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Рассказ «Медные буки» (El misterio de Copper Beeches) на испанском языке

Рассказ «Медные буки» (El misterio de Copper Beeches) на испанском языке – читать онлайн, автор книги – Артур Конан Дойль. Этот рассказ завершает сборник «Приключения Шерлока Холмса», который написал Артур Конан Дойль. Русский перевод названия рассказа «Медные буки» является авторским, а не точным, в отличие от испанского перевода (рассказы о Шерлоке Холмсе вообще стали очень популярными, и были переведены на многие самые распространённые языки мира).

Рассказы и повести, которые написал Артур Конан Дойль и другие известные писатели, можно читать онлайн в разделе «Книги на испанском».

Для тех, кто самостоятельно учит испанский язык по фильмам, создан раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке».

Для тех, кто хочет изучать испанский не только самостоятельно, но и с преподавателем или носителем языка, есть необходимая информация на странице «Испанский по скайпу».

 

Возвращаемся к рассказам о сыщике Шерлоке Холмсе, а точнее – к детективному рассказу «Медные буки» (El misterio de Copper Beeches) на испанском языке.

 

El misterio de Copper Beeches

 

- El hombre que ama el arte por el arte, - comentó Sherlock Holmes, dejando a un lado la hoja de anuncios del Daily Telegraph, -suele encontrar los placeres más intensos en sus manifestaciones más humildes y menos importantes. Me complace advertir, Watson, que hasta ahora ha captado us­ted esa gran verdad, y que en esas pequeñas crónicas de nuestros casos que ha tenido la bondad de redactar, debo decir que, embelleciéndolas en algunos puntos, no ha dado preferencia a las numerosas causes célèbres y procesos sensa­cionales en los que he intervenido, sino más bien a inciden­tes que pueden haber sido triviales, pero que daban ocasión al empleo de las facultades de deducción y síntesis que he convertido en mi especialidad.

- Y, sin embargo, - dije yo, sonriendo, -no me considero definitivamente absuelto de la acusación de sensacionalis­mo que se ha lanzado contra mis crónicas.

- Tal vez haya cometido un error, - apuntó él, tomando una brasa con las pinzas y encendiendo con ellas la larga pipa de cerezo que sustituía a la de arcilla cuando se sentía más dado a la polémica que a la reflexión. -Quizá se haya equivocado al intentar añadir color y vida a sus descripciones, en lugar de limitarse a exponer los sesudos razonamientos de causa a efecto, que son en realidad lo único verdaderamente digno de mención del asunto.

- Me parece que en ese aspecto le he hecho a usted justicia, - comenté, algo fríamente, porque me repugnaba la egolatría que, como había observado más de una vez, constituía un importante factor en el singular carácter de mi amigo.

- No, no es cuestión de vanidad o egoísmo, - dijo él, res­pondiendo, como tenía por costumbre, a mis pensamientos más que a mis palabras. -Si reclamo plena justicia para mi arte, es porque se trata de algo impersonal... algo que está más allá de mí mismo. El delito es algo corriente. La lógica es una rareza. Por tanto, hay que poner el acento en la lógica y no en el delito. Usted ha degradado lo que debía haber sido un curso académico, reduciéndolo a una serie de cuentos.

Era una mañana fría de principios de primavera, y des­pués del desayuno nos habíamos sentado a ambos lados de un chispeante fuego en el viejo apartamento de Baker Street. Una espesa niebla se extendía entre las hileras de casas par­duzcas, y las ventanas de la acera de enfrente parecían bo­rrones oscuros entre las densas volutas amarillentas. Tenía­mos encendida la luz de gas, que caía sobre el mantel arrancando reflejos de la porcelana y el metal, pues aún no habían recogido la mesa. Sherlock Holmes se había pasado callado toda la mañana, zambulléndose continuamente en las columnas de anuncios de una larga serie de periódicos, hasta que por fin, renunciando aparentemente a su búsque­da, había emergido, no de muy buen humor, para darme una charla sobre mis defectos literarios.

- Por otra parte, - comentó tras una pausa, durante la cual estuvo dándole chupadas a su larga pipa y contemplando el fuego, -dificilmente se le puede acusar a usted de sensacio­nalismo, cuando entre los casos por los que ha tenido la bondad de interesarse hay una elevada proporción que no tratan de ningún delito, en el sentido legal de la palabra. El asuntillo en el que intenté ayudar al rey de Bohemia, la cu­riosa experiencia de la señorita Mary Sutherland, el proble­ma del hombre del labio retorcido y el incidente de la boda del noble, fueron todos ellos casos que escapaban al alcance de la ley. Pero, al evitar lo sensacional, me temo que puede usted haber bordeado lo trivial.

- Puede que el desenlace lo fuera, - respondí, -pero sosten­go que los métodos fueron originales e interesantes.

- Psé. Querido amigo, ¿qué le importan al público, al gran público despistado, que sería incapaz de distinguir a un te­jedor por sus dientes o a un cajista de imprenta por su pulgar izquierdo, los matices más delicados del análisis y la deduc­ción? Aunque, la verdad, si es usted trivial no es por culpa suya, porque ya pasaron los tiempos de los grandes casos. El hombre, o por lo menos el criminal, ha perdido toda la ini­ciativa y la originalidad. Y mi humilde consultorio parece estar degenerando en una agencia para recuperar lápices ex­traviados y ofrecer consejo a señoritas de internado. Creo que por fin hemos tocado fondo. Esta nota que he recibido esta mañana marca, a mi entender, mi punto cero. Léala, - me tiró una carta arrugada.

Estaba fechada en Montague Place la noche anterior y decía:

«Querido señor Holmes: Tengo mucho interés en consultar­le acerca de si debería o no aceptar un empleo de institutriz que se me ha ofrecido. Si no tiene inconveniente, pasaré a vi­sitarle mañana a las diez y media. Suya afectísima,

Violet HUNTER.»

 

- ¿Conoce usted a esta joven? - pregunté.

- De nada.

- Pues ya son las diez y media.

- Sí, y sin duda es ella la que acaba de llamar a la puerta.

- Quizá resulte ser más interesante de lo que usted cree. Acuérdese del asunto del carbunclo azul, que al principio parecía una fruslería y se acabó convirtiendo en una investi­gación seria. Puede que ocurra lo mismo en este caso.

- ¡Ojalá sea así! Pero pronto saldremos de dudas, porque, o mucho me equivoco, o aquí la tenemos.

Mientras él hablaba se abrió la puerta y una j oven entró en la habitación. Iba vestida de un modo sencillo, pero con buen gusto; tenía un rostro expresivo e inteligente, pecoso como un huevo de chorlito, y actuaba con los modales desenvuel­tos de una mujer que ha tenido que abrirse camino en la vida.

- Estoy segura de que me perdonará que le moleste, - dijo mientras mi compañero se levantaba para saludarla. -Pero me ha ocurrido una cosa muy extraña y, como no tengo pa­dres ni familiares a los que pedir consejo, pensé que tal vez usted tuviera la amabilidad de indicarme qué debo hacer.

- Siéntese, por favor, señorita Hunter. Tendré mucho gus­to en hacer lo que pueda para servirla.

Me di cuenta de que a Holmes le habían impresionado fa­vorablemente los modales y la manera de hablar de su nuevo cliente. La contempló del modo inquisitivo que era habitual en él y luego se sentó a escuchar su caso con los párpados caídos y las puntas de los dedos juntas.

- He trabajado cinco años como institutriz, - dijo, -en la fa­milia del coronel Spence Munro, pero hace dos meses el co­ronel fue destinado a Halifax, Nueva Escocia, y se llevó a sus hijos a América, de modo que me encontré sin empleo. Puse anuncios y respondí a otros anuncios, pero sin éxito. Por fin empezó a acabárseme el poco dinero que tenía ahorrado y me devanaba los sesos sin saber qué hacer.

Existe en el West End una agencia para institutrices muy conocida, llamada Westway's, por la que solía pasarme una vez a la semana para ver si había surgido algo que pudiera convenirme. Westway era el apellido del fundador de la em­presa, pero quien la dirige en realidad es la señorita Stoper. Se sienta en un pequeño despacho, y las mujeres que buscan empleo aguardan en una antesala y van pasando una a una. Ella consulta sus ficheros y mira a ver si tiene algo que pueda interesarlas.

Pues bien, cuando me pasé por allí la semana pasada me hicieron entrar en el despacho como de costumbre, pero vi que la señorita Stoper no estaba sola. Junto a ella se sentaba un hombre prodigiosamente gordo, de rostro muy sonriente y con una enorme papada que le caía en pliegues sobre el cuello; llevaba un par de gafas sobre la nariz y miraba con mucho interés a las mujeres que iban entrando. Al llegar yo, dio un salto en su asiento y se volvió rápidamente hacia la se­ñorita Stoper.

- ¡Ésta servirá! - dijo. -No podría pedirse nada mejor. ¡Estupenda! ¡Estupenda!

- Parecía entusiasmado y se frotaba las manos de la ma­nera más alegre. Se trataba de un hombre de aspecto tan sa­tisfecho que daba gusto mirarlo.

- ¿Busca usted trabajo, señorita? - preguntó.

- Sí, señor.

- ¿Como institutriz?

- Sí, señor.

- ¿Y qué salario pide usted?

- En mi último empleo, en casa del coronel Spence Mun­ro, cobraba cuatro libras al mes.

- ¡Puf? ¡Denigrante! ¡Sencillamente denigrante! - excla­mó, elevando en el aire sus rollizas manos, como arrebatado por la indignación. -¿Cómo se le puede ofrecer una suma tan lamentable a una dama con semejantes atractivos y cua­lidades?

- Es posible, señor, que mis cualidades sean menos de lo que usted imagina, - dije yo. -Un poco de francés, un poco de alemán, música y dibujo...

- ¡Puf, puf? - exclamó. -Eso está fuera de toda duda. Lo que interesa es si usted posee o no el porte y la distinción de una dama. En eso radica todo. Si no los posee, entonces no está capacitada para educar a un niño que algún día puede desempeñar un importante papel en la historia de la nación. Pero si las tiene, ¿cómo podría un caballero pedirle que con­descendiera a aceptar nada por debajo de tres cifras? Si tra­baja usted para mí, señora, comenzará con un salario de cien libras al año.

Como podrá imaginar, señor Holmes, estando sin recur­sos como yo estaba, aquella oferta me pareció casi demasia­do buena para ser verdad. Sin embargo, el caballero, advir­tiendo tal vez mi expresión de incredulidad, abrió su cartera y sacó un billete.

- Es también mi costumbre, - dijo, sonriendo del modo más amable, hasta que sus ojos quedaron reducidos a dos ranuras que brillaban entre los pliegues blancos de su cara, -pagar medio salario por adelantado a mis jóvenes emplea­das, para que puedan hacer frente a los pequeños gastos del viaje y el vestuario.

Me pareció que nunca había conocido a un hombre tan fascinante y tan considerado. Como ya tenía algunas deudas con los proveedores, aquel adelanto me venía muy bien; sin embargo, toda la transacción tenía un algo de innatural que me hizo desear saber algo más antes de comprometerme.

- ¿Puedo preguntar dónde vive usted, señor? - dije.

- En Hampshire. Un lugar encantador en el campo, lla­mado Copper Beeches, cinco millas más allá de Winchester. Es una región preciosa, querida señorita, y la vieja casa de campo es sencillamente maravillosa.

- ¿Y mis obligaciones, señor? Me gustaría saber en qué consistirían.

- Un niño. Un pillastre delicioso, de sólo seis años. ¡Ten­dría usted que verlo matando cucarachas con una zapatilla! ¡Plaf, plaf, plafl ¡Tres muertas en un abrir y cerrar de ojos! - se echó hacia atrás en su asiento y volvió a reírse hasta que los ojos se le hundieron en la cara de nuevo.

Quedé un poco perpleja ante la naturaleza de las diver­siones del niño, pero la risa del padre me hizo pensar que tal vez estuviera bromeando.

- Entonces, mi única tarea, - dije, -sería ocuparme de este niño.

- No, no, no la única, querida señorita, no la única, - res­pondió. -Su tarea consistirá, como sin duda ya habrá imagi­nado, en obedecer todas las pequeñas órdenes que mi espo­sa le pueda dar, siempre que se trate de órdenes que una dama pueda obedecer con dignidad. No verá usted ningún inconveniente en ello, ¿verdad?

- Estaré encantada de poder ser útil.

- Perfectamente. Por ejemplo, en la cuestión del vestua­rio. Somos algo maniáticos, ¿sabe usted? Maniáticos pero buena gente. Si le pidiéramos que se pusiera un vestido que nosotros le proporcionáramos, no se opondría usted a nues­tro capricho, ¿verdad?

- No, - dije yo, bastante sorprendida por sus palabras. -O que se sentara en un sitio, o en otro; eso no le resulta­ría ofensivo, ¿verdad?

- Oh, no.

- O que se cortara el cabello muy corto antes de presen­tarse en nuestra casa...

Yo no daba crédito a mis oídos. Como puede usted ob­servar, señor Holmes, mi pelo es algo exuberante y de un tono castaño bastante peculiar. Han llegado a describirlo como artístico. Ni en sueños pensaría en sacrificarlo de bue­nas a primeras.

- Me temo que eso es del todo imposible, - dije. Él me es­taba observando atentamente con sus ojillos, y pude adver­tir que al oír mis palabras pasó una sombra por su rostro.

- Y yo me temo que es del todo esencial, - dijo. -Se trata de un pequeño capricho de mi esposa, y los caprichos de las damas, señorita, los caprichos de las damas hay que satisfa­cerlos. ¿No está dispuesta a cortarse el pelo?

- No, señor, la verdad es que no, - respondí con firmeza.

- Ah, muy bien. Entonces, no hay más que hablar. Es una pena, porque en todos los demás aspectos habría servido de maravilla. Dadas las circunstancias, señorita Stoper, tendré que examinar a algunas más de sus señoritas.

La directora de la agencia había permanecido durante toda la entrevista ocupada con sus papeles, sin dirigirnos la palabra a ninguno de los dos, pero en aquel momento me miró con tal expresión de disgusto que no pude evitar sos­pechar que mi negativa le había hecho perder una espléndi­da comisión.

- ¿Desea usted que sigamos manteniendo su nombre en nuestras listas? - preguntó.

- Si no tiene inconveniente, señorita Stoper.

- Pues, la verdad, me parece bastante inútil, viendo el modo en que rechaza usted las ofertas más ventajosas, - dijo secamente. -No esperará usted que nos esforcemos por en­contrarle otra ganga como ésta. Buenos días, señorita Hun­ter, - hizo sonar un gong que tenía sobre la mesa, y el botones me acompañó a la salida.

Pues bien, cuando regresé a mi alojamiento y encontré la despensa medio vacía y dos o tres facturas sobre la mesa, empecé a preguntarme si no habría cometido una estupidez. Al fin y al cabo, si aquella gente tenía manías extrañas y es­peraba que se obedecieran sus caprichos más extravagantes, al menos estaban dispuestos a pagar por sus excentricida­des. Hay muy pocas institutrices en Inglaterra que ganen cien libras al año. Además, ¿de qué me serviría el pelo? A muchas mujeres les favorece llevarlo corto, y yo podía ser una de ellas. Al día siguiente ya tenía la impresión de haber cometido un error, y un día después estaba plenamente con­vencida. Estaba casi decidida a tragarme mi orgullo hasta el punto de regresar a la agencia y preguntar si la plaza estaba aún disponible, cuando recibí esta carta del caballero en cuestión. La he traído y se la voy a leer:

"The Copper Beeches, cerca de Winchester.

Querida señorita Hunter: La señorita Stoper ha tenido la amabilidad de darme su dirección, y le escribo desde aquí para preguntarle si ha reconsiderado su posición. Mi esposa tiene mucho interés en que venga, pues le agradó mucho la descripción que yo le hice de usted. Estamos dispuestos a pa­garle treinta libras al trimestre, o ciento veinte al año, para compensarle por las pequeñas molestias que puedan ocasio­narle nuestros caprichos. Al fin y al cabo, tampoco exigimos demasiado. A mi esposa le encanta un cierto tono de azul eléc­trico, y le gustaría que usted llevase un vestido de ese color por las mañanas. Sin embargo, no tiene que incurrir en el gasto de adquirirlo, ya que tenemos uno perteneciente a mi querida hija Alice (actualmente en Filadelfia), que creo que le sentaría muy bien. En cuanto a lo de sentarse en un sitio o en otro, o practicar los entretenimientos que se le indiquen, no creo que ello pueda ocasionarle molestias. Y con respecto a su cabello, no cabe duda de que es una lástima, especialmente si se tiene en cuenta que no pude evitar fijarme en su belleza durante nuestra breve entrevista, pero me temo que debo mantener­me firme en este punto, y solamente confío en que el aumento de salario pueda compensarle de la pérdida. Sus obligaciones en lo referente al niño son muy llevaderas. Le ruego que haga lo posible por venir; yo la esperaría con un coche en Winches­ter. Hágame saber en qué tren llega. Suyo afectísimo.

 

- Ésta es la carta que acabo de recibir, señor Holmes, y ya he tomado la decisión de aceptar. Sin embargo, me pareció que antes de dar el paso definitivo debía someter el asunto a su consideración.

- Bien, señorita Hunter, si su decisión está tomada, eso deja zanjado el asunto, - dijo Holmes sonriente.

- ¿Usted no me aconsejaría rehusar?

- Confieso que no me gustaría que una hermana mía aceptara ese empleo.

- ¿Qué significa todo esto, señor Holmes?

- ¡Ah! Carezco de datos. No puedo decirle. ¿Se ha forma­do usted alguna opinión?

- Bueno, a mí me parece que sólo existe una explicación posible. El señor Rucastle parecía ser un hombre muy ama­ble y bondadoso. ¿No es posible que su esposa esté loca, que él desee mantenerlo en secreto por miedo a que la internen en un asilo, y que le siga la corriente en todos sus caprichos para evitar una crisis?

- Es una posible explicación. De hecho, tal como están las cosas, es la más probable. Pero, en cualquier caso, no parece un sitio muy adecuado para una joven.

- Pero ¿y el dinero, señor Holmes? ¿Y el dinero?

- Sí, desde luego, la paga es buena... demasiado buena. Eso es lo que me inquieta. ¿Por qué iban a darle ciento veinte al año cuando tendrían institutrices para elegir por cuarenta? Tiene que existir una razón muy poderosa.

- Pensé que si le explicaba las circunstancias, usted lo en­tendería si más adelante solicitara su ayuda. Me sentiría mu­cho más segura sabiendo que una persona como usted me cubre las espaldas.

- Oh, puede irse convencida de ello. Le aseguro que su pe­queño problema promete ser el más interesante que se me ha presentado en varios meses. Algunos aspectos resultan ver­daderamente originales. Si tuviera usted dudas o se viera en peligro...

- ¿Peligro? ¿En qué peligro está pensando? Holmes meneó la cabeza muy serio.

- Si pudiéramos definirlo, dejaría de ser un peligro, - dijo. -Pero a cualquier hora, de día o de noche, un telegrama suyo me hará acudir en su ayuda.

- Con eso me basta, - se levantó muy animada de su asien­to, habiéndose borrado la ansiedad de su rostro. -Ahora puedo ir a Hampshire mucho más tranquila. Escribiré de in­mediato al señor Rucastle, sacrificaré mi pobre cabellera esta noche y partiré hacia Winchester mañana, - con unas frases de agradecimiento para Holmes, nos deseó buenas noches y se marchó presurosa.

- Por lo menos, - dije mientras oíamos sus pasos rápidos y firmes escaleras abajo, -parece una jovencita perfectamen­te capaz de cuidar de sí misma.

- Y le va a hacer falta, - dijo Holmes muy serio. -O mucho me equivoco, o recibiremos noticias suyas antes de que pa­sen muchos días.

No tardó en cumplirse la predicción de mi amigo. Trans­currieron dos semanas, durante las cuales pensé más de una vez en ella, preguntándome en qué extraño callejón de la ex­periencia humana se había introducido aquella mujer soli­taria. El insólito salario, las curiosas condiciones, lo liviano del trabajo, todo apuntaba hacia algo anormal, aunque esta­ba fuera de mis posibilidades determinar si se trataba de una manía inofensiva o de una conspiración, si el hombre era un filántropo o un criminal. En cuanto a Holmes, observé que muchas veces se quedaba sentado durante media hora o más, con el ceño fruncido y aire abstraído, pero cada vez que yo mencionaba el asunto, él lo descartaba con un gesto de la mano. «¡Datos, datos, datos!» - exclamaba con impacien­cia. -«¡No puedo hacer ladrillos sin arcilla!» Y, sin embargo, siempre acababa por murmurar que no le gustaría que una hermana suya hubiera aceptado semejante empleo.

El telegrama que al fin recibimos llegó una noche, justo cuando yo me disponía a acostarme y Holmes se preparaba para uno de los experimentos nocturnos en los que frecuen­temente se enfrascaba; en aquellas ocasiones, yo lo dejaba por la noche, inclinado sobre una retorta o un tubo de ensa­yo, y lo encontraba en la misma posición cuando bajaba a desayunar por la mañana. Abrió el sobre amarillo y, tras echar un vistazo al mensaje, me lo pasó.

- Mire el horario de trenes en la guía, - dijo, volviéndose a enfrascar en sus experimentos químicos.

La llamada era breve y urgente:

«Por favor, esté en el Hotel Black Swan de Winchester maña­na a mediodía. ¡No deje de venir! No sé qué hacer.

HUNTER.»

 

- ¿Viene usted conmigo?

- Me gustaría.

- Pues mire el horario.

- Hay un tren a las nueve y media, - dije, consultando la guía. -Llega a Winchester a las once y media.

- Nos servirá perfectamente. Quizá sea mejor que aplace mi análisis de las acetonas, porque mañana puede que nece­sitemos estar en plena forma.

A las once de la mañana del día siguiente nos acercábamos ya a la antigua capital inglesa. Holmes había permanecido todo el viaje sepultado en los periódicos de la mañana, pero en cuanto pasamos los límites de Hampshire los dejó a un lado y se puso a admirar el paisaje. Era un hermoso día de primavera, con un cielo azul claro, salpicado de nubecillas algodonosas que se desplazaban de oeste a este. Lucía un sol muy brillante, a pesar de lo cual el aire tenía un frescor esti­mulante, que aguzaba la energía humana. Por toda la campi­ña, hasta las ondulantes colinas de la zona de Aldershot, los tejadillos rojos y grises de las granjas asomaban entre el ver­de claro del follaje primaveral.

- ¡Qué hermoso y lozano se ve todo! - exclamé con el entu­siasmo de quien acaba de escapar de las nieblas de Baker Street.

Pero Holmes meneó la cabeza con gran seriedad.

- Ya sabe usted, Watson, - dijo, -que una de las maldicio­nes de una mente como la mía es que tengo que mirarlo todo desde el punto de vista de mi especialidad. Usted mira esas casas dispersas y se siente impresionado por su belleza. Yo las miro, y el único pensamiento que me viene a la cabeza es lo aisladas que están, y la impunidad con que puede come­terse un crimen en ellas.

- ¡Cielo santo! - exclamé. -¿Quién sería capaz de asociar la idea de un crimen con estas preciosas casitas?

- Siempre me han producido un cierto horror. Tengo la convicción, Watson, basada en mi experiencia, de que las ca­llejuelas más sórdidas y miserables de Londres no cuentan con un historial delictivo tan terrible como el de la sonriente y hermosa campiña inglesa.

- ¡Me horroriza usted!

- Pero la razón salta a la vista. En la ciudad, la presión de la opinión pública puede lograr lo que la ley es incapaz de conseguir. No hay callejuela tan miserable como para que los gritos de un niño maltratado o los golpes de un marido borracho no despierten la simpatía y la indignación del ve­cindario; y además, toda la maquinaria de la justicia está siempre tan a mano que basta una palabra de queja para po­nerla en marcha, y no hay más que un paso entre el delito y el banquillo. Pero fijese en esas casas solitarias, cada una en sus propios campos, en su mayor parte llenas de gente pobre e ignorante que sabe muy poco de la ley. Piense en los actos de crueldad infernal, en las maldades ocultas que pueden cometerse en estos lugares, año tras año, sin que nadie se en­tere. Si esta dama que ha solicitado nuestra ayuda se hubiera ido a vivir a Winchester, no temería por ella. Son las cinco millas de campo las que crean el peligro. Aun así, resulta cla­ro que no se encuentra amenazada personalmente.

- No. Si puede venir a Winchester a recibirnos, también podría escapar.

- Exacto. Se mueve con libertad.

- Pero entonces, ¿qué es lo que sucede? ¿No se le ocurre ninguna explicación?

- Se me han ocurrido siete explicaciones diferentes, cada una de las cuales tiene en cuenta los pocos datos que cono­cemos. Pero ¿cuál es la acertada? Eso sólo puede determi­narlo la nueva información que sin duda nos aguarda. Bue­no, ahí se ve la torre de la catedral, y pronto nos enteraremos de lo que la señorita Hunter tiene que contarnos.

El Black Swan era una posada de cierta fama situada en High Street, a muy poca distancia de la estación, y allí estaba la joven aguardándonos. Había reservado una habitación y nuestro almuerzo nos esperaba en la mesa.

- ¡Cómo me alegro de que hayan venido! - dijo ferviente­mente. -Los dos han sido muy amables. Les digo de verdad que no sé qué hacer. Sus consejos tienen un valor inmenso para mí.

- Por favor, explíquenos lo que le ha ocurrido.

- Eso haré, y más vale que me dé prisa, porque he prome­tido al señor Rucastle estar de vuelta antes de las tres. Me dio permiso para venir ala ciudad esta mañana, aunque poco se imagina a qué he venido.

- Oigámoslo todo por riguroso orden, - dijo Holmes, esti­rando hacia el fuego sus largas y delgadas piernas y dispo­niéndose a escuchar.

- En primer lugar, puedo decir que, en conjunto, el señor y la señora Rucastle no me tratan mal. Es de justicia decirlo. Pero no los entiendo y no me siento tranquila con ellos.

- ¿Qué es lo que no entiende?

- Los motivos de su conducta. Pero se lo voy a contar tal como ocurrió. Cuando llegué, el señor Rucastle me recibió aquí y me llevó en su coche a Copper Beeches. Tal como él había dicho, está en un sitio precioso, pero la casa en sí no es bonita. Es un bloque cuadrado y grande, encalado pero todo manchado por la humedad y la intemperie. A su alrededor hay bosques por tres lados, y por el otro hay un campo en cuesta, que baja hasta la carretera de Southampton, la cual hace una curva a unas cien yardas de la puerta principal. Este terreno de delante pertenece a la casa, pero los bosques de alrededor forman parte de las propiedades de lord Sout­herton. Un conjunto de hayas cobrizas plantadas frente a la puerta delantera da nombre a la casa.

El propio señor Rucastle, tan amable como de costum­bre, conducía el carricoche, y aquella tarde me presentó a su mujer y al niño. La conjetura que nos pareció tan probable allá en su casa de Baker Street resultó falsa, señor Holmes. La señora Rucastle no está loca. Es una mujer callada y pálida, mucho más joven que su marido; no llegará a los treinta años, cuando el marido no puede tener menos de cuarenta y cinco. He deducido de sus conversaciones que llevan casa­dos unos siete años, que él era viudo cuando se casó con ella, y que la única descendencia que tuvo con su primera esposa fue esa hija que ahora está en Filadelfia. El señor Rucastle me dijo confidencialmente que se marchó porque no soportaba a su madrastra. Dado que la hija tendría por lo menos veinte años, me imagino perfectamente que se sintiera incómoda con la joven esposa de su padre.

La señora Rucastle me pareció tan anodina de mente como de cara. No me cayó ni bien ni mal. Es como si no exis­tiera. Se nota a primera vista que siente devoción por su ma­rido y su hijito. Sus ojos grises pasaban continuamente del uno al otro, pendiente de sus más mínimos deseos y antici­pándose a ellos si podía. Él la trataba con cariño, a su mane­ra vocinglera y exuberante, y en conjunto parecían una pa­reja feliz. Y, sin embargo, esta mujer tiene una pena secreta. A menudo se queda sumida en profundos pensamientos, con una expresión tristísima en el rostro. Más de una vez la he sorprendido llorando. A veces he pensado que era el ca­rácter de su hijo lo que la preocupaba, pues jamás en mi vida he conocido criatura más malcriada y con peores instintos. Es pequeño para su edad, con una cabeza desproporcionadamente grande. Toda su vida parece transcurrir en una al­ternancia de rabietas salvajes e intervalos de negra melanco­lía. Su único concepto de la diversión parece consistir en ha­cer sufrir a cualquier criatura más débil que él, y despliega un considerable talento para el acecho y captura de ratones, pajarillos e insectos. Pero prefiero no hablar del niño, señor Holmes, que en realidad tiene muy poco que ver con mi his­toria.

- Me gusta oír todos los detalles, - comentó mi amigo, -tanto si le parecen relevantes como si no.

- Procuraré no omitir nada de importancia. Lo único de­sagradable de la casa, que me llamó la atención nada más lle­gar, es el aspecto y conducta de los sirvientes. Hay sólo dos, marido y mujer. Toller, que así se llama, es un hombre tosco y grosero, con pelo y patillas grises, y que huele constante­mente a licor. Desde que estoy en la casa lo he visto dos veces completamente borracho, pero el señor Rucastle parece no darse cuenta. Su esposa es una mujer muy alta y fuerte, con cara avinagrada, tan callada como la señora Rucastle, pero mucho menos tratable. Son una pareja muy desagradable, pero afortunadamente me paso la mayor parte del tiempo en el cuarto del niño y en el mío, que están uno junto a otro en una esquina del edificio.

Los dos primeros días después de mi llegada a Copper Beeches, mi vida transcurrió muy tranquila; al tercer día, la señora Rucastle bajó inmediatamente después del desayuno y le susurró algo al oído a su marido.

- Oh, sí, - dijo él, volviéndose hacia mí. -Le estamos muy agradecidos, señorita Hunter, por acceder a nuestros capri­chos hasta el punto de cortarse el pelo. Veamos ahora cómo le sienta el vestido azul eléctrico. Lo encontrará extendido sobre la cama de su habitación, y si tiene la bondad de po­nérselo se lo agradeceremos muchísimo.

El vestido que encontré esperándome tenía una tonali­dad azul bastante curiosa. El material era excelente, una es­pecie de lana cruda, pero presentaba señales inequívocas de haber sido usado. No me habría sentado mejor ni aunque me lo hubieran hecho a la medida. Tanto el señor como la se­ñora Rucastle se mostraron tan encantados al verme con él, que me pareció que exageraban en su vehemencia. Estaban aguardándome en la sala de estar, que es una habitación muy grande, que ocupa la parte delantera de la casa, con tres ventanales hasta el suelo. Cerca del ventanal del centro ha­bían instalado una silla, con el respaldo hacia fuera. Me pi­dieron que me sentara en ella y, a continuación, el señor Ru­castle empezó a pasear de un extremo a otro de la habitación contándome algunos de los chistes más graciosos que he oído en mi vida. No se puede imaginar lo cómico que estu­vo; me reí hasta quedar agotada. Sin embargo, la señora Ru­castle, que evidentemente no tiene sentido del humor, ni si­quiera llegó a sonreír; se quedó sentada con las manos en el regazo y una expresión de tristeza y ansiedad en el rostro. Al cabo de una hora, poco más o menos, el señor Rucastle co­mentó de pronto que ya era hora de iniciar las tareas cotidia­nas y que debía cambiarme de vestido y acudir al cuarto del pequeño Edward.

Dos días después se repitió la misma representación, en circunstancias exactamente iguales. Una vez más me cambié de vestido, volví a sentarme en la silla y volví a partirme de risa con los graciosísimos chistes de mi patrón, que parece poseer un repertorio inmenso y los cuenta de un modo ini­mitable. A continuación, me entregó una novela de tapas amarillas y, tras correr un poco mi silla hacia un lado, de ma­nera que mi sombra no cayera sobre las páginas, me pidió que le leyera en voz alta. Leí durante unos diez minutos, co­menzando en medio de un capítulo, y de pronto, a mitad de una frase, me ordenó que lo dejara y que me cambiara de vestido.

Puede usted imaginarse, señor Holmes, la curiosidad que yo sentía acerca del significado de estas extravagantes representaciones. Me di cuenta de que siempre ponían mu­cho cuidado en que yo estuviera de espaldas a la ventana, y empecé a consumirme de ganas de ver lo que ocurría a mis espaldas. Al principio me pareció imposible, pero pronto se me ocurrió una manera de conseguirlo. Se me había roto el espejito de bolsillo y eso me dio la idea de esconder un peda­cito de espejo en el pañuelo. A la siguiente ocasión, en me­dio de una carcajada, me llevé el pañuelo a los ojos, y con un poco de maña me las arreglé para ver lo que había detrás de mí. Confieso que me sentí decepcionada. No había nada.

Al menos, ésa fue mi primera impresión. Sin embargo, al mirar de nuevo me di cuenta de que había un hombre para­do en la carretera de Southampton; un hombre de baja esta­tura, barbudo y con un traje gris, que parecía estar mirando hacia mí. La carretera es una vía importante, y siempre suele haber gente por ella. Sin embargo, este hombre estaba apo­yado en la verja que rodea nuestro campo, y miraba con mu­cho interés. Bajé el pañuelo y encontré los ojos de la señora Rucastle fijos en mí, con una mirada sumamente inquisitiva. No dijo nada, pero estoy convencida de que había adivinado que yo tenía un espejo en la mano y había visto lo que había detrás de mí. Se levantó al instante.

- Jephro, - dijo, -hay un impertinente en la carretera que está mirando a la señorita Hunter.

- ¿No será algún amigo suyo, señorita Hunter? - pregun­tó él.

- No; no conozco a nadie por aquí.

- ¡Válgame Dios, qué impertinencia! Tenga la bondad de darse la vuelta y hacerle un gesto para que se vaya.

- ¿No sería mejor no darnos por enterados?

- No, no; entonces le tendríamos rondando por aquí a to­das horas. Haga el favor de darse la vuelta e indíquele que se marche, así.

Hice lo que me pedían, y al instante la señora Rucastle bajó la persiana. Esto sucedió hace una semana, y desde en­tonces no me he vuelto a sentar en la ventana ni me he pues­to el vestido azul, ni he visto al hombre de la carretera.

- Continúe, por favor, - dijo Holmes. -Su narración pro­mete ser de lo más interesante.

- Me temo que le va a parecer bastante inconexa, y lo más probable es que exista poca relación entre los diferentes in­cidentes que menciono. El primer día que pasé en Copper Beeches, el señor Rucastle me llevó a un pequeño cobertizo situado cerca de la puerta de la cocina. Al acercarnos, oí un ruido de cadenas y el sonido de un animal grande que se movía.

- Mire por aquí, - dijo el señor Rucastle, indicándome una rendija entre dos tablas. -¿No es una preciosidad?

Miré por la rendija y distinguí dos ojos que brillaban y una figura confusa agazapada en la oscuridad.

- No se asuste, - dijo mi patrón, echándose a reír ante mi sobresalto. -Es solamente Carlo, mi mastín. He dicho mío, pero en realidad el único que puede controlarlo es el viejo Toller, mi mayordomo. Sólo le damos de comer una vez al día, y no mucho, de manera que siempre está tan agresivo como una salsa picante. Toller lo deja suelto cada noche, y que Dios tenga piedad del intruso al que le hinque el diente. Por lo que más quiera, bajo ningún pretexto ponga los pies fuera de casa por la noche, porque se jugaría usted la vida.

No se trataba de una advertencia sin fundamento, por­que dos noches después se me ocurrió asomarme a la venta­na de mi cuarto a eso de las dos de la madrugada. Era una hermosa noche de luna, y el césped de delante de la casa se veía plateado y casi tan iluminado como de día. Me encon­traba absorta en la apacible belleza de la escena cuando sentí que algo se movía entre las sombras de las hayas cobrizas. Por fin salió a la luz de la luna y vi lo que era: un perro gigan­tesco, tan grande como un ternero, de piel leonada, carrillos colgantes, hocico negro y huesos grandes y salientes. Atrave­só lentamente el césped y desapareció en las sombras del otro lado. Aquel terrible y silencioso centinela me provocó un escalofrío como no creo que pudiera causarme ningún ladrón.

Y ahora voy a contarle una experiencia muy extraña. Como ya sabe, me corté el pelo en Londres, y lo había guar­dado, hecho un gran rollo, en el fondo de mi baúl. Una no­che, después de acostar al niño, me puse a inspeccionar los muebles de mi habitación y ordenar mis cosas. Había en el cuarto un viejo aparador, con los dos cajones superiores va­cíos y el de abajo cerrado con llave. Ya había llenado de ropa los dos primeros cajones y aún me quedaba mucha por guardar; como es natural, me molestaba no poder utilizar el tercer cajón. Pensé que quizás estuviera cerrado por olvido, así que saqué mi juego de llaves e intenté abrirlo. La primera llave encajó a la perfección y el cajón se abrió. Dentro no ha­bía más que una cosa, pero estoy segura de que jamás adivi­naría usted qué era. Era mi mata de pelo.

La cogí y la examiné. Tenía la misma tonalidad y la mis­ma textura. Pero entonces se me hizo patente la imposibili­dad de aquello. ¿Cómo podía estar mi pelo guardado en aquel cajón? Con las manos temblándome, abrí mi baúl, vol­qué su contenido y saqué del fondo mi propia cabellera. Co­loqué una junto a otra, y le aseguro que eran idénticas. ¿No era extraordinario? Me sentí desconcertada e incapaz de comprender el significado de todo aquello. Volví a meter la misteriosa mata de pelo en el cajón y no les dije nada a los Rucastle, pues sentí que quizás había obrado mal al abrir un cajón que ellos habían dejado cerrado.

Como habrá podido notar, señor Holmes, yo soy obser­vadora por naturaleza, y no tardé en trazarme en la cabeza un plano bastante exacto de toda la casa. Sin embargo, había un ala que parecía completamente deshabitada. Frente a las habitaciones de los Toller había una puerta que conducía a este sector, pero estaba invariablemente cerrada con llave. Sin embargo, un día, al subir las escaleras, me encontré con el señor Rucastle que salía por aquella puerta con las llaves en la mano y una expresión en el rostro que lo convertía en una persona totalmente diferente del hombre orondo y jo­vial al que yo estaba acostumbrada. Traía las mejillas enro­jecidas, la frente arrugada por la ira, y las venas de las sienes hinchadas de furia. Cerró la puerta y pasó junto a mí sin mi­rarme ni dirigirme la palabra.

Esto despertó mi curiosidad, así que cuando salí a dar un paseo con el niño, me acerqué a un sitio desde el que podía ver las ventanas de este sector de la casa. Eran cuatro en hi­lera, tres de ellas simplemente sucias y la cuarta cerrada con postigos. Evidentemente, allí no vivía nadie. Mientras pa­seaba de un lado a otro, dirigiendo miradas ocasionales a las ventanas, el señor Rucastle vino hacia mí, tan alegre y jovial como de costumbre.

- ¡Ah! - dijo. -No me considere un maleducado por ha­ber pasado junto a usted sin saludarla, querida señorita. Es­taba preocupado por asuntos de negocios.

- Le aseguro que no me ha ofendido, - respondí. -Por cierto, parece que tiene usted ahí una serie completa de ha­bitaciones, y una de ellas cerrada a cal y canto.

- Uno de mis hobbies es la fotografía, - dijo, -y allí tengo instalado mi cuarto oscuro. ¡Vaya, vaya! ¡Qué jovencita tan observadora nos ha caído en suerte! ¿Quién lo habría creí­do? ¿Quién lo habría creído?

Hablaba en tono de broma, pero sus ojos no bromeaban al mirarme. Leí en ellos sospecha y disgusto, pero nada de bromas.

Bien, señor Holmes, desde el momento en que compren­dí que había algo en aquellas habitaciones que yo no debía conocer, ardí en deseos de entrar en ellas. No se trataba de simple curiosidad, aunque no carezco de ella. Era más bien una especie de sentido del deber... Tenía la sensación de que de mi entrada allí se derivaría algún bien. Dicen que existe la intuición femenina; posiblemente era eso lo que yo sentía.

En cualquier caso, la sensación era real, y yo estaba atenta a la menor oportunidad de traspasar la puerta prohibida. »La oportunidad no llegó hasta ayer. Puedo decirle que, además del señor Rucastle, tanto Toller como su mujer tie­nen algo que hacer en esas habitaciones deshabitadas, y una vez vi a Toller entrando por la puerta con una gran bolsa de lona negra. Últimamente, Toller está bebiendo mucho, y ayer por la tarde estaba borracho perdido; y cuando subí las escaleras, encontré la llave en la puerta. Sin duda, debió ol­vidarla allí. El señor y la señora Rucastle se encontraban en la planta baja, y el niño estaba con ellos, así que disponía de una oportunidad magnífica. Hice girar con cuidado la llave en la cerradura, abrí la puerta y me deslicé a través de ella.

Frente a mí se extendía un pequeño pasillo, sin empape­lado y sin alfombra, que doblaba en ángulo recto al otro ex­tremo. A la vuelta de esta esquina había tres puertas segui­das; la primera y la tercera estaban abiertas, y las dos daban a sendas habitaciones vacías, polvorientas y desangeladas, una con dos ventanas y la otra sólo con una, tan cubiertas de suciedad que la luz crepuscular apenas conseguía abrirse paso a través de ellas. La puerta del centro estaba cerrada, y atrancada por fuera con uno de los barrotes de una cama de hierro, uno de cuyos extremos estaba sujeto con un candado a una argolla en la pared, y el otro atado con una cuerda. También la cerradura estaba cerrada, y la llave no estaba allí. Indudablemente, esta puerta atrancada correspondía a la ventana cerrada que yo había visto desde fuera; y, sin embar­go, por el resplandor que se filtraba por debajo, se notaba que la habitación no estaba a oscuras. Evidentemente, había una claraboya que dejaba entrar la luz por arriba. Mientras estaba en el pasillo mirando aquella puerta siniestra y pre­guntándome qué secreto ocultaba, oí de pronto ruido de pa­sos dentro de la habitación y vi una sombra que cruzaba de un lado a otro en la pequeña rendija de luz que brillaba bajo la puerta. Al ver aquello, se apoderó de mí un terror loco e irrazonable, señor Holmes. Mis nervios, que ya estaban de punta, me fallaron de repente, di media vuelta y eché a co­rrer. Corrí como si detrás de mí hubiera una mano espanto­sa tratando de agarrar la falda de mi vestido. Atravesé el pa­sillo, crucé la puerta y fui a parar directamente en los brazos del señor Rucastle, que esperaba fuera.

- ¡Vaya! - dijo sonriendo. -¡Así que era usted! Me lo ima­giné al ver la puerta abierta.

- ¡Estoy asustadísima! - gemí.

- ¡Querida señorita! ¡Querida señorita! - no se imagina usted con qué dulzura y amabilidad lo decía. -¿Qué es lo que la ha asustado, querida señorita?

Pero su voz era demasiado zalamera; se estaba excedien­do. Al instante me puse en guardia contra él.

- Fui tan tonta que me metí en el ala vacía, - respondí. -Pero está todo tan solitario y tan siniestro con esta luz mor­tecina que me asusté y eché a correr. ¡Hay allí un silencio tan terrible!

- ¿Sólo ha sido eso? - preguntó, mirándome con insisten­cia.

- ¿Pues qué se había creído? - pregunté a mi vez.

- ¿Por qué cree usted que tengo cerrada esta puerta?

- Le aseguro que no lo sé.

- Pues para que no entren los que no tienen nada que ha­cer ahí. ¿Entiende? - seguía sonriendo de la manera más amistosa.

- Le aseguro que de haberlo sabido...

- Bien, pues ya lo sabe. Y si vuelve a poner el pie en este umbral..., - en un instante, la sonrisa se endureció hasta con­vertirse en una mueca de rabia y me miró con cara de demo­nio..., -la echaré al mastín.

Estaba tan aterrada que no sé ni lo que hice. Supongo que salí corriendo hasta mi habitación. Lo siguiente que re­cuerdo es que estaba tirada en mi cama, temblando de pies a cabeza. Entonces me acordé de usted, señor Holmes. No podía seguir viviendo allí sin que alguien me aconsejara. Me daba miedo la casa, el dueño, la mujer, los criados, hasta el niño... Todos me parecían horribles. Si pudiera usted venir aquí, todo iría bien. Naturalmente, podría haber huido de la casa, pero mi curiosidad era casi tan fuerte como mi miedo. No tardé en tomar una decisión: enviarle a usted un telegra­ma. Me puse el sombrero y la capa, me acerqué a la oficina de telégrafos, que está como a media milla de la casa, y al regre­sar ya me sentía mucho mejor. Al acercarme a la puerta, me asaltó la terrible sospecha de que el perro estuviera suelto, pero me acordé de que Toller se había emborrachado aquel día hasta quedar sin sentido, y sabía que era la única persona de la casa que tenía alguna influencia sobre aquella fiera y podía atreverse a dejarla suelta. Entré sin problemas y per­manecí despierta durante media noche de la alegría que me daba el pensar en verle a usted. No tuve ninguna dificultad en obtener permiso para venir a Winchester esta mañana, pero tengo que estar de vuelta antes de las tres, porque el se­ñor y la señora Rucastle van a salir de visita y estarán fuera toda la tarde, así que tengo que cuidar del niño. Y ya le he contado todas mis aventuras, señor Holmes. Ojalá pueda us­ted decirme qué significa todo esto y, sobre todo, qué debo hacer.

Holmes y yo habíamos escuchado hechizados el extraor­dinario relato. Al llegar a este punto, mi amigo se puso en pie y empezó a dar zancadas por la habitación, con las manos en los bolsillos y una expresión de profunda seriedad en su ros­tro.

- ¿Está Toller todavía borracho? - preguntó.

- Sí. Esta mañana oí a su mujer decirle a la señora Rucastle que no podía hacer nada con él.

- Eso está bien. ¿Y los Rucastle van a salir esta tarde?

- Sí.

- ¿Hay algún sótano con una buena cerradura?

- Sí, la bodega.

- Me parece, señorita Hunter, que hasta ahora se ha com­portado usted como una mujer valiente y sensata. ¿Se siente capaz de realizar una hazaña más? No se lo pediría si no la considerara una mujer bastante excepcional.

- Lo intentaré. ¿De qué se trata?

- Mi amigo y yo llegaremos a Copper Beeches a las siete. A esa hora, los Rucastle estarán fuera y Toller, si tenemos suer­te, seguirá incapaz. Sólo queda la señora Toller, que podría dar la alarma. Si usted pudiera enviarla a la bodega con cual­quier pretexto y luego cerrarla con llave, nos facilitaría in­mensamente las cosas.

- Lo haré.

- ¡Excelente! En tal caso, consideremos detenidamente el asunto. Por supuesto, sólo existe una explicación posible. La han llevado a usted allí para suplantar a alguien, y este al­guien está prisionero en esa habitación. Hasta aquí, resulta evidente. En cuanto a la identidad de la prisionera, no me cabe duda de que se trata de la hija, la señorita Alice Rucastle si no recuerdo mal, la que le dijeron que se había marchado a América. Está claro que la eligieron a usted porque se parece a ella en la estatura, la figura y el color del cabello. A ella se lo habían cortado, posiblemente con motivo de alguna enfer­medad, y, naturalmente, había que sacrificar también el suyo. Por una curiosa casualidad, encontró usted su cabelle­ra. El hombre de la carretera era, sin duda, algún amigo de ella, posiblemente su novio; y al verla a usted, tan parecida a ella y con uno de sus vestidos, quedó convencido, primero por sus risas y luego por su gesto de desprecio, de que la se­ñorita Rucastle era absolutamente feliz y ya no deseaba sus atenciones. Al perro lo sueltan por las noches para impedir que él intente comunicarse con ella. Todo esto está bastante claro. El aspecto más grave del caso es el carácter del niño.

- ¿Qué demonios tiene que ver eso? - exclamé.

- Querido Watson: usted mismo, en su práctica médica, está continuamente sacando deducciones sobre las tendencias de los niños, mediante el estudio de los padres. ¿No comprende que el procedimiento inverso es igualmente váli­do? Con mucha frecuencia he obtenido los primeros indi­cios fiables sobre el carácter de los padres estudiando a sus hijos. El carácter de este niño es anormalmente cruel, por puro amor a la crueldad, y tanto si lo ha heredado de su son­riente padre, que es lo más probable, como si lo heredó de su madre, no presagia nada bueno para la pobre muchacha que se encuentra en su poder.

- Estoy convencida de que tiene usted razón, señor Hol­mes, - exclamó nuestra cliente. -Me han venido a la cabeza mil detalles que me convencen de que ha dado en el clavo. ¡Oh, no perdamos un instante y vayamos a ayudar a esta po­bre mujer!

- Debemos actuar con prudencia, porque nos enfrenta­mos con un hombre muy astuto. No podemos hacer nada hasta las siete. A esa hora estaremos con usted, y no tardare­mos mucho en resolver el misterio.

Fieles a nuestra palabra, llegamos a Copper Beeches a las siete en punto, tras dejar nuestro carricoche en un bar del camino. El grupo de hayas, cuyas hojas oscuras brillaban como metal bruñido a la luz del sol poniente, habría basta­do para identificar la casa aunque la señorita Hunter no hubiera estado aguardando sonriente en el umbral de la puerta.

- ¿Lo ha conseguido? - preguntó Holmes.

Se oyeron unos fuertes golpes desde algún lugar de los só­tanos.

- Ésa es la señora Toller desde la bodega, - dijo la señorita Hunter. -Su marido sigue roncando, tirado en la cocina. Aquí están las llaves, que son duplicados de las del señor Ruscastle.

- ¡Lo ha hecho usted de maravilla! - exclamó Holmes con entusiasmo. -Indíquenos el camino y pronto veremos el fi­nal de este siniestro enredo.

Subimos la escalera, abrimos la puerta, recorrimos un pa­sillo y nos encontramos ante la puerta atrancada que la se­ñorita Hunter había descrito. Holmes cortó la cuerda y reti­ró el barrote. A continuación, probó varias llaves en la cerradura, pero no consiguió abrirla. Del interior no llegaba ningún sonido, y la expresión de Holmes se ensombreció ante aquel silencio.

- Espero que no hayamos llegado demasiado tarde, - dijo. -Creo, señorita Hunter, que será mejor que no entre con no­sotros. Ahora, Watson, arrime el hombro y veamos si pode­mos abrirnos paso.

Era una puerta vieja y destartalada que cedió a nues­tro primer intento. Nos precipitamos juntos en la habita­ción y la encontramos desierta. No había más muebles que un camastro, una mesita y un cesto de ropa blanca. La cla­raboya del techo estaba abierta, y la prisionera había desa­parecido.

- Aquí se ha cometido alguna infamia, - dijo Holmes. -Nuestro amigo adivinó las intenciones de la señorita Hunter y se ha llevado a su víctima a otra parte.

- Pero ¿cómo?

- Por la claraboya. Ahora veremos cómo se las arregló, - se izó hasta el tejado. -¡Ah, sí! - exclamó. -Aquí veo el extremo de una escalera de mano apoyada en el alero. Así es como lo hizo.

- Pero eso es imposible, - dijo la señorita Hunter. -La esca­lera no estaba ahí cuando se marcharon los Rucastle.

- Él volvió y se la llevó. Ya le digo que es un tipo astuto y peligroso. No me sorprendería mucho que esos pasos que se oyen por la escalera sean suyos. Creo, Watson, que más vale que tenga preparada su pistola.

Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuan­do apareció un hombre en la puerta de la habitación, un hombre muy gordo y corpulento con un grueso bastón en la mano. Al verlo, la señorita Hunter soltó un grito y se encogió contra la pared, pero Sherlock Holmes dio un salto ade­lante y le hizo frente.

- ¿Dónde está su hija, canalla? - dijo.

El gordo miró en torno suyo y después hacia la claraboya abierta.

- ¡Soy yo quien hace las preguntas! - chilló. -¡Ladrones! ¡Espías y ladrones! ¡Pero os he cogido! ¡Os tengo en mi po­der! ¡Ya os daré yo! ––dio media vuelta y corrió escaleras aba­jo, tan deprisa como pudo.

- ¡Ha ido a por el perro! - gritó la señorita Hunter.

- Tengo mi revólver, - dije yo.

- Más vale que cerremos la puerta principal, - gritó Hol­mes, y todos bajamos corriendo las escaleras.

Apenas habíamos llegado al vestíbulo cuando oímos el la­drido de un perro y a continuación un grito de agonía, junto con un gruñido horrible que causaba espanto escuchar. Un hombre de edad avanzada, con el rostro colorado y las pier­nas temblorosas, llegó tambaleándose por una puerta lateral.

- ¡Dios mío! - exclamó. -¡Alguien ha soltado al perro, y lleva dos días sin comer! ¡Deprisa, deprisa, o será demasia­do tarde!

Holmes y yo nos abalanzamos fuera y doblamos la esqui­na de la casa, con Toller siguiéndonos los pasos. Allí estaba la enorme y hambrienta fiera, con el hocico hundido en la garganta de Rucastle, que se retorcía en el suelo dando alari­dos. Corrí hacia ella y le volé los sesos. Se desplomó con sus blancos y afilados dientes aún clavados en la papada del hombre. Nos costó mucho trabajo separarlos. Llevamos a Rucastle, vivo, pero horriblemente mutilado, a la casa, y lo tendimos sobre el sofá del cuarto de estar. Tras enviar a To­ller, que se había despejado de golpe, a que informara a su esposa de lo sucedido, hice lo que pude por aliviar su dolor. Nos encontrábamos todos reunidos en torno al herido cuando se abrió la puerta y entró en la habitación una mujer alta y demacrada.

- ¡Señora Toller! - exclamó la señorita Hunter.

- Sí, señorita. El señor Rucastle me sacó de la bodega cuando volvió, antes de subir a por ustedes. ¡Ah, señorita! Es una pena que no me informara usted de sus planes, porque yo podía haberle dicho que se molestaba en vano.

- ¿Ah, sí? - dijo Holmes, mirándola intensamente. -Está claro que la señora Toller sabe más del asunto que ninguno de nosotros.

- Sí, señor. Sé bastante y estoy dispuesta a contar lo que sé.

- Entonces, haga el favor de sentarse y oigámoslo, porque hay varios detalles en los que debo confesar que aún estoy a oscuras.

- Pronto se lo aclararé todo, - dijo ella. -Y lo habría hecho antes si hubiera podido salir de la bodega. Si esto pasa a ma­nos de la policía y los jueces, recuerden ustedes que yo fui la única que les ayudó, y que también era amiga de la señorita Alice.

»Nunca fue feliz en casa, la pobre señorita Alice, desde que su padre se volvió a casar. Se la menospreciaba y no se la tenía en cuenta para nada. Pero cuando las cosas se le pusie­ron verdaderamente mal fue después de conocer al señor Fowler en casa de unos amigos. Por lo que he podido saber, la señorita Alice tenía ciertos derechos propios en el testa­mento, pero como era tan callada y paciente, nunca dijo una palabra del asunto y lo dejaba todo en manos del señor Ru­castle. Él sabía que no tenía nada que temer de ella. Pero en cuanto surgió la posibilidad de que se presentara un marido a reclamar lo que le correspondía por ley, el padre pensó que había llegado el momento de poner fin a la situación. Intentó que ella le firmara un documento autorizándole a disponer de su dinero, tanto si ella se casaba como si no. Cuando ella se negó, él siguió acosándola hasta que la pobre chica enfer­mó de fiebre cerebral y pasó seis semanas entre la vida y la muerte. Por fin se recuperó, aunque quedó reducida a una sombra de lo que era y con su precioso cabello cortado. Pero aquello no supuso ningún cambio para su joven galán, que se mantuvo tan fiel como pueda serlo un hombre.

- Ah, - dijo Holmes. -Creo que lo que ha tenido usted la amabilidad de contarnos aclara bastante el asunto, y que puedo deducir lo que falta. Supongo que entonces el señor Rucastle recurrió al encierro.

- Sí, señor.

- Y se trajo de Londres a la señorita Hunter para librarse de la desagradable insistencia del señor Fowler.

- Así es, señor.

- Pero el señor Fowler, perseverante como todo buen ma­rino, puso sitio a la casa, habló con usted y, mediante ciertos argumentos, monetarios o de otro tipo, consiguió conven­cerla de que sus intereses coincidían con los de usted.

- El señor Fowler es un caballero muy galante y generoso, - dijo la señora Toller tranquilamente.

- Y de este modo, se las arregló para que a su marido no le faltara bebida y para que hubiera una escalera preparada en el momento en que sus señores se ausentaran.

- Ha acertado; ocurrió tal y como usted lo dice.

- Desde luego, le debemos disculpas, señora Toller, - dijo Holmes. -Nos ha aclarado sin lugar a dudas todo lo que nos tenía desconcertados. Aquí llegan el médico y la señora Ru­castle. Creo, Watson, que lo mejor será que acompañemos a la señorita Hunter de regreso a Winchester, ya que me pare­ce que nuestro locus stand¡ es bastante discutible en estos momentos.

Y así quedó resuelto el misterio de la siniestra casa con las hayas cobrizas frente a la puerta. El señor Rucastle sobrevi­vió, pero quedó destrozado para siempre, y sólo se mantiene vivo gracias a los cuidados de su devota esposa. Siguen vi­viendo con sus viejos criados, que probablemente saben tanto sobre el pasado de Rucastle que a éste le resulta difícil despedirlos. El señor Fowler y la señorita Rucastle se casa­ron en Southampton con una licencia especial al día siguien­te de su fuga, y en la actualidad él ocupa un cargo oficial en la isla Mauricio. En cuanto a la señorita Violet Hunter, mi ami­go Holmes, con gran desilusión por mi parte, no manifestó más interés por ella en cuanto la joven dejó de constituir el centro de uno de sus problemas. En la actualidad dirige una escuela privada en Walsall, donde creo que ha obtenido un considerable éxito.

 

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