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Роман «Возвращение со звёзд» (Retorno de las estrellas) на испанском языке

Роман «Возвращение со звёзд» (Retorno de las estrellas) на испанском языке – читать онлайн, автор книги – Станислав Лем. Сам автор считал свою книгу «Возвращение со звёзд» неудачной, так как основная проблема (по мнению Станислава Лема) рассмотрена слишком примитивно. Возможно, в этом есть доля правды, однако решения той основной проблемы, в общем-то, и не существует, поэтому Станисла Лем слишком критичен по отношению к себе, а его роман «Возвращение со звёзд» получился интересным. Этот роман, как и другие произведения Станислава Лемма, были переведены на многие самые распространённые языки мира, в том числе и на испанский.

Другие книги Станислава Лемма, а также разных известных писателей можно читать онлайн в разделе «Книги на испанском».

Тем, кто любит испанское кино, будет интересен раздел «Фильмы и мультфильмы на испанском языке».

Для тех, кто хочет изучать испанский с преподавателем или носителем языка, есть информация на странице «Испанский по скайпу».

 

Теперь переходим к чтению романа «Возвращение со звёзд» (Retorno de las estrellas) на испанском языке, автор – Станислав Лем. На этой странице выложена половина I главы книги, ссылка на продолжение будет в конце страницы.

 

Retorno de las estrellas

 

I. 

No llevaba nada, ni siquiera un abrigo. Dijeron que no era necesario. Me permitieron conservar el jersey negro, menos mal.

Y logré quedarme con la camisa; pensaba que me costaría un poco acostumbrarme a prescindir de ella. En el mismo pasillo, bajo el casco de la nave, donde nos agolpábamos, Abs rne alargó la mano con una sonrisa de complicidad.

- Ten cuidado...

Ya había pensado en ello; no le estrujé la mano. Me sentía completamente tranquilo. El quiso decir algo más, pero se lo impedí dando media vuelta, como si no hubiese advertido nada, y subí los peldaños hacia el interior. La azafata me condujo entre los asientos hasta la parte delantera. Yo no quería ir en primera clase, y pensé que ya la habrían puesto al corriente. El asiento se abrió sin ruido.

Ella me ajustó el respaldo, me sonrió y se fue. Tomé asiento. Cojines blandísimos, como en todas partes. Los respaldos eran tan altos que apenas podía ver a los otros pasajeros. Ahora ya aceptaba sin resistencia la policromía de los vestidos femeninos. Sin embargo, continuaba viendo insensatamente en los hombres un disfraz de carnaval y había esperado en secreto que aparecerían algunos con trajes normales; un reflejo necio. Todos se sentaron en seguida; ninguno llevaba equipaje, ni siquiera una cartera o un paquete. Las mujeres tampoco.

De repente Rae pareció que éstas nos superaban en número, Delante de mí había dos mulatas con chaquetones de piel que imitaban las plumas del papagayo; debía de imperar la moda de los pájaros. Más allá, un matrimonio con un niño. Después de los cegadores elenóforos del andén y los túneles, después de la insoportable luz propia de las plantas callejeras, la luz del techo convexo parecía un resplandor suave.

Coloqué las manos sobre las rodillas, pues en cierto modo me estorbaban. Ocho hileras de asientos grises, una fragancia de abetos, la quietud de conversaciones ahogadas. Esperé el anuncio del despegue, una señal cualquiera, la orden de colocarse el cinturón de seguridad. No ocurrió nada. Por el techo mate empezaron a pasar sombras confusas, parecidas a siluetas de pájaros de papel. «¿Qué diablos significan estos pájaros? - pensé, desconcertad. –¿O no significan nada?»

Estaba como petrificado en mi tensa atención, procurando no hacer nada incorrecto. Aquello duraba ya cuatro días. Desde el primer momento. Siempre me quedaba rezagado frente a los acontecimientos, y la tentativa constante de comprender una situación o un diálogo fue transformando poco a poco mi tensión en un sentimiento que se parecía mucho a la desesperación. Estaba firmemente convencido de que los deriás sentían lo mismo. Pero no hablábamos de ello, ni siquiera cuando nos encontrábamos solos. Sólo hacíamos bromas sobre nuestro exceso de fuerza, y era cierto que debíamos tener mucho cuidado: al principio, cuando quería levantarme, saltaba hasta el techo, y todo lo que agarraba con la mano se me antojaba como de papel. Entonces aprendí bastante de prisa a controlar mi propio cuerpo. Al saludar ya no estrujaba la mano de nadie, aunque por desgracia esto era lo menos importante.

Mi vecino de la izquierda, corpulento, bronceado, de ojos un poco demasiado brillantes, -tal vez llevaba lentes de contacto-, desapareció de pronto porque los lados de su asiento se ensancharon: los brazos se elevaron y se unieron hasta formar una especie de capullo en forma de huevo. Otros desaparecieron igualmente en cabinas similares, que recordaban sarcófagos esponjados. ¿Qué hacían allí dentro? Cada vez que mi mirada recaía en semejantes apariciones, intentaba, -si no tenían que ver directamente conmigo-, desviar la vista. Interesante: a los que nos miraban embobados, tras enterarse de lo que somos en realidad, les contemplaba serenamente.

Su asombro me importaba poco, aunque en seguida comprendí que no había en él ni un ápice de admiración. Resultaban mucho más desagradables los que cuidaban de nosotros: los colaboradores de ADAPT.

El doctor Abs era quien despertaba en mí mayor repugnancia, ya que me trataba como trata un médico a un paciente anómalo, simulando, — por otra parte, de modo muy convincente—, que se las tenía que haber con una persona completamente normal. Cuando esto era imposible, hacía frases ingeniosas. Yo ya estaba harto de su actitud jovial.

Cualquier transeúnte —imaginaba yo— habría considerado a Olaf y a mí como sus iguales, si alguien le hubiera interrogado al respecto; lo extraño no éramos nosotros mismos, sino nuestro pasado: éste sí era extraordinario. Sin embargo, el doctor Abs, como todos los colaboradores de ADAPT, conocía la verdad: que somos realmente distintos. Esta diferencia no era una distinción sino un obstáculo: en la comprensión, en el diálogo más sencillo, incluso en el acto de abrir una puerta, ya que hace cincuenta sesenta años, —ya no lo recuerdo con exactitud—, que los picaportes dejaron de existir.

El despegue se produjo de manera inesperada. La gravedad no cambió en absoluto, al interior herméticamente cerrado no llegó ni un solo sonido, por el techo seguían fluyendo rítmicamente las sombras. Tal vez a causa de la rutina de mi viejo instinto, supe en un momento determinado que volábamos por el espacio; pues fue una certidumbre y no una suposición.

Pero había otra cosa que me interesaba. Reposaba en posición casi supina, con las piernas estiradas, inmóvil. Me lo permitieron con excesiva facilidad; ni siquiera. Oswamm se pronunció demasiado en contra. Los argumentos aducidos por él y por Abs no pudieron convencerme, —yo mismo hubiera encontrado unos mejores—. Sólo insistieron en que cada uno de nosotros debía volar solo. Y ni siquiera se tomaron a mal que yo impusiera mi rebeldía a Olaf, quien de otro modo habría aceptado quedarse allí por más tiempo. Esto me dio que pensar. Esperaba complicaciones, algo que invalidara mi plan en el último momento. Pero no sucedió nada parecido, y ahora yo estaba volando. Este último viaje terminaría dentro de un cuarto de hora.

Era evidente que no les había cogido de sorpresa ni mi plan, ni la posición que adopté para lograr una salida más rápida. Ya tenían catalogado este tipo de reacción; era una conducta estereotipada, propia de tipos impetuosos como yo y que en sus tablas psicotécnicas tenían su correspondiente número ordinal. Me permitían volar..., ¿por qué? ¿Porque la experiencia les decía que no sería capaz de llevarlo a cabo? Pero ¿por qué no, cuando toda esta escapada «independiente» consistía en volar de una estación a otra, donde alguien del ADAPT terrestre ya estaría esperando, y todo cuanto yo debía hacer se reducía a encontrar a esa persona en el lugar convenido?

Entonces ocurrió algo. Oí levantarse unas voces. Me incorporé en el asiento. Dos hileras delante de mí, una mujer empujó a la azafata, quien a causa de un movimiento defensivo lento y automático, retrocedió entre los asientos. La mujer repitió: «¡No lo permitiré! ¡No me dejaré tocar por ésta!». No pude ver su rostro. Su vecino la agarró por el hombro y le habló en tono conciliador. ¿Qué significaba esta escena? Los otros pasajeros no le prestaron atención.

Me invadió una vez más la sensación de una extrañeza inverosímil. Miré a la azafata, que se había detenido junto a mí y me sonreía como antes. No era la sonrisa superficial de una cortesía obligada, ni pretendía minimizar el incidente. La azafata no fingía serenidad; la sentía realmente.

- ¿Le gustaría beber algo? ¿Prum, extran, morr, sidra?

Una voz melodiosa. Negué con la cabeza. Quería decirle algo amable, pero sólo se me ocurrió la consabida pregunta:

- ¿Cuándo aterrizaremos?

- Dentro de seis minutos. ¿Desea comer algo? No tiene por qué apresurarse; se puede quedar aquí después del aterrizaje.

- No, gracias.

Se alejó. En el aire, justo delante de mi rostro y contra el fondo del respaldo delantero, centelleó, como escrita con el extremo encendido de un cigarrillo, la palabra STRATO. Me incliné hacia delante para ver cómo había surgido este letrero, y me estremecí. Mi respaldo se curvó y me rodeó elásticamente. Yo ya sabía que los muebles se adaptan a cualquier cambio de posición, pero no dejaba de olvidarlo. No era agradable; más o menos, como si alguien siguiera a cada uno de mis movimientos. Quise volver a mi posición anterior, pero lo hice con demasiada energía. El asiento me interpretó mal y se abrió como una cama. Me caí de espaldas. ¡Qué idiota! ¡Más control! La palabra STRATO osciló y se fundió en otra: TERMINAL. Ninguna sacudida, ningún aviso ni pitido. Nada. Se oyó un sonido lejano como el de una corneta de postillón, se abrieron cuatro puertas ovaladas al extremo de los pasillos entre los asientos, y en el interior sonó un bramido sordo e inmenso: el bramido del mar. Las voces de los pasajeros que se levantaban de sus asientos se hundieron sin dejar rastro en ese bramido. Yo permanecí sentado, pero ellos salieron, y las hileras de sus siluetas, contra el telón de fondo de las luce exteriores, se iluminaron de color verde, lila, púrpura, —un baile de máscaras—. Ya habían salido todos. Mecánicamente, me estiré el pullover. Era una sensación tonta estar así, con las manos vacías. Por la puerta abierta entraba un aire fresco. Me volví. La azafata se encontraba ante el tabique, sin tocarlo con la espalda. En su rostro había la misma sonrisa alegre, ahora dirigida hacia las hileras de asientos vacíos, que ya empezaban a plegarse lentamente, como flores carnosas, unos más de prisa y otros más despacio; era el único movimiento en medio del bramido retardado y penetrante, parecido al del mar, que entraba por las aberturas ovaladas. «¡No me dejaré tocar por ésta!» De repente noté algo maligno en su sonrisa. En la salida dije:

- Hasta la vista.

- Siempre a su servicio.

El significado de estas palabras, que sonaban de modo muy peculiar en boca de una mujer joven y bonita, me pasó desapercibido mientras le daba la espalda y me asomaba a la puerta. Quería poner el pie en los peldaños de la escalerilla, pero no había peldaños. Entre el cuerpo de metal y el borde del andén se abría un vacío de un metro. Como no estaba preparado para semejante trampa, perdí el equilibrio, salté torpemente y, ya en el aire, sentí que una fuerza invisible me sostenía desde abajo, por lo que floté sobre el vacío hasta que fui depositado con toda suavidad sobre una superficie blanca que cedió elásticamente bajo mis pies. En este vuelo mi expresión no debió de ser muy inteligente y sentí miradas divertidas, o al menos así me lo pareció; entonces me volví con rapidez y eché a andar por el andén.

El vehículo con el que había venido descansaba en un lecho profundo, separado del borde del andén por un vacío completamente descubierto.

Como por casualidad me acerqué a este vacío y sentí por segunda vez la presión invisible, que no me dejaba abandonar la superficie blanca. Deseé buscar el origen de aquella fuerza extraña, pero de improviso tuve la sensación de despertarme: me encontraba en la Tierra.

La oleada de transeúntes me absorbió: seguí avanzando a empellones entre el gentío. Pasó un buen rato antes de que me apercibiera de las gigantescas proporciones de aquel vestíbulo. Pero ¿era acaso un vestíbulo? No había paredes; una explosión blanca y brillante de alas inverosímiles, mantenidas en el aire, y, entre ellas, columnas que no eran de ningún material sino que surgían de una vorágine.

¿Altas y enormes cascadas de un líquido más denso que el agua, iluminadas desde dentro por focos de colores? No ¿Verticales túneles de cristal por los que volaban hacia arriba enormes cantidades de vehículos engullidos? No lo sabía. Empujado por la apresurada multitud, intenté llegar a un espacio vacío, pero allí no había espacios vacíos. Como pasaba por una cabeza a la gente que me rodeaba, vi alejarse ahora al vehículo vacío, —no, éramos nosotros los que avanzábamos junto con todo el andén—. Desde arriba caían haces de luz y la multitud refulgía y se irisaba. Una superficie en la que todos nos agolpamos empezó a elevarse. Abajo, lejos ya, vi franjas blancas dobles, llenas de gente, con negros espacios huecos a lo largo de las naves inmóviles, —había docenas de naves como la nuestra—; el andén movible describió una curva, aceleró el ritmo y ascendió a superficies más altas. Por encima revoloteaban alargadas y veloces sombras, —su corriente de aire despeinaba a los ocupantes de la superficie—, que temblaban sobre viaductos increíbles, desprovistos de todo apoyo, con largas hileras de señales luminosas; entonces la plataforma que nos sostenía se dividió en tramos invisibles y mi parte se deslizó a través de espacios interiores llenos de gente sentada y de pie, rodeada de pequeñas luces intermitentes, como si fuera un policromo fuego de artificio.

Yo no sabía adonde mirar. Delante de mí había un hombre vestido con algo aterciopelado que centelleaba como el metal bajo el reflejo de la luz. Daba el brazo a una mujer ataviada de color escarlata; su vestido tenía un estampado de grandes ojos, casi como de pavo real, y estos ojos pestañeaban. No, no era una ilusión: los ojos de su vestido se abrían y cerraban de verdad. La plataforma sobre la que me hallaba detrás de esta pareja, entre docenas de otras personas, aceleró la marcha todavía más. Entre superficies de cristal empañado se abrían pasajes iluminados por luces de colores, de techos transparentes, sobre los que caminaban sin interrupción centenares de pies por el piso inmediato superior; el bramido incesante se extinguía o retumbaba de nuevo cuando miles de voces y sonidos humanos, incomprensibles para mí, pero importantes para los otros, volvían a ser engullidos por un túnel en este viaje de destino desconocido. Más abajo, en otras superficies, pasaban como una exhalación vehículos que yo no conocía, —tal vez aviones—, ya que ascendían o descendían verticalmente y penetraban en el espacio de tal modo que yo temía instintivamente un pavoroso choque, pues no veía ningún cable, ningún carril, suponiendo que se tratara de transbordadores aéreos.

Cuando estos nebulosos huracanes de la velocidad se interrumpían por un solo instante, bajo ellos aparecían majestuosas y gigantescas plataformas atestadas de gente, como pistas de aterrizaje voladoras, que se movían en diferentes direcciones, se cruzaban, quedaban suspendidas, y por una ilusión de la perspectiva parecían traspasarse mutuamente. Era difícil fijar la vista en algo estable, porque toda la arquitectura del entorno daba la impresión de consistir exclusivamente en movimiento, en transformaciones. Incluso lo que al principio tomé por un techo flotante consistía en pisos colocados uno sobre otro. De pronto, en todas las curvas del interior del túnel por el que volábamos, en las facciones de la gente, filtrado a través de los techos de cristal y las enigmáticas columnas y reflejado por las superficies plateadas, se introdujo un resplandor púrpura, como si en algún lugar de la lejanía, en el centro de esta inmensa estructura, se hubiera producido una explosión atómica. El verde de las centelleantes luces de neón se hizo difuso, la leche de los soportes en forma de parábola se tiño de rosa. Contemplé esta invasión repentina de un resplandor rojo en el aire como indicio de una catástrofe. Pero nadie hizo el menor caso de este cambio, y ni yo mismo hubiera podido decir cuándo cesó.

En los bordes de nuestro andén aparecieron círculos verdes de veloz rotación, como anillos de neón suspendidos en el aire.

Entonces una parte de la gente se dirigió hacia el desvío de otro andén o un plano inclinado; vi que podían cruzarse sin peligro las líneas verdes, como si no fueran materiales.

Durante un rato me dejé llevar con apatía por el blanco andén, hasta que se me ocurrió la idea de que tal vez ya estaba fuera de la estación y este paisaje inverosímil de cristal de diversas formas, que se elevaba constantemente como dispuesto a volar, era la propia ciudad, aunque la otra, la que había abandonado, seguramente sólo existía en mi memoria.

- Perdone, - dije, dando una palmada al hombre de traje aterciopelado, -¿dónde estamos?

Los dos me miraron. Sus rostros, levantados hacia mí, expresaban sorpresa. Abrigué la vaga esperanza de que la única causa fuese mi estatura.

- En el poliducto, - contestó el hombre. -¿Qué contacto tiene usted?

No comprendí absolutamente nada.

- ¿Estamos..., estamos todavía en la estación?

- Claro..., - me respondió, aunque algo vacilante.

- Y... ¿dónde se encuentra el Círculo Interior?

- Ya lo ha pasado.

Tendrá que repetir.

- El mejor ráster lo encontrará en Merid, - intervino entonces la mujer. Todos los ojos de su vestido parecían contemplarme con desconfiada sorpresa.

- ¿Ráster? - repetí, desconcertado.

- Sí, allí, - dijo, indicando una elevación vacía, visible a través del círculo verde que se acercaba flotando; en los lados de la elevación había rayas plateadas y negras, como el fuselaje cómicamente pintado de una nave ladeada. Le di las gracias y salí del andén, pero por un punto equivocado, ya que la velocidad casi me paralizó las piernas. Me recuperé, recobré el equilibrio y di media vuelta de un modo que ya no sabía en qué dirección debía moverme. Reflexioné sobre lo que podía hacer. Entretanto, el lugar de mi trasbordo se había alejado bastante de la elevación plateada y negra que me indicara la mujer; ya no podía encontrarla. Como la mayoría de los transeúntes que me rodeaban se dirigían hacia un plano inclinado que conducía hacia arriba, yo les imité. Una vez allí, vi en el aire una inscripción luminosa, inmóvil y gigantesca: DUKT CENTR (las otras letras escapaban a la vista, eran demasiado gigantescas). Fui transportado sin ruido a un andén de un kilómetro de longitud, del que en ese mismo momento despegaba una nave con forma de huso, que al elevarse mostró su casco agujereado por las luces. Tal vez este enorme lugar era también un andén, y yo me encontraba en el ráster. A mi alrededor todo estaba desierto, así que ni siquiera podía hacer preguntas. Me hallaba en el camino hacia la dirección contraria. Una parte de mi «andén» consistía en espacios planos sin paredes delanteras. Vi al acercarse una especie de boxes bajos y mal iluminados que contenían hileras de

vehículos. Los tomé por coches. Pero cuando los dos que estaban más cerca salieron y, antes de que yo tuviera tiempo de apartarme, pasaron por mi lado, vi mientras desaparecían en la perspectiva de curvas parabólicas, que no tenían ruedas, ventanillas ni puertas y eran aerodinámicos como enormes gotas negras. «Coches o no —pensé—, esto parece ser un aparcamiento.» ¿Quizá el de los rasters? Pensé que lo mejor sería esperar hasta que llegara alguien; entonces podría irme con él o al menos me explicaría algo. Pero mi andén, un poco elevado como el ala de un avión imposible, permanecía desierto. Sólo los vehículos negros se iban deslizando por las guías de metal uno a uno o varios a la vez, alejándose siempre en la misma dirección. Fui hacia el borde del andén, hasta que volvió a entrar en acción la fuerza invisible y elástica que garantizaba la seguridad. El andén pendía realmente del aire, sin ningún apoyo. Cuando levanté la cabeza, vi otros similares, flotando inmóviles en el espacio, con las luces apagadas; en otros, en cambio, se encendían las luces al aterrizar las naves. No eran cohetes, ni siquiera proyectiles como el primero que me trajo de la Luna.

No me movía hasta que contra el fondo de algún vestíbulo, —aunque ignoraba si era realidad o un reflejo—, vi unas letras de fuego que se balanceaban rítmicamente en el aire: SOAMO SOAMO SOAMO; una pausa, un resplandor azul y luego NEONAX NEONAX NEONAX.

Tal vez nombres de estaciones, tal vez propaganda de productos. No me sugerían absolutamente nada.

«Ya es hora de encontrar a este hombre», pensé, me volví, hallé un 'andén que fluía en la dirección contraria y fui por él hacia abajo.

Resultó que no era el mismo plano, ni siquiera el vestíbulo del que me había elevado; lo supe porque carecía de grandes columnas. Quizá se habían trasladado a otra parte; todo me parecía posible.

Me encontraba en una selva de surtidores; más allá había una sala blanca y rosa, llena de mujeres. Al pasar alargué la mano como por casualidad hacia el chorro del surtidor iluminado, quizá porque era agradable ver algo que me resultara un poco conocido. Pero no tuve ninguna sensación, porque de ese surtidor no manaba agua. Al poco rato me pareció oler una fragancia de flores. Me llevé la mano a la nariz. La mano olía a mil jabones de tocador. Involuntariamente, me la froté contra el pantalón. Ya estaba ante la sala donde sólo había mujeres. No tenía el aspecto de ser la antesala de un lavabo de señoras, pero tampoco lo sabía seguro y, como no quería preguntar, di media vuelta. Un joven, disfrazado con algo que parecía mercurio líquido sobre los hombros, que terminaba en unas mangas anchas y le ceñía las caderas, hablaba con una muchacha rubia que se apoyaba contra el surtidor. Llevaba un vestido claro muy corriente, lo cual me prestó algo de valor. Sostenía un ramo de flores de color rosa pálido, ocultó en él la cara y sonrió al joven con los ojos. En el último momento, cuando me hallaba junto a ellos y ya había abierto la boca, vi que la muchacha se comía las flores. Esto me hizo enmudecer unos instantes. Ella masticaba tranquilamente las hojas tiernas. Levantó la vista y me miró. Su mirada era impasible. Pero yo ya me había acostumbrado a esto y pregunté dónde se encontraba el Círculo Interior.

El joven pareció desagradablemente sorprendido, incluso enfadado de que alguien osara interrumpir su diálogo. Por lo visto yo había hecho algo inaudito.

Me miraron de arriba abajo, como para cerciorarse de si mi altura se debía a alguna clase de zancos. El no dijo una sola palabra.

- ¡ Oh, allí! - gritó la muchacha. -¡ El ráster de Wuka, su ráster; aún puede cogerlo, de prisa!

Corrí en la dirección indicada, sin saber hacia dónde; todavía no tenía ni idea del aspecto de ese maldito ráster. Diez pasos más allá observé un embudo plateado que bajaba de las alturas; podía ser el pedestal de una de las gigantescas columnas que antes me habían asombrado tanto; ¿serían columnas voladoras?

La gente se apresuraba hacia allí desde todas direcciones. Y de improviso choqué contra alguien. No me tambaleé, sólo me quedé como petrificado; el otro, un hombre grueso, vestido de luminoso color naranja, se cayó. Entonces ocurrió en él algo increíble: su piel o su traje pareció marchitarse, ¡y se arrugó como un globo agujereado! Permanecí junto a él, desconcertado; tan perplejo que ni siquiera fui capaz de murmurar una disculpa. Se levantó, me miró de soslayo, pero no dijo nada. Dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas. Mientras caminaba se tocó algo en el pecho; y su traje volvió a hincharse y adquirió un color naranja vivo... El lugar que me indicara la muchacha estaba vacío. No había ni embudo ni ráster. Tras esta aventura renuncié a la búsqueda del Círculo Interior y de cualquier otro contacto. Decidí buscar la salida de la extraña estación. Así pues, elegí al azar la dirección indicada por una oblicua flecha azul, que señalaba hacia arriba. Sin gran excitación atravesé con el cuerpo dos inscripciones luminosas sucesivas: DISTRITOS LOCALES. Me encontré en una escalera automática bastante repleta de gente. El piso siguiente tenía la tonalidad del bronce oscuro, rayado por signos de exclamación en oro. Sobre el techo fluían pasillos y las paredes eran abatibles. Pasillos sin techumbre, que desde abajo parecían pulgares luminosos. Daba la impresión de que uno se acercaba a espacios habitados; el ambiente tenía una lejana similitud con un sistema de gigantescos vestíbulos de hotel. Ventanas pequeñas, tubos de níquel a lo largo de las paredes, nichos para funcionarios, —tal vez eran agencias de cambio, tal vez oficinas de correos—.

Seguí caminando. Ya estaba casi convencido de que así no llegaría nunca a una salida. Contando con la duración aproximada del viaje hacia arriba, tenía que encontrarme todavía en la parte flotante de la estación. En cualquier caso, continué por el mismo camino.

De pronto me quedé solo. Placas de color frambuesa con estrellas centelleantes, hileras de puertas. La siguiente estaba sólo entornada. Miré hacia dentro: un hombre alto y ancho de hombros hacía en ese momento lo mismo que yo, pero en el lado opuesto. Era yo mismo en el espejo. Abrí un poco más la puerta; porcelana, tubos plateados, níquel: los lavabos.

Estuve a punto de reír, pero en el fondo estaba aturdido. Me volví rápidamente: otro pasillo, franjas verticales, blancas como la leche.

La barandilla de la escalera automática era blanda y cálida; no conté los pisos que pasaba de largo. Cada vez había más gente subiendo por la escalera. Se detenían junto a cajas esmaltadas que a cada paso emergían de la pared: una presión con el dedo, y en la mano les caía algo que se metían en el bolsillo, tras lo cual continuaban su camino. Ignoro por qué hice exactamente lo mismo que el hombre vestido de lila que iba delante de mí: una tecla con una pequeña concavidad para la yema del dedo, una presión, y me cayó directamente en la mano alargada un tubito de color, medio transparente, que parecía calentado.

Lo agité, me lo acerqué a los ojos; ¿una especie de píldora? No. ¿Un tapón de corcho? No tenía ninguna clase de tapón. ¿Para qué servía? ¿Qué hacían con él los demás? Se lo metían en el bolsillo. La inscripción de la máquina automática rezaba LARGAN. Estaba quieto, la gente daba empujones. De repente me sentí como un mono a quien se da una pluma o un encendedor; por una décima de segundo me invadió una cólera ciega y apreté los dientes. Pestañeando y un poco inclinado, seguí a la muchedumbre. El pasillo se ensanchó, convirtiéndose en una sala. Letras de fuego: REAL AMMO REAL AMMO.

Entre los transeúntes, por encima de sus cabezas, vislumbré a gran distancia una ventana. La primera ventana. Panorámica, inmensa.

Como un firmamento nocturno horizontal. Lleno hasta el horizonte de una niebla incandescente. Galaxias de colores, apretadas luces en espiral. Resplandores como de incendios temblando sobre rascacielos, calles: un hervidero de perlas luminosas y encima, vertical, el destello de neones, plumeros y relámpagos, ruedas, aviones y botellas de fuego, las cerbatanas rojas de las señales de las torres, soles momentáneos y el reguero de sangre de los anuncios, mecánicos, violentos.

Me quedé mirando y oyendo tras de mí el movimiento rítmico de centenares de pies. La ciudad se desvaneció como por ensalmo, y apareció un rostro enorme, de tres metros.

- Hemos incluido el resumen de las crónicas de los años setenta en el ciclo «Visiones de antiguas capitales». El transtel amplía ahora su campo con los estudios de los cosmolitos...

Quería irme de allí. No era una ventana, sino una pantalla de televisión. Aceleré el paso y empecé a sudar. ¡Abajo! ¡Más de prisa!

Dorados ángulos de luz, y en su interior una muchedumbre, espuma en las copas, un líquido casi negro que no era cerveza y tenía un brillo verdoso de veneno. Y la juventud, chicos y chicas, abrazados en grupos de seis y de ocho, venían hacia mí por toda la anchura del pasillo. Tuvieron que soltarse para dejarme pasar. Me estremecí. Sin darme cuenta, entré en la cinta transportadora. Vi muy cerca de mí unos ojos asombrados; una espléndida muchacha morena, cubierta con algo que brillaba como metal fosforescente. La sustancia la ceñía como una segunda piel: iba como desnuda. Rostros, —blancos, amarillos—; algunos negros altos, pero yo era más alto todavía. Me abrieron paso. Arriba, detrás de cristales abovedados, revoloteaban unas sombras, tocaban orquestas invisibles. Y allí seguía el singular paseo, por oscuros pasillos; formas femeninas sin cabeza: los plumones que cubrían sus hombros brillaban tanto que sólo se les veía el cuello, como un tallo blanco, y sus cabellos titilaban; ¿unos polvos luminosos?

El estrecho pasillo me condujo hasta una hilera de estatuas grotescas, porque se movían; una especie de calle ancha que discurría por la parte superior de los lados, se estremecía de risa. Se divertían; ¿qué encontrarían tan gracioso?, ¿Estas esculturas?

Figuras gigantescas bajo la luz cónica de unos reflectores; una luz roja como el rubí, espesa como un jarabe, extrañamente concentrada, fluía de ellos. Continué sin rumbo, con los ojos muy cerrados, ausente...

Un pasillo verde y empinado, grotescos pabellones, pagodas a las que se entraba cruzando pequeños puentes, locales limpios y reducidos, el olor de algo asado, fuerte, penetrante, hileras de llamas de gas detrás de unos cristales; tintineo de copas metálico, insistente, sonidos incomprensibles. El gentío que me había empujado hasta allí chocó contra otros grupos; entonces todos se unieron y subieron a un vagón abierto por ambos lados. No, es que era transparente, como de cristal fundido; incluso los asientos, aunque blandos, parecían cristal. Yo no tenía idea de cómo había subido; ya estábamos en marcha. El coche iba a gran velocidad, la gente gritaba más que el altavoz, el cual no cesaba de repetir: «Plano Meridional, Plano Meridional, ¡contactos con Spiro, Átale, Blekk, Frossom!»

Atravesado por haces de luz, todo el coche parecía derretirse, las paredes se deslizaban por los lados, rayadas con estrías de llamas y colores, arcos parabólicos y blancos andenes. «Forteran, Forteran, contactos con Galee, contactos de los rasters exteriores, Makra», anunció el altavoz. El coche se detuvo y reemprendió la marcha, y yo descubrí algo asombroso: no se sentía ni el freno ni la aceleración, como si la inercia hubiera sido eliminada. ¿Cómo era posible? Lo comprobé doblando ligeramente las rodillas en tres paradas consecutivas. Tampoco en las curvas se notaba nada. La gente subía y se apeaba; en la plataforma delantera estaba una mujer con un perro. Jamás había visto un perro como ése: enorme, de cabeza redonda, muy feo; en sus ojos nardos y tranquilos se reflejaban las guirnaldas de luz que dejábamos atrás.

RAMBRENT, RAMBRENT. Centellearon tubos de neón blancos y azulados. Escaleras de luz cristalina, fachadas negras. La luz se inmovilizó poco a poco, el coche se detuvo. Me apeé y quedé desconcertado.

Por encima del letrero de la parada, grabado en forma de anfiteatro, se elevaba, dividida en diversos planos, la bien conocida estructura; me encontraba todavía en la estación, sólo que en otro lugar del mismo vestíbulo gigantesco. Fui hasta el borde de la depresión geométrica, —el vagón ya se había marchado—, y de nuevo me quedé atónito: no estaba abajo, tal como me parecía, sino mucho más arriba, a unos cuarenta pisos sobre las cintas de las aceras vistas en las profundidades, sobre los plateados andenes en perpetuo movimiento; largos y silenciosos aparatos penetraban entre ellos. La gente salía por numerosas trampas, como si estos monstruos, estos peces de brillante cromado expulsaran a intervalos regulares porciones de hueva negras y policromas. Sobre todas estas cosas divisé, a través de la niebla de la lejanía, unas letras de oro movidas como por una vela invisible:

GLENIANA ROON, LLEGADA HOY EN UN MI-MORFICO REAL, HONRA EN UN ORATORIO LA MEMORIA DE RAPPER KERX POLITER. EL DIARIO DE LA TERMINAL INFORMA: HOY EN AMMONLEE PETIFARQUE CONSIGUIÓ LA SISTOLIZACION DEL PRIMER ENZOM. EMITIREMOS LA VOZ DEL GRAN GRAVISTICO A LAS VEINTISIETE HORAS. VICTORIA DE ARRAKER: ARRAKER REPITIÓ SU MARCA COMO PRIMER OBLITERADOR DE LA TEMPORADA EN EL ESTADIO TRANSWAAL.

Seguí mi camino. De modo que incluso habían cambiado la medición del tiempo. El género metálico de los vestidos femeninos, al ser enfocado por la luz de los gigantescos caracteres que flotaban como hileras de funámbulos incandescentes sobre el océano de cabezas de la multitud, tembló de repente con pequeñas llamas. Yo caminaba sin darme cuenta, y algo dentro de mí seguía repitiendo: «De modo que han cambiado hasta el tiempo.» Esto era el colmo. Iba con los ojos abiertos y no veía nada. Sólo quería una cosa: salir de allí, salir de aquella maldita estación y encontrarme bajo el cielo abierto, en un espacio libre donde se pudiera sentir el viento y contemplar las estrellas.

Me atrajo una avenida de luces alargadas; en la piedra transparente del techo apareció otra inscripción; una llama puntiaguda, encerrada en alabastro, trazaba las letras: TELETRANS TELEPORT TELETHON. Por una puerta arqueada, —con un arco imposible, sin goznes, parecido al negativo de un espolón de cohete—, entré en una sala cubierta con fuego helado. En los nichos de la pared, centenares de cabinas. La gente entraba y salía corriendo y tiraba al suelo pedazos de papel; no, no eran telegramas sino otra cosa, con los bordes perforados; otras personas pisaban estos papeles rotos. Quise salir y entré por equivocación en una habitación oscura; se oyó un zumbido, se encendió algo parecido a un flash y de una hendidura enmarcada en metal resbaló un rollo de papel brillante. Lo tomé, lo abrí, y una cabeza humana de labios entreabiertos y un poco torcidos y delgados me miró con ojos deslumbrados: ¡era yo mismo! Volví a doblar el papel y el fantasma de plástico desapareció. Levanté con cuidado los bordes, —nada—, un poco más, y apareció de nuevo, como por arte de magia, una cabeza como seccionada del tronco, de expresión no muy inteligente, flotando sobre el papel. Contemplé mi propio rostro unos momentos; ¿qué era, una foto tridimensional? Guardé el rollo en el bolsillo y me fui. La cueva dorada parecía cerrarse sobre las cabezas de la gente, un techo de magma ardiente, irreal, pero voraz como un fuego verdadero. Nadie lo miraba. El gentío se apresuraba de una cabina a otra, letras verdes danzaban en último término, columnas de números fluían hacia abajo desde pequeños discos, más cabinas, persianas en lugar de puertas, que se enrollaban con la rapidez del rayo cuando alguien se acercaba. Por fin encontré una salida.

Un corredor con el suelo inclinado, como muchas veces en el teatro. De las paredes surgían conchas estilizadas, arriba se sucedían sin interrupción las palabras: INFOR INFOR INFOR. Fue en la Luna donde vi por primera vez un infor, y lo tomé por una flor artificial.

Acerqué mucho la cara a la copa verde claro, la cual, aun antes de que yo abriera la boca, se inmovilizó, expectante.

- ¿Cómo puedo salir de aquí? - pregunté, no muy ingenioso.

- ¿Hacia dónde? - repuso inmediatamente una voz cálida.

- A la ciudad.

- ¿A qué barrio?

- Es igual.

- ¿A qué plano?

- Es igual. ¡ Quiero salir de la estación!

- Meridional, ráster: ciento seis, ciento diecisiete, cero ocho, cero dos. Triducto, plano AF, AG, AC, ronda del plano de los mitos, doce y dieciséis, el plano nadir conduce a todas las direcciones meridionales.

Plano central; olider, local; rojo, lejano; blanco, A, B y W. Plano ulder, cercano, todas las escalas hacia arriba, a partir de la tercera... —, recitó, cantarína, una voz de mujer.

Tenía deseos de arrancar el micrófono de la pared, aquel micrófono vuelto hacia mí con tanta solicitud. Me alejé. «¡Idiota! ¡Eres un idiota!», iba repitiendo a cada paso. EX, EX, EX, rezaba una inscripción que se deslizaba sobre mí, envuelta en una niebla amarilla como el limón. ¿Será tal vez exit? ¿La salida?

Una inscripción enorme: EXOTAL. Me encontré de pronto en una fuerte corriente de aire, muy cálida, que hizo aletear mis pantalones. Me hallaba bajo el cielo abierto. Pero la oscuridad nocturna, rechazada por la gran cantidad de luces, pendía muy lejos en el espacio. Un restaurante gigantesco; mesitas cuya superficie brillaba en diversos colores, por lo que los rostros, iluminados desde abajo, se ocultaban tras sombras profundas y misteriosas. Asientos bajos. Copas llenas de un líquido negro con espuma verdosa. Farolillos que despedían pequeñas chispas, no, parecían más bien luciérnagas. Grandes cantidades de mariposas nocturnas. Un caos de luces extinguía las estrellas.

Cuando levanté la cabeza, vi solamente una vacuidad negra. No obstante, de modo sorprendente, su ciega existencia me infundió algo de valor. Me detuve y contemplé la escena.

Alguien me rozó al pasar; aspiré un perfume, fuerte y suave a la vez. Por mi lado pasó una pareja, la muchacha se volvió hacia el hombre, sus hombros y pechos desaparecieron en una nube aterciopelada, él la tomó en sus brazos. Empezaron a bailar. «Al menos bailan, —pensé—; ya es algo.» La pareja dio un par de pasos, una pista de mercurio pálido los elevó junto con otras parejas y sus sombras de un rojo oscuro se movieron bajo su disco gigantesco, que giraba lentamente; la pista no se apoyaba en nada, ni siquiera tenía un eje. Giraba, colgada del aire, al son de la música.

Avancé entre las mesas. La blanda masa de plástico sobre la que caminaba, se endureció ahora como si fuera una roca.

Traspasé una cortina de luces y me encontré en una gruta rocosa. Era grande como diez o cincuenta naves de iglesias góticas, llena de estalactitas. Infiltraciones venosas de minerales como perlas rodeaban las salidas de la gruta. Había gente sentada, con las piernas colgando en él vacío, y entre sus rodillas ardían llamas trémulas, mientras debajo se extendía serenamente el espejo negro de un lago subterráneo, en el que se reflejaban las rocas. Allí, sobre pequeñas balsas descuidadamente montadas, había más gente, y todos miraban hacia el mismo lado.

Fui hasta el borde del agua y vi una bailarina en la otra orilla, sobre la arena. Me pareció que iba desnuda, pero la blancura de su cuerpo no era natural. Con pasos pequeños e inseguros, corrió hacía el agua, y cuando su reflejo apareció en ella, abrió repentinamente los brazos e inclinó la cabeza; era el final, pero nadie aplaudió. La bailarina se mantuvo inmóvil unos segundos, y después caminó por la orilla, siguiendo su borde irregular. Estaba a unos treinta pasos de mí cuando le ocurrió algo. ¡Vi su rostro sonriente y cansado, que de pronto se oscureció; su silueta empezó a temblar y desapareció.

- ¿Un plave para el señor? - preguntó a mis espaldas una voz cortés.

Me volví; nadie, sólo una mesita ovalada que se movía sobre patas cómicamente torcidas; las copas, llenas de un líquido espumoso, colocadas sobre sendas bandejas, tintineaban. Un brazo me alargó cortésmente la bebida, mientras otro agarraba el plato, que tenía una abertura para | el dedo; parecía una paleta pequeña y cóncava. Era un autómata; vi a través del cristal su corazón de transistores.

Me alejé de los sumisos brazos de escarabajo, cargados de bocados exquisitos que opté por despreciar. Abandoné la gruta artificial con los dientes apretados, como si acabara de sufrir una humillación incomprensible. Crucé la terraza, entre las mesas en forma de bajo las avenidas de farolillos sombreadas por el polvo ligero de las luciérnagas moribundas, negras y doradas.

Junto a la orilla, rodeada de plantas amarillentas como piedras humedecidas por la niebla, sentí por fin el aire puro, fresco y verdadero. Cerca de mí había una mesa desocupada. Me senté, incómodo, ¡ de espaldas a la gente. Contemplé la noche. Abajo  la oscuridad se ensanchaba, inesperada y sin forma. Sólo en la lejanía, a mucha distancia, ardían en los bordes unas luces finas, oscilantes e inseguras, como | si no fueran eléctricas. Y aún más lejos se elevaban en el cielo espadas de luz, frías y delgadas; no sabía, si eran casas o una especie de mástiles. Las habría tomado por haces de reflectores si no hubieran estado cubiertas por una delicada red, —tal sería el aspecto de un gigantesco cilindro de cristal con la parte inferior hundida en la tierra, lleno de lentes ya cóncavas, ya convexas.

Tenían que ser increíblemente altos; a su alrededor había una lluvia de luces temblorosas, envueltas por una guirnalda de reflejos anaranjados y casi blancos. Esto era todo, así se veía la ciudad; traté de encontrar calles, de adivinarlas, pero la oscura y muerta superficie de allí abajo se extendía por doquier, sin que la iluminara ninguna chispa.

- ¿Kol...? - oí, y no por primera vez, aunque al principio no me había dado por aludido. Antes de que pudiera volverme del todo, el asiento lo hizo por mí. Ante mí se encontraba una muchacha de unos veinte años, vestida con algo azul claro, muy ceñido. Los hombros y el pecho se perdían entre unas plumas azul oscuro, que hacia abajo eran cada vez más transparentes. Su hermoso y esbelto vientre era como una escultura de metal animado. En las orejas llevaba algo luminoso, tan grande que no dejaba ver el pabellón del oído. Sus labios pequeños, abiertos en una sonrisa insegura, estaban pintados, los agujeros de la nariz eran rojos por dentro; ya había observado que la mayoría de mujeres se pintaban así.

Agarró con ambas manos el respaldo del asiento que había frente a mí y preguntó:

- ¿Cómo te va, kol?

Se sentó.

Tuve la impresión de que estaba algo bebida.

- Esto es aburrido, - comentó momentos después, -¿no crees? ¿Nos vamos, kol?

- Yo no soy kol..., - contesté.

Apoyó los codos en la mesa y movió la mano que sostenía una copa a medio llenar. El extremo de una cadenita de oro que llevaba en el dedo estaba sumergido en el líquido. Se inclinó más hacia delante. Sentí su aliento. Si estaba bebida, no era de alcohol.

- ¿Qué dices? - replicó. -Lo eres, tienes que serlo. Todo el mundo es un kol. ¿Qué te parece? ¿Nos vamos?

Si al menos pudiera saber qué significaba esto.

- Bueno, - dije.

Se levantó. Yo también me levanté de aquel asiento horriblemente bajo.

- ¿Cómo lo haces? - interrogó.

-  ¿Qué?

Me miró los pies.

- Pensé que estabas de puntillas...

Sonreí sin decir nada. Se acercó, me tomó del brazo y volvió a asombrarse.

- ¿Qué tienes ahí?

- ¿Dónde, aquí? Nada.

- Pues cantas, -  afirmó, tirando ligeramente de mí. Caminamos entre las mesas, y yo reflexioné sobre lo que podría significar «cantas»..., ¿tal vez «mientes»?

Me llevó hasta una pared de un dorado oscuro, donde refulgía un signo parecido a una caja de violín. Al acercarnos, la pared se abrió.

Sentí una ráfaga de aire caliente.

La estrecha y plateada escalera discurría hacia abajo. Nos detuvimos. Ella no me llegaba ni al hombro. Tenía una cabeza pequeña, cabellos negros con reflejos azulados y un perfil quizá demasiado enérgico, pero era bonita. Sólo esas ventanas de la nariz de color escarlata... Su mano esbelta me agarraba con fuerza, y sus uñas verdes se hundían en la lana gruesa de mi jersey. Sonreí involuntariamente, con las comisuras de los labios, al pensar que mi chaqueta había estado en todas partes y casi nunca la habían tocado unos dedos de mujer.

Por un pasillo abovedado que respiraba luces, —del rosa al carmín y del carmín al rosa—, llegamos a la calle. Es decir, yo creí que era la calle, pero la oscuridad circundante se aclaraba cada vez más como en un repentino amanecer. En la lejanía se veían pasar siluetas largas y aplanadas, como coches. Pero yo ya sabía que no había coches. Tenía que ser otra cosa. De haber estado solo, habría podido seguir esta calle hasta una avenida más ancha; a lo lejos brillaban las letras AL CENTRO. Sin embargo, esto no significaba probablemente el centro de la ciudad. Me dejé llevar. Fuera cual fuese el fin de esta aventura, por fin había encontrado una guía, y pensé en el pobre diablo que, tres horas después de mi llegada, seguía buscándome por esta ciudad-estación, preguntando en todos los infors.

Pasamos por delante de locales ya casi vacíos y de escaparates donde grupos de maniquíes representaban siempre la misma escena. Me habría gustado detenerme para ver qué hacían, pero la muchacha caminaba de prisa, taconeando, hasta que vio un rostro de neón, de mejillas rojas y palpitantes, que se lamía los labios con una lengua cómicamente larga; entonces exclamó:

- ¡Oh, bones! ¿Quieres un bon?

- ¿Y tú? - pregunté.

- Claro que sí.

Entramos en una sala pequeña y luminosa. En lugar de techo tenía largas hileras de llamas, que parecían de gas: desde arriba nos alcanzó de repente una oleada de calor; seguramente era gas.

En las paredes había pequeñas concavidades con pupitres; cuando nos acercamos a una de ellas, surgieron de ambos lados unos asientos. Parecían salir de la pared, al principio incompletos, como capullos, que después se abrían en el aire, tomaban forma y se inmovilizaban. Nos sentamos el uno frente al otro; la muchacha golpeó con dos dedos la superficie de metal de la mesa y de la pared saltó una pequeña mano metálica; soltó ante cada uno de nosotros un plato de postre y, en dos rapidísimos movimientos, los llenó de una masa blanca, que a su vez fue cubierta por una espuma marrón; entonces los platos también se oscurecieron. La muchacha enrolló el plato, que en realidad no lo era, y empezó a comer como si se tratara de un pastel.

- Ah, -dijo con la boca llena, -no sabía que estaba tan hambrienta.

Hice lo mismo que ella. El sabor del bon no me recordaba nada de lo que había comido en mi vida. Al morder, era crujiente como una galleta, pero en seguida se deshacía y derretía en la lengua; la masa marrón de que estaba relleno era muy picante. Pensé que no me costaría acostumbrarme a los bones.

- ¿Quieres más? - pregunté cuando hubo terminado. Ella sonrió y negó con la cabeza. Al salir, metió un momento las manos en un pequeño nicho embaldosado que despedía vapor. La imité. Un viento cosquilleante me rodeó los dedos; cuando retiré las manos, estaban secas y limpias.

Entonces subimos por una escalera automática. Yo ignoraba si aún continuábamos en la estación, pero me avergonzaba preguntarlo.

Me condujo hasta una pequeña cabina practicada en la pared; no estaba muy iluminada y tuve la impresión de que encima pasaban trenes, ya que el suelo temblaba. Durante una décima de segundo reinó la oscuridad, algo respiró profundamente bajo nuestros pies, como si un monstruo metálico vaciara sus pulmones, y entonces volvió a haber luz y la muchacha empujó la puerta.

Era realmente una calle. Estábamos completamente solos. Al borde de ambas aceras crecían pequeños arbustos podados; un poco más lejos había una apretada hilera de vehículos negros y aplanados. Un hombre salió de la sombra y se metió en uno de ellos; no le vi abrir ninguna puerta, desapareció simplemente y, sin embargo, el vehículo partió a tal velocidad, que el hombre debía ir casi echado en el asiento.

No vi ninguna casa, sólo una carretera lisa, cubierta de franjas de metal mate; en los cruces temblaban luces rojas anaranjadas, que pendían sobre el empedrado y recordaban un poco los modelos de reflectores del tiempo de la guerra.

- ¿Adonde vamos? - inquirió la muchacha, que seguía apoyándose en mi brazo. Aminoró el paso. Un rayo de luz roja le cruzó la cara.

- A donde tú quieras.

- Entonces iremos a mi casa. No vale la pena tomar un glider; estamos muy cerca.

Seguimos andando. Tampoco allí se veía ninguna casa, y el viento, que venía de la oscuridad reinante detrás de los arbustos, soplaba como si nos halláramos en un espacio libre. ¿Alrededor de la estación, directamente al centro? Se me antojó algo singular. El viento llevaba consigo un ligero aroma de flores, que aspiré con avidez. ¿Lilas? No, no era de lilas.

Entonces encontramos una acera deslizante y nos colocamos en ella; una pareja cómica. Las luces se quedaban atrás, muchas veces nos pasaba algún vehículo como metal negro fundido: no tenían ventanillas ni ruedas, ni siquiera faros, y, sin embargo, iban a una velocidad extraordinaria, como ciegos. Las luces movibles salían de hendiduras estrechas y verticales, practicadas en el suelo. No pude averiguar si tenían algo que ver con el tráfico y su regulación.

Por el cielo invisible sonaba de vez en cuando un pitido lastimero. De pronto la muchacha bajó de la acera rodante, para subir en seguida a otra que ascendía abruptamente. De improviso me encontré muy arriba; el recorrido duró tal vez medio minuto y terminó en una galería llena de flores perfumadas, como si hubiéramos llegado a la terraza o al balcón de una casa oscura. La muchacha entró en esta galería. Yo, acostumbrado ya a la oscuridad, vislumbré con los ojos de un ave nocturna las grandes siluetas de las casas contiguas; no tenían ventanas, estaban muertas. No había luces pequeñas, ni llegaba hasta mí el menor ruido, aparte del rumor causado por el paso de los vehículos negros que circulaban por la calle. Me asombraba esta oscuridad intencionada, como también la falta de anuncios tras la orgía de neones de la estación.

Pero no tuve tiempo para reflexionar.

- Ven, ¿dónde estás? - le oí decir en un murmullo. Sólo veía la mancha blanca de su rostro. Rozó la puerta con la mano, y la puerta se abrió, pero no conducía a la vivienda, y el suelo acompañó nuestros pasos.

«Aquí no hay modo de caminar, —pensé—. Resulta cómico que aún tengan piernas». Pero se trataba de una ironía inútil, debida a mi desconcierto constante y a la sensación de irrealidad que no me abandonaba desde hacía muchas horas.

Nos hallábamos en un gran pasillo o corredor, ancho y casi oscuro - sólo brillaban los ángulos de la pared, con rayas de color luminoso.

En el punto más oscuro, la muchacha volvió a posar la mano extendida sobre la pequeña placa de metal de la puerta, y entró delante de mí.

Pestañeé: el recibidor, fuertemente iluminado, estaba casi vacío. Ella fue hacia la puerta siguiente; cuando yo me acerqué a la pared, ésta se abrió de repente y mostró una concavidad, llena de botellas metálicas. Fue tan inesperado que retroced involuntariamente.

- No asustes a mi armario, - dijo ella, ya desde otra habitación.

La seguí.

Los muebles parecían hechos de una sustancia vidriosa: sillas pequeñas, un sofá bajo, mesitas; por el material medio trasparente se movían con lentitud verdaderos enjambres de luciérnagas; muchas veces se perseguían, otras se fundían de nuevo en un pequeño arroyo, y en el interior de los muebles parecía circular una sangre luminosa, verde pálido, con reflejos rosados.

- ¿Por qué no te sientas?

Ella estaba de pie en un nivel más bajo. El asiento se abrió para albergarme. Esto no me gustaba nada. El vidrio no era tal vidrio; tenía la impresión de estar sentado sobre almohadones rellenos de aire. Y cuando miré hacia atrás, pude ver el suelo a través del respaldo curvado de mi asiento.

Al entrar, la pared que estaba frente a la puerta se me antojo de cristal, y me pareció ver una segunda habitación y varias personas en ella, como si se celebrase una fiesta, sólo que estas personas eran de tamaño mayor del normal. De improviso comprendí que se trataba de una pantalla de televisión que abarcaba toda la pared. El sonido estaba desconectado; ahora, desde mi asiento, vi un enorme rostro femenino, exactamente como si esta mujer gigante de cutis oscuro nos mirase por la ventana de la habitación; sus labios se movían, hablaba, y las joyas, —grandes como los escudos de antiguos guerreros—, que cubrían los lóbulos de sus orejas refulgían de brillantes.

Me incorporé algo en el sillón. La muchacha, con una mano en la cadera, —su vientre era efectivamente como una escultura de metal azulado—, me contemplaba con atención. Ya no daba la impresión de estar bebida; quizá sólo me lo había parecido.

- ¿Cómo te llamas? - quiso saber.

 

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