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Книга «Алхимик» (El Alquimista) на испанском языке – читать онлайн, Пауло Коэльо

Роман «Алхимик» (El Alquimista) на испанском языке – читать онлайн, автор книги – Пауло Коэльо. «Алхимик» (El Alquimista) – второй по счёту, и наиболее успешный роман у бразильского писателя Пауло Коэльо. Это наиболее переводимая книга на португальском языке за всю историю книг на этом языке Европы (к слову, более 95% носителей этого языка живут не в странах Европы, а в Бразилии и некоторых странах Африки). Роман «Алхимик» оказался настолько популярным у читателей, что был переведён на самые распространённые языки мира, в том числе и на испанский. Кроме того, книга Пауло Коэльо «Алхимик» до сих пор остаётся наиболее продаваемой книгой в Бразилии, хотя была написана ещё в 1988-м году. Несмотря на такую популярность книги «Алхимик», она на момент написания этой статьи (начало 2023 года) ещё не была экранизирована, хотя права на экранизацию выкуплены американской кинокомпанией. К слову, сам Пауло Коэльо был против экранизации своих произведений, что не совсем увязывается с проданными правами на экранизацию.

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Теперь переходим к чтению книги «Алхимик» (El Alquimista) на испанском языке. На этой странице выложен первый фрагмент книги, ссылка на продолжение будет в конце страницы.

 

El Alquimista

 

Para J.

Alquimista que conoce y utiliza

los secretos de la Gran Obra

 

Yendo ellos por el camino entraron en cierto pueblo. Y una mujer,

llamada Marta, los hospedó en su casa.

Tenía ella una hermana, llamada María, que se sentó a los pies del Señor y

permaneció allí escuchando sus enseñanzas.

Marta se agitaba de un lado a otro, ocupada en muchas tareas. Entonces se

aproximó a Jesús y le dijo:

—¡Señor! ¿No te importa que yo esté sirviendo sola? ¡Ordena a mi

hermana que venga a ayudarme!

Respondióle el Señor:

—¡Marta, Marta! Andas inquieta y te preocupas con muchas cosas.

María, en cambio, escogió la mejor parte, y ésta no le será arrebatada.

LUCAS, 10, 38-42

 

PREFACIO

Es importante advertir que El Alquimista es un libro simbólico, a diferencia de El Peregrino de Compostela (Diario de un mago), que fue un trabajo descriptivo.

Durante once años de mi vida estudié Alquimia. La simple idea de transformar metales en oro o de descubrir el Elixir de la Larga Vida ya era suficientemente fascinante como para atraer a cualquiera que se iniciara en Magia. Confieso que el Elixir de la Larga Vida me seducía más, pues antes de entender y sentir la presencia de Dios, el pensamiento de que todo se acabaría un día me desesperaba. De manera que, al enterarme de la posibilidad de conseguir un líquido capaz de prolongar muchos años mi existencia, resolví dedicarme en cuerpo y alma a su fabricación.

Era una época de grandes cambios sociales (el comienzo de los años setenta) y en Brasil no se encontraban aún publicaciones serias sobre Alquimia. Al igual que uno de los personajes del libro, comencé a gastar el poco dinero que tenía en la compra de libros importados y dedicaba muchas horas diarias al estudio de su complicada simbología. Intenté ponerme en contacto con dos o tres personas en Río de Janeiro que se dedicaban seriamente a la Gran Obra, y rehusaron recibirme. Conocí también a muchas otras que se decían alquimistas, poseían sus laboratorios y prometían enseñarme los secretos del Arte a cambio de verdaderas fortunas; hoy me doy cuenta de que en realidad no sabían nada de lo que pretendían enseñarme.

A pesar de toda mi dedicación, los resultados eran absolutamente nulos. No sucedía nada de lo que los manuales de Alquimia afirmaban en su complicado lenguaje. Era un sinfín de símbolos, dragones, leones, soles, lunas y mercurios, y yo siempre tenía la impresión de hallarme en el camino equivocado, porque el lenguaje simbólico permite un gigantesco margen de error. En 1973, ya desesperado por la falta de progresos, cometí una suprema irresponsabilidad. En aquella época yo estaba contratado por la Secretaría de Educación del Mato Grosso para dar clases de teatro en dicho estado, y decidí utilizar a mis alumnos en laboratorios teatrales cuyo tema era la Tabla de la Esmeralda. Esta actitud, unida a algunas incursiones mías en las áreas pantanosas de la Magia, hizo que al año siguiente yo pudiera sentir en mi propia carne la verdad del proverbio: «El que la hace la paga.» Todo a mi alrededor se derrumbó por completo.

Pasé los siguientes seis años de mi vida en una actitud bastante escéptica en relación a todo lo que tuviese que ver con el área mística. En este exilio espiritual aprendí muchas cosas importantes: que sólo aceptamos una verdad cuando previamente la negamos desde el fondo del alma; que no debemos huir de nuestro propio destino, y que la mano de Dios es infinitamente generosa, a pesar de Su rigor.

En 1981 conocí a RAM, mi Maestro, que me reconduciría al camino que estaba trazado para mí. Y mientras él me entrenaba en sus enseñanzas, volví a estudiar Alquimia por cuenta propia. Cierta noche, mientras conversábamos después de una extenuante sesión de telepatía, pregunté por qué el lenguaje de los alquimistas era tan vago y complicado.

—Existen tres tipos de alquimistas —dijo mi Maestro—. Aquellos que son imprecisos porque no saben de lo que están hablando; aquellos que lo son porque saben de lo que están hablando, pero también saben que el lenguaje de la Alquimia es un lenguaje dirigido al corazón y no a la razón.

—¿Y cuál es el tercer tipo? —pregunté.

—Aquellos que jamás oyeron hablar de Alquimia pero que consiguieron, a través de sus vidas, descubrir la Piedra Filosofal.

Y de este modo, mi Maestro (que pertenecía al segundo tipo) decidió darme clases de Alquimia. Descubrí entonces que el lenguaje simbólico que tanto me irritaba y desorientaba era la única manera de alcanzar el Alma del Mundo, o lo que Jung llamó el «inconsciente colectivo». Descubrí la Leyenda Personal y las Señales de Dios, verdades que mi raciocinio intelectual se negaba a aceptar a causa de su simplicidad. Descubrí que alcanzar la Gran Obra no es tarea de unos pocos, sino de todos los seres humanos de la faz de la Tierra. Es evidente que la Gran Obra no siempre viene bajo la forma de un huevo o de un frasco con líquido, pero todos nosotros podemos —sin lugar a dudas— sumergirnos en el Alma del Mundo.

Por eso El Alquimista es también un texto simbólico. En el decurso de sus páginas, además de transmitir todo lo que aprendí al respecto, procuro rendir homenaje a grandes escritores que consiguieron alcanzar el Lenguaje Universal: Hemingway, Blake, Borges (que también utilizó la historia persa para uno de sus cuentos) y Malba Tahan, entre otros.

Para completar este extenso prefacio e ilustrar lo que mi Maestro quería decir con lo del tercer tipo de alquimistas, vale la pena recordar una historia que él mismo me contó en su laboratorio.

Nuestra Señora, con el Niño Jesús en sus brazos, decidió bajar a la Tierra y visitar un monasterio. Orgullosos, todos los sacerdotes formaron una larga fila, y uno a uno se acercaban a la Virgen para rendirle homenaje. Uno declamó bellos poemas, otro mostró las iluminaciones que había realizado para la Biblia, un tercero recitó los nombres de todos los santos. Y así sucesivamente, monje tras monje, fueron venerando a Nuestra Señora y al Niño Jesús.

En el último lugar de la fila había un monje, el más humilde del convento, que nunca había aprendido los sabios textos de la época. Sus padres eran personas humildes, que trabajaban en un viejo circo de los alrededores, y todo lo que le habían enseñado era lanzar bolas al aire haciendo algunos malabarismos.

Cuando llegó su turno, los otros monjes quisieron poner fin a los homenajes, pues el antiguo malabarista no tendría nada importante que decir o hacer y podía desacreditar la imagen del convento. Pero en el fondo de su corazón, él también sentía una inmensa necesidad de dar algo de sí a Jesús y la Virgen.

Avergonzado, sintiendo sobre sí la mirada reprobatoria de sus hermanos, sacó algunas naranjas de su bolsa y comenzó a tirarlas al aire haciendo malabarismos, que era lo único que sabía hacer.

Fue en ese instante cuando el Niño Jesús sonrió y comenzó a aplaudir en el regazo de Nuestra Señora. Y fue hacia él a quien la Virgen extendió los brazos para dejarle que sostuviera un poco al Niño.

EL AUTOR

 

Prólogo

El Alquimista cogió un libro que alguien de la caravana había traído. El volumen no tenía tapas, pero consiguió identificar a su autor: Oscar Wilde. Mientras hojeaba sus páginas encontró una historia sobre Narciso.

El Alquimista conocía la leyenda de Narciso, un hermoso joven que todos los días iba a contemplar su propia belleza en un lago. Estaba tan fascinado consigo mismo que un día se cayó dentro del lago y se murió ahogado. En el lugar donde cayó nació una flor, a la que llamaron narciso.

Pero no era así como Oscar Wilde acababa la historia.

Él decía que, cuando Narciso murió, llegaron las Oréades —diosas del bosque— y vieron el lago transformado, de un lago de agua dulce que era, en un cántaro de lágrimas saladas.

—¿Por qué lloras? —le preguntaron las Oréades.

—Lloro por Narciso —repuso el lago.

—¡Ah, no nos asombra que llores por Narciso! —prosiguieron ellas

—. Al fin y al cabo, a pesar de que nosotras siempre corríamos tras él por el bosque, tú eras el único que tenía la oportunidad de contemplar de cerca su belleza.

—¿Pero Narciso era bello? —preguntó el lago.

—¿Quién si no tú podría saberlo? —respondieron, sorprendidas, las Oréades—. En definitiva, era en tus márgenes donde él se inclinaba para contemplarse todos los días.

El lago permaneció en silencio unos instantes. Finalmente dijo:

—Yo lloro por Narciso, pero nunca me di cuenta de que Narciso fuera bello.

»Lloro por Narciso porque cada vez que él se inclinaba sobre mi orilla yo podía ver, en el fondo de sus ojos, reflejada mi propia belleza.

—¡Qué bella historia! —dijo el Alquimista.

 

Primera parte

 

El muchacho se llamaba Santiago. Comenzaba a oscurecer cuando llegó con su rebaño frente a una vieja iglesia abandonada. El techo se había derrumbado hacía mucho tiempo y un enorme sicomoro había crecido en el lugar que antes ocupaba la sacristía.

Decidió pasar allí la noche. Hizo que todas las ovejas entrasen por la puerta en ruinas y luego colocó algunas tablas de manera que no pudieran huir durante la noche. No había lobos en aquella región, pero cierta vez una se había escapado por la noche y él se había pasado todo el día siguiente buscando a la oveja prófuga.

Extendió su chaqueta en el suelo y se acostó, usando el libro que acababa de leer como almohada. Recordó, antes de dormir, que tenía que comenzar a leer libros más gruesos: se tardaba más en acabarlos y resultaban ser almohadas más confortables durante la noche.

Aún estaba oscuro cuando se despertó. Miró hacia arriba y vio que las estrellas brillaban a través del techo semiderruido.

«Hubiera querido dormir un poco más», pensó. Había tenido el mismo sueño que la semana pasada y otra vez se había despertado antes del final.

Se levantó y tomó un trago de vino. Después cogió el cayado y empezó a despertar a las ovejas que aún dormían. Se había dado cuenta de que, en cuanto él se despertaba, la mayor parte de los animales también lo hacía. Como si hubiera alguna misteriosa energía que uniera su vida a la de aquellas ovejas que desde hacía dos años recorrían con él la tierra, en busca de agua y alimento. «Ya se han acostumbrado tanto a mí que conocen mis horarios», dijo en voz baja. Reflexionó un momento y pensó que también podía ser lo contrario: que fuera él quien se hubiese acostumbrado al horario de las ovejas.

Algunas de ellas, no obstante, tardaban un poco más en levantarse; el muchacho las despertó una por una con su cayado, llamando a cada cual por su nombre. Siempre había creído que las ovejas eran capaces de entender lo que él les decía. Por eso de vez en cuando les leía fragmentos de los libros que le habían impresionado, o les hablaba de la soledad y de la alegría de un pastor en el campo, o les comentaba las últimas novedades que veía en las ciudades por las que solía pasar.

En los dos últimos días, sin embargo, el asunto que le preocupaba no había sido más que uno: la hija del comerciante que vivía en la ciudad adonde llegarían dentro de cuatro días. Sólo había estado allí una vez, el año anterior. El comerciante era dueño de una tienda de tejidos y le gustaba presenciar siempre el esquileo de las ovejas para evitar falsificaciones. Un amigo le había indicado la tienda, y el pastor llevó allí sus ovejas.

—Necesito vender lana —le dijo al comerciante.

La tienda del hombre estaba llena, y el comerciante rogó al pastor que esperase hasta el atardecer. El muchacho se sentó en la acera de enfrente de la tienda y sacó un libro de su zurrón.

—No sabía que los pastores fueran capaces de leer libros —dijo una voz femenina a su lado.

Era una joven típica de la región de Andalucía, con sus cabellos negros y lisos y unos ojos que recordaban vagamente a los antiguos conquistadores moros.

—Es porque las ovejas enseñan más que los libros —respondió el muchacho.

Se quedaron conversando durante más de dos horas. Ella le contó que era hija del comerciante y le habló de la vida en la aldea, donde cada día era igual que el anterior. El pastor le habló de los campos de Andalucía y sobre las últimas novedades que había visto en las ciudades que había visitado. Estaba contento por no tener que conversar siempre con las ovejas.

—¿Cómo aprendiste a leer? —le preguntó la moza en un momento dado.

—Como todo el mundo —repuso el chico—. Yendo a la escuela.

—¿Y si sabes leer, por qué no eres más que un pastor?

El muchacho dio una disculpa cualquiera para no responder a aquella pregunta. Estaba seguro de que la muchacha jamás lo entendería. Siguió contando sus historias de viaje, y los ojillos moros se abrían y se cerraban de espanto y sorpresa. A medida que transcurría el tiempo, el muchacho comenzó a desear que aquel día no se acabase nunca, que el padre de la joven siguiera ocupado durante mucho tiempo y le mandase esperar tres días. Se dio cuenta de que estaba sintiendo algo que nunca antes había sentido: las ganas de quedarse a vivir en una ciudad para siempre. Con la niña de los cabellos negros, los días nunca serían iguales.

Pero el comerciante finalmente llegó y le mandó esquilar cuatro ovejas. Después le pagó lo estipulado y le pidió que volviera al año siguiente.

Ahora faltaban apenas cuatro días para llegar nuevamente a la misma aldea. Estaba excitado y al mismo tiempo se sentía inseguro; tal vez la chica ya lo hubiera olvidado. Por allí pasaban muchos pastores para vender lana.

—No importa —dijo el muchacho a sus ovejas—. Yo también conozco a otras chicas en otras ciudades.

Pero en el fondo de su corazón, sabía que sí importaba. Y que tanto los pastores, como los marineros, como los viajantes de comercio siempre conocían una ciudad donde había alguien capaz de hacerles olvidar la alegría de viajar libres por el mundo.

Comenzó a rayar el día y el pastor colocó a las ovejas en dirección al sol.

«Ellas nunca necesitan tomar una decisión —pensó—. Quizá por eso permanecen siempre tan cerca de mí.» La única necesidad que las ovejas sentían era la del agua y la de la comida. Mientras el muchacho conociese los mejores pastos de Andalucía, ellas continuarían siendo sus amigas.

Aunque los días fueran todos iguales, con largas horas arrastrándose entre el nacimiento y la puesta del sol; aunque jamás hubieran leído un solo libro en sus cortas vidas y no conocieran la lengua de los hombres que contaban las novedades en las aldeas, ellas estaban contentas con su alimento, y eso bastaba. A cambio, ofrecían generosamente su lana, su compañía y —de vez en cuando— su carne.

«Si hoy me volviera un monstruo y decidiese matarlas, una por una, ellas sólo se darían cuenta cuando casi todo el rebaño hubiese sido exterminado —pensó el muchacho—. Porque confían en mí y se olvidaron de confiar en su propio instinto. Sólo porque las llevo hasta el agua y la comida.»

El muchacho comenzó a extrañarse de sus propios pensamientos.

Quizá la iglesia, con aquel sicomoro creciendo dentro, estuviese embrujada. Había hecho que soñase el mismo sueño por segunda vez, y le estaba provocando una sensación de rabia contra sus compañeras, siempre tan fieles. Bebió un nuevo trago del vino que le había sobrado de la cena la noche anterior y apretó contra el cuerpo su chaqueta. Sabía que dentro de unas horas, con el sol alto, el calor sería tan fuerte que no podría conducir a las ovejas por el campo. Era la hora en que toda España dormía en verano. El calor se prolongaba hasta la noche y durante todo ese tiempo él tenía que cargar con la chaqueta. No obstante, cuando pensaba en quejarse de su peso, siempre se acordaba de que gracias a ella no había sentido frío por la mañana.

«Tenemos que estar siempre preparados para las sorpresas del tiempo», pensaba entonces, y se sentía agradecido por el peso de la chaqueta.

La chaqueta tenía una finalidad, y el muchacho también. En dos años de recorrido por las planicies de Andalucía ya se conocía de memoria todas las ciudades de la región, y ésta era la gran razón de su vida: viajar. Estaba pensando en explicar esta vez a la chica por qué un simple pastor sabe leer: había estado hasta los dieciséis años en un seminario. Sus padres querían que él fuese cura, motivo de orgullo para una simple familia campesina que apenas trabajaba para conseguir comida y agua, como sus ovejas. Estudió latín, español y teología. Pero desde niño soñaba con conocer el mundo, y esto era mucho más importante que conocer a Dios y los pecados de los hombres. Cierta tarde, al visitar a su familia, se había armado de valor y le había dicho a su padre que no quería ser cura. Quería viajar.

—Hombres de todo el mundo ya pasaron por esta aldea, hijo —dijo su padre—. Vienen en busca de cosas nuevas, pero continúan siendo las mismas personas. Van hasta la colina para conocer el castillo y opinan que el pasado era mejor que el presente. Pueden tener los cabellos rubios o la piel oscura, pero son iguales que los hombres de nuestra aldea.

—Pero yo no conozco los castillos de las tierras de donde ellos vienen —replicó el muchacho.

—Esos hombres, cuando conocen nuestros campos y nuestras mujeres, dicen que les gustaría vivir siempre aquí —continuó el padre.

—Quiero conocer a las mujeres y las tierras de donde ellos vinieron —dijo el chico—, porque ellos nunca se quedan por aquí.

—Los hombres traen el bolsillo lleno de dinero —insistió el padre—. Entre nosotros, sólo los pastores viajan.

—Entonces seré pastor.

El padre no dijo nada más. Al día siguiente le dio una bolsa con tres antiguas monedas de oro españolas.

—Las encontré un día en el campo. Iban a ser tu dote para la Iglesia. Compra tu rebaño y recorre el mundo hasta que aprendas que nuestro castillo es el más importante y que nuestras mujeres son las más bellas.

Y lo bendijo. En los ojos del padre él leyó también el deseo de recorrer el mundo. Un deseo que aún persistía, a pesar de las decenas de años que había intentado sepultarlo con agua, comida, y el mismo lugar para dormir todas las noches.

El horizonte se tiñó de rojo, y después apareció el sol. El muchacho recordó la conversación con el padre y se sintió alegre; ya había conocido muchos castillos y a muchas mujeres (aunque ninguna como aquella que lo esperaba dentro de dos días). Tenía una chaqueta, un libro que podía cambiar por otro y un rebaño de ovejas. Lo más importante, sin embargo, era que cada día realizaba el gran sueño de su vida: viajar. Cuando se cansara de los campos de Andalucía podía vender sus ovejas y hacerse marinero. Cuando se cansara del mar ya habría conocido muchas ciudades, a muchas mujeres y muchas oportunidades de ser feliz.

«No entiendo cómo buscan a Dios en el seminario», pensó mientras miraba el sol que nacía. Siempre que le era posible buscaba un camino diferente para recorrer. Nunca había estado en aquella iglesia antes, a pesar de haber pasado tantas veces por allí. El mundo era grande e inagotable, y si él dejara que las ovejas le guiaran apenas un poquito, iba a terminar descubriendo más cosas interesantes. «El problema es que ellas no se dan cuenta de que están haciendo caminos nuevos cada día. No perciben que los pastos cambian, que las estaciones son diferentes, porque sólo están preocupadas por el agua y la comida. Quizá suceda lo mismo con todos nosotros —pensó el pastor—. Hasta conmigo, que no pienso en otras mujeres desde que conocí a la hija del comerciante.»

Miró al cielo y calculó que llegaría a Tarifa antes de la hora del almuerzo. Allí podría cambiar su libro por otro más voluminoso, llenar la bota de vino y afeitarse y cortarse el pelo; tenía que estar bien para su encuentro con la chica y no quería pensar en la posibilidad de que otro pastor hubiera llegado antes que él, con más ovejas, para pedir su mano.

«Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante», reflexionó mientras miraba de nuevo el cielo y apretaba el paso. Acababa de acordarse de que en Tarifa vivía una vieja capaz de interpretar los sueños. Y él había tenido un sueño repetido aquella noche.

La vieja condujo al muchacho hasta un cuarto en el fondo de la casa, separado de la sala por una cortina hecha con tiras de plástico de varios colores. Dentro había una mesa, una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y dos sillas.

La vieja se sentó y le pidió a él que hiciese lo mismo. Después le cogió ambas manos y empezó a rezar en voz baja. Parecía un rezo gitano. El muchacho ya había encontrado a muchos gitanos por el camino; los gitanos viajaban y, sin embargo, no cuidaban ovejas. La gente decía que su vida se basaba en engañar a los demás; también decían que tenían un pacto con los demonios, y que raptaban criaturas para tenerlas como esclavas en sus misteriosos campamentos. De pequeño siempre había tenido mucho miedo de que lo raptaran los gitanos, y ese temor antiguo revivió mientras la vieja le sujetaba las manos.

«Pero tiene la imagen del Sagrado Corazón de Jesús», pensó procurando calmarse. No quería que sus manos empezaran a temblar y la vieja percibiese su miedo. Rezó un padrenuestro en silencio.

—Qué interesante —dijo la vieja sin apartar los ojos de la mano del muchacho. Y volvió a guardar silencio.

El chico se estaba poniendo nervioso. Sin poder impedirlo, sus manos empezaron a temblar, y la vieja se dio cuenta. Él las retiró rápidamente.

—No he venido aquí para que me lean las manos —dijo, ya arrepentido de haber entrado en aquella casa. Pensó por un momento que era mejor pagar la consulta e irse de allí sin saber nada. Le estaba dando demasiada importancia a un sueño repetido.

—Tú has venido a saber de sueños —respondió la vieja—. Y los sueños son el lenguaje de Dios. Cuando Él habla el lenguaje del mundo, yo puedo interpretarlo. Pero si habla el lenguaje de tu alma, sólo tú podrás entenderlo. Y yo te voy a cobrar la consulta de cualquier manera.

«Otro truco», pensó el muchacho. Sin embargo, decidió arriesgarse.

Un pastor corre siempre el riesgo de los lobos o de la sequía, y eso es lo que hace que el oficio de pastor sea más excitante.

—Tuve el mismo sueño dos veces seguidas —explicó—. Soñé que estaba en un prado con mis ovejas cuando aparecía un niño y empezaba a jugar con los animales. No me gusta que molesten a mis ovejas, porque se asustan de los extraños. Pero los niños siempre consiguen tocar a los animales sin que ellos se asusten. No sé por qué. No sé cómo pueden saber los animales la edad de los seres humanos.

—Vuelve a tu sueño —ordenó la vieja—. Tengo una olla en el fuego. Además, tienes poco dinero y no puedes comprar todo mi tiempo.

—El niño seguía jugando con las ovejas durante algún tiempo — continuó el muchacho, un poco presionado— y de repente me cogía de la mano y me llevaba hasta las Pirámides de Egipto.

El chico esperó un poco para ver si la vieja sabía lo que eran las Pirámides de Egipto. Pero la vieja continuó callada.

—Entonces, en las Pirámides de Egipto —pronunció las tres últimas palabras lentamente, para que la vieja pudiera entender bien—, el niño me decía: «Si vienes hasta aquí encontrarás un tesoro escondido.» Y cuando iba a mostrarme el lugar exacto, me desperté. Las dos veces.

La vieja continuó en silencio durante algún tiempo. Después volvió a coger las manos del muchacho y a estudiarlas atentamente.

—No voy a cobrarte nada ahora —dijo la vieja—. Pero quiero una décima parte del tesoro si lo encuentras.

El muchacho rió feliz. ¡Iba a ahorrarse el poco dinero que tenía gracias a un sueño que hablaba de tesoros escondidos! La vieja debía de ser realmente gitana, porque los gitanos tenían fama de ser un poco tontos.

—Entonces interprete el sueño —le pidió.

—Antes, jura. Júrame que me vas a dar la décima parte de tu tesoro a cambio de lo que voy a decirte.

El chico juró. La vieja le pidió que repitiera el juramento mirando la imagen del Sagrado Corazón de Jesús.

—Es un sueño del Lenguaje del Mundo —dijo ella—. Puedo interpretarlo, aunque es una interpretación muy difícil. Por eso creo que merezco mi parte en tu hallazgo. He aquí la interpretación: tienes que ir hasta las Pirámides de Egipto. Nunca oí hablar de ellas, pero si fue un niño el que te las mostró es porque existen. Allí encontrarás un tesoro que te hará rico.

El muchacho se quedó sorprendido y después irritado. No necesitaba haber buscado a la vieja para esto. Finalmente recordó que no iba a pagar nada.

—Para esto no necesitaba haber perdido mi tiempo —dijo.

—Por eso te dije que tu sueño era difícil. Las cosas simples son las más extraordinarias, y sólo los sabios consiguen verlas. Puesto que yo no soy sabia, tengo que conocer otras artes, como la lectura de las manos.

—¿Y cómo voy a llegar hasta Egipto?

—Yo sólo interpreto sueños. No sé transformarlos en realidad. Por eso tengo que vivir de lo que mis hijas me dan.

—¿Y si no llego hasta Egipto?

—Me quedo sin cobrar. No sería la primera vez.

Y la vieja no dijo nada más. Le pidió al muchacho que se fuera, porque ya había perdido mucho tiempo con él. El muchacho salió decepcionado y convencido de que no creería nunca más en sueños. Se acordó de que tenía varias cosas que hacer: fue al colmado a comprar algo de comida, cambió su libro por otro más grueso y se sentó en un banco de la plaza para saborear el nuevo vino que había comprado. Era un día caluroso y el vino, por uno de estos misterios insondables, conseguía refrescar un poco su cuerpo. Las ovejas estaban a la entrada de la ciudad, en el establo de un nuevo amigo suyo. Conocía a mucha gente por aquellas zonas, y por eso le gustaba viajar. Uno siempre acaba haciendo amigos nuevos y no es necesario quedarse con ellos día tras día. Cuando vemos siempre a las mismas personas (y esto pasaba en el seminario) terminamos haciendo que pasen a formar parte de nuestras vidas. Y como ellas forman parte de nuestras vidas, pasan también a querer modificar nuestras vidas. Y si no somos como ellas esperan que

seamos, se molestan. Porque todas las personas saben exactamente cómo debemos vivir nuestra vida.

Y nunca tienen idea de cómo deben vivir sus propias vidas. Como la mujer de los sueños, que no sabía transformarlos en realidad.

Decidió esperar a que el sol estuviera un poco más bajo antes de seguir con sus ovejas en dirección al campo. Dentro de dos días estaría con la hija del comerciante.

Empezó a leer el libro que le había proporcionado el cura de Tarifa. Era un libro voluminoso, que hablaba de un entierro ya desde la primera página. Además, los nombres de los personajes eran complicadísimos. Pensó que si algún día él escribía un libro haría aparecer a los personajes de forma sucesiva, para que los lectores no tuviesen tanto trabajo en recordar nombres.

Cuando consiguió concentrarse un poco en la lectura —y era buena, porque hablaba de un entierro en la nieve, lo que le transmitía una sensación de frío debajo de aquel inmenso sol—, un viejo se sentó a su lado y empezó a buscar conversación.

—¿Qué están haciendo? —preguntó el viejo señalando a las personas en la plaza.

—Están trabajando —repuso el muchacho secamente, y volvió a fingir que estaba concentrado en la lectura. En realidad estaba pensando en esquilar las ovejas delante de la hija del comerciante, para que ella viera que era capaz de hacer cosas interesantes. Ya había imaginado esta escena una infinidad de veces: en todas ellas, la chica quedaba deslumbrada cuando él empezaba a explicarle que las ovejas se deben esquilar desde atrás hacia adelante. También intentaba acordarse de algunas buenas historias para contarle mientras esquilaba las ovejas. Casi todas las historias las había leído en los libros, pero las contaría como si las hubiera vivido personalmente. Ella nunca se daría cuenta porque no sabía leer libros. El viejo, sin embargo, insistió. Explicó que estaba cansado, con sed, y le pidió un trago de vino. El muchacho le ofreció su botella; quizá así se callaría.

Pero el viejo quería conversación a toda costa. Le preguntó qué libro estaba leyendo. Él pensó en ser descortés y cambiarse de banco, pero su padre le había enseñado a respetar a los ancianos. Entonces ofreció el libro al viejo por dos razones: la primera, porque no sabía pronunciar el título; y la segunda, porque si el viejo no sabía leer, sería él quien se cambiaría de banco para no sentirse humillado.

—Humm... —dijo el viejo inspeccionando el volumen por todos los costados, como si fuese un objeto extraño—. Es un libro importante, pero muy aburrido.

El muchacho se quedó sorprendido. El viejo sabía leer, y además ya había leído aquel libro. Y si era aburrido, como él decía, aún tendría tiempo de cambiarlo por otro.

—Es un libro que habla de lo que hablan casi todos los libros — continuó el viejo—. De la incapacidad que las personas tienen para escoger su propio destino. Y termina haciendo que todo el mundo crea la mayor mentira del mundo.

—¿Cuál es la mayor mentira del mundo? —indagó, sorprendido, el muchacho.

—Es ésta: en un determinado momento de nuestra existencia, perdemos el control de nuestras vidas, y éstas pasan a ser gobernadas por el destino. Ésta es la mayor mentira del mundo.

—Conmigo no sucedió tal cosa —replicó el muchacho—. Querían que yo fuese cura, pero yo decidí ser pastor.

—Así es mejor —dijo el viejo—, porque te gusta viajar.

«Ha adivinado mi pensamiento», reflexionó el chico. El viejo, mientras tanto, hojeaba el grueso libro sin la menor intención de devolvérselo. El muchacho observó que vestía una ropa extraña; parecía un árabe, lo cual no era raro en aquella región. África quedaba a pocas horas de Tarifa; sólo había que cruzar el pequeño estrecho en un barco. Muchas veces aparecían árabes en la ciudad, haciendo compras y rezando oraciones extrañas varias veces al día.

—¿De dónde es usted? —preguntó.

—De muchas partes.

—Nadie puede ser de muchas partes —dijo el muchacho—. Yo soy un pastor y estoy en muchas partes, pero soy de un único lugar, de una ciudad cercana a un castillo antiguo. Allí fue donde nací.

—Entonces podemos decir que yo nací en Salem.

El muchacho no sabía dónde estaba Salem, pero no quiso preguntarlo para no sentirse humillado con la propia ignorancia.

Permaneció un rato contemplando la plaza. Las personas iban y venían, y parecían muy ocupadas.

—¿Cómo está Salem? —preguntó buscando alguna pista.

—Como siempre.

Esto no era ninguna pista. Pero sabía que Salem no estaba en Andalucía, si no él ya la habría conocido.

—¿Y qué hace usted en Salem? —insistió.

—¿Que qué es lo que hago en Salem? —El viejo por primera vez soltó una buena carcajada—. ¡Vamos! ¡Yo soy el rey de Salem!

La gente dice muchas cosas raras, pensó el muchacho. A veces es mejor estar con las ovejas, que son calladas y se limitan a buscar alimento y agua. O es mejor estar con los libros, que cuentan historias fantásticas siempre en los momentos en que uno quiere oírlas. Pero cuando uno habla con personas, éstas dicen ciertas cosas que nos dejan sin saber cómo continuar la conversación.

—Mi nombre es Melquisedec —dijo el viejo—. ¿Cuántas ovejas tienes?

—Las suficientes —respondió el muchacho. El viejo empezaba a querer saber demasiado sobre su vida.

—Entonces estamos ante un problema. No puedo ayudarte mientras tú consideres que tienes las ovejas suficientes.

El muchacho se irritó. No había pedido ayuda. Era el viejo quien había pedido vino, conversación y el libro.

—Devuélvame el libro —dijo—. Tengo que ir a buscar mis ovejas y seguir adelante.

—Dame la décima parte de tus ovejas —propuso el viejo—, y yo te enseñaré cómo llegar hasta el tesoro escondido.

 

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