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«Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке – продолжение книги

«Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке – читайте онлайн продолжение книги, автор – Марио Пьюзо. Начало книги читайте по ссылке «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке.

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Возвращаемся к роману «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке. На этой странице идёт продолжение романа Марио Пьюзо, ссылка на следующую часть будет в конце страницы.

 

El Padrino

***

Don Corleone recibió al hombretón con un abrazo. De niños habían jugado juntos, allá en Italia, y su amistad nunca se había roto. Cada año, por Pascua, Don Corleone recibía unas tortas grandes como ruedas de camión, hechas de queso y trigo, con la corteza de color dorado. En Navidad y en ocasión de fiestas familiares, toda clase de pasteles confeccionados en el horno de Nazorine proclamaban el respeto que éste sentía por el Don. Y desde hacía largos años, malos y buenos, Nazorine pagaba religiosamente su tributo a la unión de panaderos organizada por el Don. Nunca había pedido un favor, a excepción de los cupones para adquirir azúcar durante la guerra. Ahora había llegado el momento de hacer valer sus derechos de amigo leal, y Don Corleone se sentiría muy complacido de poder ayudarle.

Don Vito dio al panadero un cigarro Di Nobili y un vaso de dorado Strega, y apoyó la mano en el hombro de Nazorine, como animándole a hablar: una prueba evidente de la humanidad del Don. Por amarga experiencia sabía cuánto valor se necesitaba para pedir un favor a un amigo.

El panadero contó la historia de su hija y Enzo, un buen muchacho italiano, oriundo de Sicilia, que había sido capturado por las tropas americanas, enviado a Estados Unidos como prisionero de guerra, y puesto en libertad bajo palabra para sustituir en algunos trabajos a los que luchaban en el frente. Entre el honrado Enzo y la pura Katherine había nacido un gran amor, pero ahora que la guerra había terminado, el pobre muchacho sería repatriado a Italia y ella seguramente moriría de pena. Sólo el Padrino Corleone podía ayudar a los jóvenes enamorados. Era su última esperanza.

El Don y Nazorine paseaban de un lado a otro de la habitación, la mano del Don siempre sobre los hombros del panadero. Don Corleone comprendía perfectamente – sus gestos afirmativos así lo indicaban – el problema.

Cuando el panadero hubo terminado, Don Corleone sonrió amistosamente.

– Deja de preocuparte, amigo mío –dijo.

Luego le explicó cuidadosamente lo que había que hacer. Hablaría con el miembro de la Cámara de Representantes del distrito, quien se ocuparía de que Enzo se convirtiera en ciudadano americano. Con toda seguridad, el Congreso no se opondría, pues los congresistas suelen ayudarse mutuamente. Don Corleone añadió que el asunto costaría dinero, unos dos mil dólares, más o menos, y que él personalmente se haría cargo de todo.

¿Tenía el amigo Nazorine algún inconveniente?

El panadero negó vigorosamente con la cabeza. Nunca se hubiera atrevido a esperar semejante favor a cambio de nada. Y es que Nazorine sabía que un acta especial del Congreso no era cosa fácil de obtener.

El panadero casi lloraba de agradecimiento. Don Corleone lo acompañó hasta la puerta, asegurándole que recibiría la visita de las personas encargadas de los detalles y de rellenar los documentos necesarios. Antes de adentrarse en el jardín, el panadero lo abrazó con emoción.

– Nazorine hará un buen negocio –observó Hagen, sonriendo–. Obtendrá un yerno y un ayudante barato y perpetuo, todo por dos mil dólares.

Luego, tras una pequeña pausa, añadió:

– ¿A quién tengo que encargar el asunto?

– No a nuestro paesano –respondió Don Corleone, tras unos instantes de reflexión–. Encárgaselo al judío del distrito vecino. Ahora que la guerra ha terminado, supongo que se nos presentarán otros muchos casos parecidos. Deberíamos tener más gente en Washington, para que pudieran absorber el trabajo que nos espera, y eso sin alterar los precios.

Hagen anotó en su libreta: “No el congresista Luteco, sino Fischer”.

 

El hombre que Hagen acompañó en segundo lugar estaba atormentado por un problema muy simple. Se llamaba Anthony Coppola, y era hijo de un hombre con el que Don Corleone había trabajado en su juventud, en el tendido de una vía ferroviaria. Necesitaba quinientos dólares para abrir una pizzería y pagar el depósito de los muebles y enseres, incluido el horno especial, y por razones que no hacen al caso no querían concederle el crédito. El Don sacó de uno de sus bolsillos un fajo de billetes y contó, pero el dinero no alcanzaba.

– Préstame cien dólares. Te los devolveré el lunes, cuando vaya al banco – dijo a Tom Hagen, sonriendo. Coppola se apresuró a asegurar que con cuatrocientos ya se arreglaría, pero Don Corleone le dio un golpecito amistoso en el hombro.

– Esta boda me ha dejado un poco corto de dinero –le confesó humildemente, como disculpándose.

Don Corleone tomó el dinero que le entregaba Hagen, lo añadió al que había sacado de su bolsillo, y se lo tendió todo a Anthony Coppola.

Hagen no podía disimular su admiración. El Don siempre insistía en que, si un hombre es verdaderamente generoso, hace los favores de un modo personal. Seguro que Anthony Coppola se sentía halagado al ver que un hombre como el Don pedía prestado para él. Naturalmente, Anthony Coppola sabía que el Don era millonario, pero ¿cuántos millonarios habrían hecho por un pobre amigo lo que Corleone acababa de hacer?

 

En cuanto Coppola hubo salido, el Don interrogó con la mirada a Hagen.

– No está en la lista, pero Luca Brasi desea verle –anunció–. Comprende que no puede ser en público, pero quiere felicitarle a usted personalmente. Por primera vez, el Don parecía disgustado.

– ¿Es necesario? –preguntó.

– Usted le conoce mejor que yo –alegó Hagen–. Está muy contento por haber sido invitado a la boda. Creo que no lo esperaba. Supongo que querrá darle las gracias.

Don Corleone asintió e indicó con un ademán que Luca Brasi podía ser llevado a su presencia.

 

En el jardín, Kay Adams quedó impresionada por la furia violácea impresa en el rostro de Luca Brasi. Michael había llevado a Kay a la fiesta para que la muchacha, poco a poco, fuera comprendiendo qué clase de hombre era su padre. Sin embargo, Kay sólo parecía considerar al Don como un hombre de negocios poco escrupuloso. Michael decidió contarle parte de la verdad, aunque de modo indirecto. Le explicó que Luca Brasi era uno de los hombres más temidos de los bajos fondos del Este. Según se contaba, su mayor talento consistía en realizar personalmente los asesinatos que se le encomendaban. Al no tener cómplices, era casi imposible que la ley lo descubriera.

– No sé hasta qué punto es cierto todo esto. Lo que sí sé es que es una especie de amigo de mi padre –dijo Michael, sonriendo levemente.

Por vez primera, Kay empezó a comprender.

– ¿Insinúas que un hombre así trabaja para tu padre? –preguntó, insegura.

Al diablo con todo, pensó Michael. Kay podía y debía saberlo.

– Hace casi quince años, algunos individuos trataron de hacerse con el negocio de importación de aceite de mi padre. Trataron de matarlo y casi lo lograron. Luca Brasi se encargó de ellos. Resultado: mató a seis hombres en dos semanas, con lo cual terminó la famosa guerra del aceite de oliva – explicó Michael, quien al final sonrió como si hubiese explicado un chiste.

– ¿Quieres decir que tu padre fue tiroteado por una banda de gángsters? – preguntó Kay, con voz estremecida.

– Hace quince años. Desde entonces todo ha sido una balsa de aceite – respondió él, temiendo haber ido demasiado lejos.

– Sólo quieres asustarme –dijo Kay–. Lo que ocurre es que no quieres que me case contigo –bromeó la muchacha, dándole un amistoso codazo en las costillas–. Te crees muy listo ¿eh?

– Sólo pretendo que lo medites bien –contestó Michael, devolviéndole la sonrisa.

– ¿De verdad mató a seis hombres? –interrogó Kay.

– Eso dijeron los periódicos –contestó Mike–. Nadie pudo probarlo. Pero se cuenta otra historia de Luca Brasi, una historia de la que nadie habla. Debe de ser tan terrible, que ni siquiera mi padre la menciona jamás. Tom Hagen la sabe, pero nunca ha querido contármela. En cierta ocasión, bromeando, le dije: “¿Cuándo seré lo bastante mayor para que me expliquéis esa historia relacionada con Luca?”. Tom me contestó: “Cuando tengas cien años”.

Realmente, Luca Brasi era un hombre capaz de asustar al mismo diablo. De corta estatura y cuadrado, su sola presencia llevaba la intranquilidad a cualquier ambiente. Sus ojos eran color marrón pero fríos como el hielo. Su boca, más que cruel, parecía sin vida; delgada, como de goma y de color morado.

Tenía fama de ser un hombre terriblemente violento y era legendaria su devoción por Don Corleone. De hecho, en sí mismo era una de las bases sobre las que se asentaba el poder del Don. No había muchos como él. No temía a la policía, ni a la sociedad, ni a Dios, ni al infierno; no temía ni amaba a nadie. Pero había elegido, había escogido temer y amar a Don Corleone.

Una vez en presencia del Don, el terrible Brasi se convirtió en manso cordero. Dio la enhorabuena a Don Corleone y expresó su esperanza de que el primer vástago fuera un niño. Luego entregó al Don un paquete lleno de dinero como obsequio para los recién casados. Había logrado su objetivo.

Hagen se dio perfecta cuenta del cambio operado en Don Corleone, quien recibió a Brasi tal como un rey saludaría a un súbdito que le hubiese prestado un gran servicio, es decir, guardando las distancias pero con respeto y consideración. Todos los gestos, todas las palabras de Don Corleone indicaban a Luca Brasi con toda claridad que se le valoraba en gran medida. El Don no mostró sorpresa ni por un momento ante el hecho de que el regalo le fuera entregado personalmente. Lo comprendía.

La suma que había en el sobre superaba, casi con toda seguridad, la de los demás sobres. Brasi había pasado muchas horas decidiendo cuál sería la suma más adecuada, teniendo en cuenta, claro está, lo que probablemente darían los demás. Quería ser el más generoso, para demostrar el alcance de su respeto, y ésa era la razón por la que había querido entregar en persona su sobre al Don, torpeza que el Don supo disculpar. Hagen vio que el rostro de Luca Brasi mudaba su expresión, por lo general siniestra, por otra casi alegre y amable. Antes de salir de la estancia, el hombre besó la mano del Don mientras Hagen, prudente, le dedicaba una amistosa sonrisa que Brasi agradeció con una mueca cortés de sus finos y amoratados labios.

Cuando la puerta se cerró detrás de Luca Brasi, Don Corleone lanzó un suspiro de alivio. Aquél era el único hombre del mundo capaz de ponerle nervioso; era una fuerza de la naturaleza, una fuerza que nadie podía controlar del todo. Al tratar con él, era preciso poner el mismo cuidado que al manejar dinamita. El Don se encogió de hombros. También era posible hacer estallar dinamita sin peligro alguno, si llegaba el caso. Miró interrogativamente a Hagen.

– ¿Es Bonasera el único que queda? –preguntó.

Hagen asintió. Don Corleone pareció meditar durante unos instantes.

– Antes de hacerlo entrar, di a Santino que venga –indicó finalmente–. Debo enseñarle algunas cosas.

 

En el jardín, Hagen buscó ansiosamente a Sonny Corleone. Dijo a Bonasera que tuviera paciencia, y se dirigió hacia donde estaban Michael Corleone y Kay Adams.

– ¿Has visto a Sonny por aquí? –preguntó.

Michael negó con la cabeza. ¡Vaya!, pensó Hagen, si Sonny se pasaba toda la fiesta dale que te pego en una habitación con la dama de honor, habría lío grande. Su esposa, los familiares de la chica... un desastre. Preocupado, apresuró el paso hacia el lugar por el que hacía media hora había desaparecido Sonny.

Al ver que Hagen se dirigía a la casa, Kay Adams preguntó a Michael Corleone:

– ¿Quién es? Me has dicho que es tu hermano, pero su apellido es diferente y, además, no parece italiano.

– Tom vive con nosotros desde que tenía doce años –respondió Michael–. Sus padres murieron, y él vagabundeaba por las calles con una infección en los ojos. Sonny lo trajo a casa una noche, y se quedó. No tenía adonde ir. Vivió con nosotros hasta que se casó.

Kay Adams estaba maravillada.

– ¡Qué romántico! Tu padre debe ser una persona de gran corazón. No todo el mundo se dedica a adoptar niños, teniendo tantos hijos propios.

Michael consideró que no valía la pena explicarle que los inmigrantes italianos consideraban que cuatro hijos eran pocos.

– Tom no fue adoptado. Simplemente vivió con nosotros –se limitó a decir.

– Ya. ¿Y por qué no lo adoptasteis? –preguntó ella con curiosidad.

Michael se rió.

– Porque mi padre dijo que no teníamos derecho a cambiar el apellido de Tom. Siempre consideró que sería una falta de respeto hacia sus padres.

Vieron cómo Hagen y Sonny se dirigían al despacho del Don, y Kay señaló a Amerigo Bonasera.

– ¿Por qué molestan a tu padre con asuntos de negocios en un día como éste? –preguntó.

Michael volvió a reír.

– Porque saben que un siciliano no puede negar nada el día de la boda de su hija –contestó–. Y ningún siciliano es capaz de dejar escapar una oportunidad como ésta.

 

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