió, luminoso como el sol del verano.

- ¿Qué fuentes oficiales? - pregunté, sonriendo a mi vez como un tonto.

- Son confidenciales, pero a ti puedo revelártelas - dijo, frunciendo el ceño -. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas.

- Oh, el doctor Douglas. ¿Qué doctor Douglas?

- Sam Douglas - respondió él, secamente -. Murió el año pasado.

Se me erizó la piel. ¿Quién se atreve a hablar de esas cosas antes de ponerse en marcha? ¡Estos tragalibros! Uno puede darles por la cabeza con un mazo y no entienden. Aplasté la colilla en el cenicero y dije:

- Está bien. ¿Dónde está ese Tender? ¿Hasta cuándo tenemos que esperarlo?

En otras palabras, no volvimos a tocar el tema. Kirill telefoneó a Transportes y pidió una cabina voladora. Mientras tanto yo estudiaba el mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotográfico, una vista aérea muy ampliada. Se veían hasta los picos de la cubierta que estaba junto a los portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa así... Pero no serviría de mucho por la noche, cuando ni siquiera las estrellas iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano.

En ese momento entró Tender. Estaba rojo y sin aliento; tenía la hija enferma y había ido a buscar un médico. Se disculpó por haber llegado tarde. Bueno, le entregamos el regalito: los tres íbamos a entrar en la Zona. En el primer momento hasta dejó de jadear y de bufar, de puro miedo.

- ¿Cómo que a la Zona? - dijo -. ¿Y por qué yo?

Sin embargo recuperó la respiración en cuanto le dijimos que había doble bonificación y que Red Schuhart iría también.

Al fin bajamos al «boudoir» y Kirill fue a buscar los pases. Se los mostramos a otro sargento, que nos entregó trajes especiales. En realidad son cosas muy prácticas; si uno los tiñera de cualquier color, menos el rojo que tienen, cualquier merodeador pagaría gustosamente unos quinientos por uno de ellos, sin parpadear siquiera. Yo juré hace tiempo que un día cualquiera encontraría el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen nada extraordinario; algo así como un traje de buceo con un casco en forma de burbuja, provisto de visor. En realidad no es exactamente un traje de buceo; más bien se parece al de los pilotos de estatorreactores o al de los astronautas. Era liviano, cómodo, sin ninguna costura, y no hacía sudar. Con un trajecito como ése uno podía caminar entre el fuego y el gas, Dicen que ni siquiera las balas lo perforan. Claro que el fuego, las armas y el gas mostaza son todas cosas humanas y terráqueas; en la zona no hay nada de eso. Y de cualquier modo, para decir la verdad, la gente cae como moscas con traje o sin él. Eso sí, tal vez sin trajes morirían muchos más. Esos equipos ofrecen un cien por ciento de protección contra la pelusa ardiente, por ejemplo, y contra la col del diablo escupidera... Bueno.

Nos pusimos los trajes especiales. Yo volqué en el bolsillo de la cadera las tuercas y los tornillos que llevaba en una bolsa, y todos cruzamos el patio del Instituto hacia la entrada de la Zona. Así lo establecía la rutina, para que todos vieran a los héroes de la ciencia que depositaban la vida en el altar de la humanidad, del conocimiento y del Espíritu Santo, amén. Y sin duda alguna, desde el piso quince hasta la planta baja había caras solidarias que nos observaban. No nos faltaba más que un agitar de pañuelos y una orquesta.

- ¡Arriba! - dije a Tender -. ¡Saca pecho, gordinflón! ¡La humanidad te estará eternamente agradecida!

Cuando se dio vuelta a mirarme comprendí que no estaba de humor para bromas. Y tenía razón, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va a entrar en la Zona puede llorar o bromear... y yo nunca lloré, ni siquiera de niño. Miré a Kirill; él soportaba bien la tensión, pero movía los labios corno si estuviera rezando.

- ¿Rezas? - pregunté -. Reza, reza. Cuanto más se entra en la Zona más cerca se está del Paraíso.

- ¿Qué?

- ¡Reza! - grité -. Los merodeadores son los primeros en la cola hacia el Paraíso.

Con una súbita sonrisa, me palmeó la espalda como diciendo: «No tengas miedo, nada pasará mientras estés conmigo, y si pasa... Bueno, sólo se muere una vez», Qué tipo simpático es, de veras.

Mostramos nuestros pases al último de los sargentos, sólo que en esa oportunidad, para cambiar, era un teniente. Lo conozco; el padre vende losetas para tumbas en Rexópolis, allí nos esperaba la cabina voladora; los muchachos de Transporte la habían dejado en el pasillo. También esperaban allí todos los demás: el equipo de primeros auxilios, los bomberos y nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un puñado de tontos sobrealimentados dentro de un helicóptero. ¡Ojalá no los hubiera visto nunca!

En cuanto subimos a la cabina, Kirill se hizo cargo de los mandos, diciendo:

- Okey, Red, tú guías.

Bajé tranquilamente la cremallera del pecho y saqué una petaca; tomé un trago largo antes de volver a guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas veces en la Zona, pero sin eso... no, no puedo. Los dos me miraban, esperando.

- Bueno - dije -, no les ofrezco porque es la primera vez que salimos juntos y no sé qué efecto les causa. Trabajaremos de este modo: lo que yo diga, ustedes lo harán inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a dar vueltas o a hacer preguntas le tiraré con lo primero que encuentre a mano. Quiero pedirles disculpas desde ahora. Por ejemplo: señor Tender, si te ordeno caminar en cuatro patas levantarás inmediatamente ese culo gordo y harás lo que te digo. Y si no lo haces, quién sabe si volverás a ver a tu enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargaré de que vuelvas a verla.

- No te olvides de darme las órdenes - bufó Tender, enrojecido, sudoroso, mordisqueándose los labios -. Caminaré de panza, no en cuatro patas, si es preciso. No soy novato.

- En lo que a mí respecta los dos son novatos - dije -. Y no me olvidaré de dar las órdenes, no se preocupen. A propósito, ¿sabe manejar cabinas?

- Sabe - dijo Kirill -. Maneja bien.

- Bueno, de acuerdo. Aquí vamos. Buen viaje. Bajen las viseras. Poca velocidad, en línea recta a lo largo de los postes, altura tres metros. En el poste veintisiete, alto.

Kirill elevó la cabina a tres metros y avanzamos a marcha lenta. Me volví sin que nadie se diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo. Vi que la patrulla de rescate había trepado al helicóptero; los bomberos estaban en posición de firme, por puro respeto y el teniente de la puerta nos hacía la venia, el imbécil; sobre todo aquello flameaba el enorme y desteñido estandarte: «Bienvenidos, Visitantes» Tender parecía a punto de responder a los saludos, pero le di tal codazo en las costillas que inmediatamente descartó cualquier ceremonia. ¡Ya te enseñaré a decir adiós! ¡Ya te tocará decir adiós!

Y partimos.

 

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