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Детектив «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке

Продолжение известного детектива Марио Пьюзо «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке. Начало детективного романа читайте по ссылке «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке, предыдущую часть книги – по ссылке «Крёстный отец» (El Padrino).

Другие произведения самых различных жанров и направлений от известных писателей всего мира можно читать онлайн или скачать бесплатно в разделе «Книги на испанском». Для любителей слушать книги есть раздел «Аудиокниги на испанском языке» - в нём есть аудиокниги с текстом для начинающих и аудиосказки для детей.

Тем, кто изучает испанский язык по фильмам или просто любит смотреть кино Испании и стран Латинской Америки, будет интересен раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке».

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Возвращаемся к роману «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке. На этой странице идёт продолжение романа Марио Пьюзо, ссылка на следующую часть будет в конце страницы.

 

El Padrino

***

El día terminó muy bien para Connie Corleone. Carlo Rizzi cumplió con su deber de esposo con destreza y vigor, estimulado por el contenido de la bolsa de la novia, que totalizaba más de veinte mil dólares. La novia, sin embargo, entregó su virginidad más a gusto que su bolsa. Tanta fue su resistencia a desprenderse del dinero, que Carlo tuvo que ponerle un ojo morado.

 

Lucy Mancini esperaba en su casa a que Sonny Corleone la llamara, convencida de que le pediría una cita. Finalmente, llamó a casa de Sonny, pero cuando oyó a través del hilo una voz de mujer, colgó. Lo que ella no podía saber era que prácticamente todos los invitados se habían dado cuenta de la larga ausencia de ellos dos durante la fiesta, como tampoco podía saber que se murmuraba que Santino Corleone había encontrado otra víctima, que “se había aprovechado” de la dama de honor de su propia hermana.

 

Amerigo Bonasera tuvo una terrible pesadilla. En sueños vio a Don Corleone ataviado con una visera, polainas y guantes, descargando unos cadáveres acribillados a balazos enfrente de la funeraria, y gritando: “Recuerda, Amerigo, ni una palabra a nadie, y entiérralos enseguida”. Tan apremiantes debieron de ser sus gruñidos, que su esposa se despertó.

– ¡Eh! ¿Pero qué clase de hombre eres? –se quejó–. Mira que tener pesadillas después de una boda...

 

Paulie Gatto y Clemenza escoltaron a Kay Adams hasta su hotel de Nueva York. El automóvil era grande y lujoso, y lo conducía Gatto, a cuyo lado se sentó ella, mientras Clemenza lo hacía en el asiento posterior. Los dos hombres le parecieron tremendamente exóticos. Hablaban con la jerga típica de Brooklyn, pero a ella la trataron con exagerada cortesía. Durante el trayecto, la conversación se centró en menudencias, y Kay se sorprendió al observar el respeto y el afecto que parecían sentir por Michael. Pese a que éste le había hecho creer que era completamente ajeno al mundo en el que su padre se movía, Clemenza le aseguró, con su extraño lenguaje y su voz gutural, que “el viejo” estaba convencido de que Michael era el mejor de sus hijos, el que seguramente heredaría los negocios de la familia.

– ¿Qué clase de negocios son? –preguntó Kay, con toda naturalidad y con más o menos fingida inocencia.

Paulie Gatto le dirigió una rápida mirada mientras tomaba una curva.

– ¿No se lo ha dicho Michael? –respondió Clemenza en tono de sorpresa–. Don Corleone es el mayor importador de aceite de oliva italiano de Estados Unidos. Ahora que la guerra ha terminado, el negocio marchará viento en popa. Necesitará a un muchacho listo como Michael.

En el hotel, Clemenza insistió en acompañarla hasta el mostrador de recepción.

– El patrón dijo que nos aseguráramos que llegara bien –adujo, ante las protestas de la muchacha–, y debo asegurarme de que así sea.

Cuando le hubieron entregado la llave de su habitación, Clemenza la acompañó hasta el ascensor y esperó a que entrara. Ella, sonriente, se despidió con la mano y de nuevo se sorprendió al ver la amistosa sonrisa de Clemenza. Claro que su impresión hubiera sido muy diferente si hubiera podido ver al hombre de Don Corleone acercándose al recepcionista para preguntarle con qué nombre se había registrado.

El empleado del hotel miró fríamente a Clemenza. Este puso un billete en la mano del empleado, quien lo tomó inmediatamente, al tiempo que respondía: “Señora Corleone”.

– Una dama muy distinguida ¿eh? –dijo Paulie Gatto, una vez en el automóvil.

– Mike se la está tirando –gruñó Clemenza.

Aunque tal vez se habían casado en secreto, pensó.

– Llámame mañana temprano –dijo a Paulie Gatto–. Hagen tiene un trabajo para nosotros. Parece que es algo delicado.

 

El domingo por la noche, Tom Hagen se despidió cariñosamente de su esposa y se dirigió al aeropuerto. Con su tarjeta especial de prioridad (regalo de un alto funcionario del Pentágono) no tuvo problema alguno para encontrar plaza en un avión con destino a Los Ángeles.

Para Tom Hagen, el día había sido agotador, pero se sentía satisfecho. Genco Abbandando había muerto a las tres de la mañana, y cuando Don Corleone regresó del hospital, había informado a Hagen de que a partir de aquel momento pasaba a ser el consigliere oficial de la Familia. Por ello, Tom Hagen estaba seguro de que llegaría a ser un hombre muy rico, y, además –¿por qué no decirlo?– también muy poderoso.

El Don había roto una larga tradición. Los consigliere habían sido siempre de sangre cien por cien siciliana. Sólo a un siciliano, a un iniciado en el sistema de la amena, la ley del silencio, podía confiársele el puesto clave de consigliere, Entre el cabeza de la Familia, Don Corleone, que dictaba lo que debía hacerse, y los ejecutivos, que llevaban a cabo lo ordenado por el Don, había tres abogados. De este modo, los ejecutivos no tenían contacto alguno con el más alto nivel. Para el jefe, el único peligro podía venir únicamente de un consigliere traidor. Aquel domingo por la mañana, Don Corleone dio instrucciones explícitas sobre lo que debía hacerse con los dos jóvenes que habían maltratado a la hija de Amerigo Bonasera. Sin embargo, las órdenes las había dado en privado a Tom Hagen, quien a su vez, más tarde y también sin testigos, dio instrucciones a Clemenza. Este último era quien debía transmitir la orden a Paulie Gatto para que realizara el encargo, cuidara de reclutar a los hombres necesarios y dirigiera la operación. Ni Paulie Gatto ni sus hombres sabrían por qué tenían que realizar aquella tarea, ni quién la había ordenado. Para que un eslabón de la cadena se rompiera, habría sido necesario que alguien traicionara al Don, y esto nunca había ocurrido, aunque nadie aseguraba que no pudiera suceder en un futuro. En tal caso, también estaba previsto el remedio. Haciendo desaparecer el eslabón de la cadena afectado, todo solucionado.

El consigliere era también lo que su nombre indicaba: el consejero del Don, su mano derecha, su cerebro auxiliar, su mejor compañero y su más íntimo amigo. En los viajes importantes, conducía el automóvil del Don; en las conferencias, salía a buscar refrescos, café, bocadillos o cigarros para el Don. Sabía todo o casi todo lo que sabía el Don, conocía todas las células del poder. Era el único hombre que podía destruir al Don. Sin embargo, ningún consigliere había traicionado jamás a un Don; por lo menos ninguna de las poderosas familias sicilianas que se habían establecido en América recordaba que tal cosa hubiese ocurrido. La traición a un Don era un acto sin futuro. Todos los consiguen sabían que si permanecían fieles, tendrían dinero, poder y el respeto de todos. Si alguna desgracia ocurría a un consigliere, su esposa e hijos no carecerían de nada y serían protegidos como si él viviera o estuviera libre. La única condición era que se mantuviera fiel.

En algunos asuntos, el consigliere tenía que actuar por cuenta de su Don de manera más abierta, pero sin comprometerlo en modo alguno. Hagen volaba hacia California para solucionar uno de tales asuntos. Se daba perfecta cuenta de que en su carrera de consigliere influiría considerablemente el éxito o el fracaso de esa misión. En realidad, teniendo en cuenta la envergadura de los negocios de la Familia, el que Johnny Fontane obtuviera o no el papel en la película era una menudencia. Mucho más importante era, en cambio, la entrevista que Hagen había concertado para el viernes siguiente con Virgil Sollozzo. Pero Hagen sabía que, para el Don, ambos asuntos tenían igual importancia, y siendo así, todo buen consigliere dejaba automáticamente de hacer cabalas al respecto.

 

El ruido de los motores del avión puso nervioso a Tom Hagen, que para tranquilizarse pidió un “martini” a la azafata. Tanto el Don como Johnny le habían hablado del carácter del productor cinematográfico Jack Woltz. Por lo que Johnny había dicho, Hagen estaba convencido de que no lograría hacer entrar en razón al productor. Por otra parte, tampoco tenía la menor duda de que el Don cumpliría la palabra dada a Johnny. Su papel se reducía al de mero negociador.

Recostado en su butaca, Hagen pasó revista a toda la información que le habían proporcionado. Jack Woltz era uno de los tres productores más importantes de Hollywood, propietario de su propio estudio, que había firmado contrato con docenas de grandes estrellas. Era miembro de la sección cinematográfica del Gabinete Asesor de Información Bélica del presidente de Estados Unidos, lo cual significaba que colaboraba en la realización de películas de propaganda. Había cenado en la Casa Blanca y J. Edgar Hoover había estado en su casa de Hollywood. No obstante, todo aquello era menos importante de lo que parecía. No eran sino relaciones oficiales. Woltz no tenía ningún poder político personal; en primer lugar, porque era un reaccionario de mucho cuidado, y, en segundo lugar, porque era un megalómano que imponía su criterio despótica y dictatorialmente, sin pararse a pensar en que ello le granjeaba la enemistad de cuantos estaban a sus órdenes.

Hagen suspiró. No veía la forma de convencer a Jack Woltz. Abrió su portafolios y trató de trabajar un poco, pero estaba demasiado cansado. Pidió otro martini y se puso a reflexionar sobre su pasado. No se arrepentía de nada. Al contrario, se daba cuenta de que había tenido una suerte extraordinaria. Por lo que fuere, el camino que había escogido diez años atrás era el mejor. El éxito le sonreía, era tan feliz como pudiera serlo cualquier hombre adulto, y encontraba que la vida merecía la pena.

Tom Hagen tenía treinta y cinco años. Era un hombre de figura esbelta y facciones agradables. Se había graduado como abogado, pero su trabajo para la Familia no era en calidad de tal, a pesar de que después de terminar sus estudios llegó a ejercer durante tres años.

A los once años había sido compañero de juegos de Sonny Corleone. La madre de Hagen se había quedado ciega y murió cuando su hijo contaba precisamente esa edad. El padre, un bebedor empedernido, estaba completamente alcoholizado; era carpintero y, aunque en su vida jamás había hecho nada reprobable, la bebida acabó por arruinar a su familia y fue la causa de su propia muerte. Al quedarse huérfano, Tom se pasaba los días vagando por las calles, y por la noche dormía en cualquier rincón. Su hermana menor había sido puesta en manos de una buena familia por una institución benéfica. Pero en los años veinte, tales organizaciones no se preocupaban demasiado de los niños de doce años que eran tan desagradecidos como para huir de la caridad. Hagen sufrió una infección en la vista. Los vecinos decían que la había heredado de su madre y que la infección era contagiosa. Todos se apartaron de él. Sonny Corleone, un muchacho de once años, enérgico y de buen corazón, llevó a su amigo a casa y pidió a su padre que le dejara vivir con ellos. La primera comida que Tom Hagen hizo en casa de los Corleone fueron unos espaguetis con salsa de tomate. Hagen nunca había logrado olvidar el sabor de aquel primer plato. Después le dieron una buena cama de metal donde dormir. Fue como un sueño.

Del modo más natural, sin una sola palabra y sin que el asunto fuera discutido en modo alguno, Don Corleone había permitido que el muchacho se quedase a vivir en su casa. El mismo Don Corleone llevó al chico a un especialista, quien logró curarle completamente la infección ocular. Lo envió a la escuela y, después, a la universidad. En todo ello, el Don no actuó como un padre, sino como un guardián. Aunque no le demostraba afecto alguno, lo trataba con más cortesía que a sus propios hijos y nunca le imponía su voluntad. Fue el muchacho quien decidió por sí mismo cursar Derecho. Una vez había oído decir a Don Corleone que un abogado, con su cartera de mano, podía robar más que un centenar de hombres con metralletas.

Mientras, y contra la voluntad de su padre, Sonny y Freddie insistieron en entrar en los negocios familiares una vez terminada la enseñanza media. Sólo Michael había querido continuar estudiando, y se había alistado en la Marina al día siguiente del ataque japonés a Pearl Harbor.

Con el título de abogado en el bolsillo, Hagen se casó con una muchacha italiana de Nueva Jersey que, cosa rara por aquel entonces, había ido a la universidad. Después de la boda, que por supuesto se celebró en casa de los Corleone, el Don se ofreció a ayudar a Hagen en cuanto estuviera en su mano: conseguirle clientes para su bufete, amueblar su oficina, etc.

– Me gustaría trabajar para usted –había declarado Tom.

El Don se mostró tan sorprendido como complacido.

– ¿Sabes quién soy? –preguntó.

Hagen asintió. Por supuesto, ignoraba cuál era realmente el poder del Don, y seguiría ignorándolo durante los años que precedieron a su nombramiento de consigliere interino, debido a la enfermedad de Genco Abbandando.

Pese a ello, aseguró que sí lo sabía, mirando directamente a los ojos del Don. “Trabajaré para usted, del mismo modo que lo hacen sus hijos”, había dicho Hagen, y el tono de sus palabras traslucía su inamovible intención de ser leal y de aceptar totalmente la voluntad del Don. Con la comprensión que por aquel entonces ya empezaba a ser considerada como un distintivo de su genio, Don Corleone mostró por vez primera un afecto paternal hacia el joven. Le dio un fuerte abrazo y desde entonces lo trató como a un verdadero hijo, aunque de vez en cuando le recordaba que no olvidara a sus padres. Era una especie de recordatorio para Hagen, aunque tal vez lo era más todavía para el propio Don Corleone.

No obstante, no era probable que Hagen los olvidara. Su madre había estado casi loca, además de haber sido una mujer muy descuidada. Tom no recordaba de ella una sola muestra de afecto. En cuanto a su padre, siempre lo había odiado. La ceguera de su madre, poco antes de su muerte, había terminado de desmoralizar al muchacho, y su propia infección ocular le parecía un funesto preámbulo. Cuando su padre murió, la joven mente de Tom Hagen sufrió una curiosa transformación. Había vagabundeado por las calles como un animal en espera de la muerte hasta el día en que Sonny lo encontró durmiendo en un rincón y se lo llevó a casa. Lo que había sucedido después fue un milagro. Sin embargo, durante años Tom Hagen había tenido horribles pesadillas en las que tanto él como sus hijos perdían la vista. Algunas mañanas, al despertar, lo primero que recordaba era el rostro de Don Corleone, y entonces se sentía seguro.

Pese a todo ello, el Don había insistido en que durante tres años compaginara el ejercicio de la abogacía con el trabajo en los negocios de la Familia. Con el tiempo esta experiencia le fue muy valiosa y le sirvió para despejar cualquier duda que pudiera albergar en relación con el tipo de negocios a que se dedicaba el Don. Luego había pasado dos años trabajando en una importante firma de criminalistas en la que Don Corleone tenía cierta influencia, y donde pronto se hizo evidente que el joven Hagen estaba muy bien dotado para esta rama de la abogacía. Después pasó a dedicarse en exclusiva a los negocios de la Familia, y Don Corleone nunca había tenido, en los seis años que siguieron, nada que reprocharle.

Cuando ocupó el cargo de consigliere interino, las otras poderosas familias sicilianas empezaron a referirse a la familia Corleone calificándola de “la banda irlandesa”. Hagen encontró el mote muy divertido, pero también se dio cuenta de que nunca podría aspirar a suceder al Don en los negocios familiares. A pesar de todo, estaba satisfecho. En realidad, nunca había aspirado a suceder al Don, pues tal ambición hubiera sido una gran “falta de respeto” para con su benefactor y para con la verdadera familia de éste.

 

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