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Книга «Остров сокровищ» (La isla del tesoro) на испанском языке – читать онлайн

Роман «Остров сокровищ» (La isla del tesoro) на испанском языке – читать онлайн, автор книги – Роберт Льюис Стивенсон. Книга «Остров сокровищ» вышла в конце XIX века, и сразу же приобрела популярность у англоязычных читателей. Впоследствии интерес к роману «Остров сокровищ» только рос, и книга была переведена на самые распространённые языки мира, в том числе и на испанский. Кроме того, в разных странах было снято много фильмов и мультфильмов по мотивам книги «Остров сокровищ». Многочисленные пародии, а также так называемые «продолжения» книги «Остров сокровищ» лишь подтверждают, что роман шотландского писателя Роберта Льюиса Стивенсона навсегда вошёл в коллекцию мировой литературы.

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Теперь переходим к чтению книги «Остров сокровищ» (La isla del tesoro) на испанском языке. На этой странице выложены первые 3 главы романа, ссылка на следующие главы книги Роберта Льюиса Стивенсона «Остров сокровищ» (La isla del tesoro) будет в конце страницы.

 

La isla del tesoro

 

Parte primera

El viejo pirata

 

Capítulo 1

Y el viejo marino llegó a la posada del «Almirante Benbow»

El squire1 Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caba­lleros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posi ción de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17... y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.

Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un cos­turón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella anti­gua canción marinera que después tan a menudo le escucharía:

«Quince hombres en el cofre del muerto...

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»

con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del ca­brestante. Golpeó en la puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los catadores, chas­cando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba sobre la puerta de nuestra posada.

-Es una buena rada -dijo entonces-, y una taberna muy bien situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh, compañero? Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia. -Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compa­dre! -le gritó al hombre que arrastraba las angarillas-. Atraca aquí y echa una mano para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días -continuó-. Soy hombre llano; ron; tocino y huevos es todo lo que quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre? Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada... -y arrojó tres o cuatro mone­das de oro sobre el umbral-. Ya me avisaréis cuando me haya. comido ese dinero -dijo con la misma voz con que podía man­dar un barco.

Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones indignas, no tenía el aire de un simple marinero, sino la de un pilo­to o un patrón, acostumbrado a ser obedecido o a castigar. El hombre que había portado las angarillas nos dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia delante del «Royal Geor­ge» y que allí se había informado de las hosterías abiertas a lo largo de la costa, y supongo que le dieron buenas referencias de la nuestra, sobre todo lo solitario de su emplazamiento, y por eso la había preferido para instalarse. Fue lo que supimos de él.

Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día vagabun­deaba en torno a la ensenada o por los acantilados, con un catalejo de latón bajo el brazo; y la velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego, bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba; sólo erguía la cabeza y resoplaba por la nariz como un cuerno de niebla; por lo que tanto nosotros como los clientes habituales pronto aprendimos a no me­ternos con él. Cada día, al volver de su caminata, preguntaba si había pasado por el camino algún hombre con aspecto de marino. Al principio pensamos que echaba de menos la compañía de gente de su condición, pero después caímos en la cuenta de que precisa­mente lo que trataba era de esquivarla. Cuando algún marinero entraba en la «Almirante Benbow» (como de tiempo en tiempo solían hacer los que se encaminaban a Bristol por la carretera de la costa), él espiaba, antes de pasar a la cocina, por entre las cortinas de la puerta; y siempre permaneció callado como un muerto en presencia de los forasteros. Yo era el único para quien su com­portamiento era explicable, pues, en cierto modo, participaba de sus alarmas. Un día me había llevado aparte y me prometió cuatro peniques de plata cada primero de mes, si «tenía el ojo avizor para informarle de la llegada de un marino con una sola pierna». Mu­chas veces, al llegar el día convenido y exigirle yo lo pactado, me soltaba un tremendo bufido, mirándome con tal cólera, que llega­baa inspirarme temor; pero, antes de acabar la semana parecía pen­sarlo mejor y me daba mis cuatro peniques y me repetía la orden de estar alerta ante la llegada «del marino con una sola pierna».

No es necesario que diga cómo mis sueños se poblaron con las más terribles imágenes del mutilado. En noches de borrasca, cuan­do el viento sacudía hasta las raíces de la casa y la marejada rugía en la cala rompiendo contra los acantilados, se me aparecía con mil formas distintas y las más diabólicas expresiones. Unas veces con su pierna cercenada por la rodilla; otras, por la cadera; en ocasiones era un ser monstruoso de una única pierna que le nacía del centro del tronco. Yo le veía, en la peor de mis pesadillas, correr y perse­guirme saltando estacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas, qué caro pagué mis cuatro peniques con tan espantosas visiones.

Pero, aun aterrado por la imagen de aquel marino con una sola pierna, yo era, de cuantos trataban al capitán, quizá el que menos miedo le tuviera. En las noches en que bebía mas ron de lo que su cabeza podía aguantar, cantaba sus viejas canciones marineras, impías y salvajes, ajeno a cuantos lo rodeábamos; en ocasiones pedía una ronda para todos los presentes y obligaba a la atemoriza­da clientela a escuchar, llenos de pánico, sus historias y a corear sus cantos. Cuántas noches sentí estremecerse la casa con su «Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!», que todos los asistentes se apresuraban a acompañar a cuál más fuerte por temor a despertar su ira. Porque en esos arrebatos era el contertulio de peor trato que jamás se ha visto; daba puñetazos en la mesa para imponer silencio a todos y estallaba enfurecido tanto si alguien lo interrumpía como si no, pues sospechaba que el corro no seguía su relato con interés. Tam­poco permitía que nadie abandonase la hostería hasta que él, empapado de ron, se levantaba soñoliento, y dando tumbos se en­caminaba hacia su lecho.

Y aun con esto, lo que mas asustaba a la gente eran las historias que costaba. Terroríficos relatos donde desfilaban ahorcados, con­denados que «pasaban por la plancha2», temporales de alta mar, leyendas de la Isla de la Tortuga y otros siniestros parajes de la América Española. Según él mismo contaba, había pasado su vida entre la gente más despiadada que Dios lanzó a los mares; y el vocabulario con que se refería a ellos en sus relatos escandalizaba a nuestros sencillos vecinos tanto como los crímenes que describía. Mi padre aseguraba que aquel hombre sería la ruina de nuestra posada, porque pronto la gente se cansaría de venir para sufrir humillaciones y luego terminar la noche sobrecogida de pavor; pero yo tengo para mí que su presencia nos fue de provecho. Por­que los clientes, que al principio se sentían atemorizados, lue­go, en el fondo, encontraban deleite: era una fuente de emo­ciones, que rompía la calmosa vida en aquella comarca; y había in­cluso algunos, de entre los mozos, que hablaban de él con admi­ración diciendo que era «un verdadero lobo de mar» y «un viejo tiburón» y otros apelativos por el estilo; y afirmaban que hombres como aquél habían ganado para Inglaterra su reputación en el mar.

Hay que decir que, a pesar de todo, hizo cuanto pudo por arruinarnos; porque semana tras semana, y después, mes tras mes, continuó bajo nuestro techo, aunque desde hacía mucho ya su di­nero se había gastado; y, cuando mi padre reunía el valor preciso para conminarle a que nos diera más, el capitán soltaba un bufido que no parecía humano y clavaba los ojos en mi padre tan fiera­mente, que el pobre, aterrado, salía a escape de la estancia. Cuán­tas veces le he visto, después de una de estas desairadas escenas, re­torcerse las manos de desesperación, y estoy convencido de que el enojo y el miedo en que vivió ese tiempo contribuyeron a acelerar su prematura y desdichada muerte.

En todo el tiempo que vivió con nosotros no mudó el capitán su indumentaria, salvo unas medias que compró a un buhonero. Un ala de su sombrero se desprendió un día, y así colgada quedó, a pesar de lo enojoso que debía resultar con el viento. Aún veo el deplorable estado de su vieja casaca, que él mismo zurcía arriba en su cuarto, y que al final ya no era sino puros remiendos. Nunca es­cribió carta alguna y tampoco recibía, ni jamás habló con otra persona que alguno de nuestros vecinos y aun con éstos sólo cuando estaba bastante borracho de ron. Nunca pudimos sorprender abierto su cofre de marino.

Tan sólo en una ocasión alguien se atrevió a hacerle frente, y ocurrió ya cerca de su final, y cuando el de mi padre estaba también cercano, consumiéndose en la postración que acabó con su vida. El doctor Livesey había llegado al atardecer para visitar a mi padre, y, después de tomar un refrigerio que le ofreció mi padre, pasó a la sala a fumar una pipa mientras aguardaba a que trajesen su caballo desde el caserío, pues en la vieja «Benbow» no teníamos establo. Entré con él, y recuerdo cuánto me chocó el contraste que hacía el pulcro y aseado doctor con su peluca empolvada y sus brillantes ojos negros y exquisitos modales, con nuestros rústicos vecinos; pero sobre todo el que hacía con aquella especie de inmundo y legañoso espantapájaros, que era lo que realmente parecía nuestró desvalija­dor, tirado sobre la mesa y abotargado por el ron. Pero súbitamente el capitán levantó los ojos y rompió a cantar:

«Quince hombres en el cofre del muerto.

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ; Y una botella de ron!

El ron y Satanás se llevaron al resto.

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡ Y una botella de ron»

 

Al principio yo había imaginado que el «cofre del muerto» debía ser aquel enorme baúl que estaba arriba, en el cuarto fron­tero; y esa idea anduvo en mis pesadillas mezclada con las imágenes del marino con una sola pierna. Pero a aquellas alturas de la historia no reparábamos mucho en la canción y solamente era una novedad para el doctor Livesey, al que por cierto no le causó un agradable efecto, ya que pude observar cómo levantaba por un instante su mirada cargada de enojo, aunque continuó conversando con el viejo Taylor, el jardinero, acerca de un nuevo remedio para el reúma. Pero el capitán, mientras tanto, empezó a reanimarse bajo los efectos de su propia música y al fin golpeó fuertemente en la mesa, señal que ya todos conocíamos y que quería imponer silen­cio. Todas las voces se detuvieron, menos la del doctor Livesey, que continuó hablando sin inmutarse con su voz clara y de amable tono, mientras daba de vez en cuando largas chupadas a su pipa.

El capitán fijó entonces una mirada furiosa en él, dio un nuevo manotazo en la mesa y con el más bellaco de los vozarrones gritó:

-¡Silencio en cubierta!

-¿Os dirigís a mí, caballero? -preguntó el médico. Y cuando el rufián, mascullando otro juramento, le respondió que así era, el doctor Livesey replicó-: Solamente he de deciros una cosa: que, si continuáis bebiendo ron, el mundo se verá muy pronto a salvo de un despreciable forajido.

La furia que estas palabras despertaron en el viejo marinero fue terrible. Se levantó de un salto y sacó su navaja, se escuchó el ruido de sus muelles al abrirla y, balanceándola sobre la palma de la mano, amenazó al doctor con clavarlo en la pared.

El doctor no se inmutó. Continuó sentado y le habló así al capi­tán, por encima del hombro, elevando el tono de su voz para que todos pudieran escucharle, perfectamente tranquilo y firme:

-Si no guardáis ahora esa navaja, os prometo, por mi honor, que en el próximo Tribunal del Condado os haré ahorcar. Durante unos instantes los dos hombres se retaron con las mira­das, pero el capitán amainó, se guardó su arma y volvió a sentarse gruñendo como un perro apaleado.

-Y ahora, señor -continuó el doctor-, puesto que no ignoro su desagradable presencia en mi distrito, podéis estar seguro de que no he de perderos de vista. No sólo soy médico, también soy juez,

y, si llega a mis oídos la más mínima queja sobre vuestra conducta, aunque sólo fuera por una insolencia como la de esta noche, tomaré las medidas para que os detengan y expulsen de estas tierras. Basta.

Al poco rato trajeron hasta nuestra puerta el caballo del doctor Livesey, y éste montó y se fue; el capitán permaneció tranquilo aquella noche y he de decir que otras muchas a partir de ésta.

 

Capítulo 2

La aparición che «Perronegro»

Poco después de los sucesos que acabo de narrar tuvo lugar el primero de los misterioros acontecimientos que acabaron por li­brarnos del capitán, aunque no, como ya verá el lector, de sus intri gas. Fue aquel invierno un invierno en que la tierra permaneció cubierta por las heladas y azotada por los más furiosos vendavales. Nos dábamos cuenta de que mi pobre padre no llegaría a ver la primavera; día a día empeoraba, y mi madre y yo teníamos que re­partirnos el peso de la hostería, lo que por otro lado nos mantuvo tan ocupados, que difícilmente reparábamos ya en nuestro desa­gradable huésped.

Recuerdo que fue un helado amanecer de enero. La ensenada estaba cubierta por, la blancura de la escarcha, la mar en calma rompía suavemente en las rocas de la playa y el sol naciente iluminaba las cimas de las colinas resplandeciendo en la lejanía del océano. El capitán había madrugado más que de costumbre, y se fue hacia la playa, con su andar hamacado, oscilando su cuchillo bajo los faldones de su andrajosa casaca azul, el catalejo de latón bajo el brazo y el sombrero echado hacia atrás. Su aliento, al caminar, iba dejando como nubecillas blanquecinas. Al desapare­cer tras un peñasco, profirió uno de aquellos gruñidos que tan familiares ya me eran, como si en aquel instante hubiera recordado con indignación al doctor Livesey.

Mi madre estaba arriba, velando a mi padre; yo atendía mis quehaceres y preparaba la mesa para cuando regresara el capitán. Entonces se abrió la puerta y apareció un hombre al que jamás antes había visto. Pálido, con la blancura del sebo; vi que le faltaban dos dedos en la mano izquierda, pero, aunque le colgaba un machete, no tenía trazas de hombre pendenciero. Yo, que estaba siempre pendiente de cualquier marino, tanto con una como con dos piernas, recuerdo que me sentí desconcertado, pues aquel visitante no parecía hombre de mar, pero algo en él olía a tripulación.

Le pregunté en qué podía servirle, y dijo que quería beber ron; pero, cuando iba a traérselo, se sentó sobre una mesa y me hizo una seña de que me acercara. Me quedé quieto donde estaba con el paño de limpieza en las manos.

-Acércate, hijo -me llamó-. Acércate.

Yo di un paso hacia él.

-¿Esa mesa que está ahí preparada no será para mi compadre Bill? -me preguntó con aire burlón.

Le dije que no conocía a su compadre Bill; que aquella mesa es­taba dispuesta para otro huésped a quien llamábamos el capitán. -Bien -dijo-, eso le gusta a mi compadre Bill, que le llamen capitán. Pero si el que dices tiene una cicatriz grande en un carrillo y da gusto ver lo fino que es, sobre todo cuando está borracho, ése es mi compadre Bill. Además, vamos a ver, si tu capitán tiene una cuchillada en la mejilla... ¿no será además en el lado derecho? ¡Ah, ya decía yo! Así que... ¿está aquí mi compadre Bill?

Le contesté que se encontraba fuera, dando uno de sus paseos. -¿Por dónde, hijo? ¿Por dónde ha ido?

Le indiqué la playa y le dije por dónde podría regresar el capitán y lo que aún tardaría, y, después que respondí a otras de sus pre­guntas, me dijo:

-Ah... Verme le va a sentar mejor que un trago de ron a mi compadre Bill.

La expresión de su cara al decir esto no me pareció muy agrada­ble, por lo que pensé que el forastero no decía la verdad. Pero pensé que no era asunto mío; y, además, tampoco podía yo hacer nada. El hombre salió y se apostó en la entrada de la hostería, acechando como gato que espera al ratón. Cuando se me ocurrió salir a la ca­rretera, me ordenó que entrase inmediatamente, y, como no obedecí con la presteza que él esperaba, un cambio terrible se produjo en su rostro blanquecino, y profirió un juramento tan terrible, que me heló el alma. Entré rápidamente en la posada y él entonces se me acercó, recobrando su aire zalamero, y dándome una palmadita en el hombro me dijo que yo era un buen muchacho y que se había encariñado conmigo.

-Tengo yo un hijo -me contó- que se parece a ti como una gota de agua a otra y que es el orgullo de mi corazón. Pero los muchachos necesitáis disciplina, hijo, disciplina. Si tú hubieras na­vegado con mi compadre Bill, no necesitarías que te lo dijera dos veces para entrar en casa, no... No eran esas las costumbres de Bill ni de los que navegaban con él. ¡Pero, mira! ¡Ahí viene! Con su catalejo bajo el brazo. Es mi compadre Bill. ¡Bendito sea! Tú y yo vamos a meternos dentro, hijo, y nos esconderemos tras la puerta; vamos a darle a Bill una buena sorpresa. ¡Dios lo bendiga!

Y diciendo esto, entró conmigo en la hostería y me ocultó tras él, junto a la puerta. Yo estaba, como es de suponer, inquieto y alarmado, y el miedo que sentía aumentaba al ver que el forastero también daba muestras de temor. Acarició la empuñadura de su machete y empezó a sacarlo de su vaina, y todo el tiempo que estuvimos aguardando no dejó de tragar saliva, como si tuviera, como suele decirse, un nudo en la garganta.

Por fin entró el capitán, cerró la puerta de golpe y, sin desviar su mirada, se dirigió a grandes zancadas hacia su mesa.

-¡Bill! -llamó el forastero, con una voz que pretendía ser firme y resuelta.

El capitán giró sobre sus talones y se nos quedó mirando; el color había desaparecido de su rostro y hasta su nariz se tornó lí­vida; tenía el aspecto del que ve a un aparecido o al mismo diablo o incluso algo peor, si es que existe; tanto me sobrecogió verlo así, porque fue como si en un instante envejeciera cien años.

-Vamos, Bill... Ya me conoces... ¿O es que no te acuerdas de tu viejo camarada? -dijo el forastero.

El capitán ahogó un grito de asombro y exclamó:

-¡«Perronegro»!

-¿Y quién si no? -contestó el otro, ya más tranquilo-. El mismo «Perronegro» de siempre, que viene a saludar a su antiguo camarada Bill a la posada del «Almirante Benbow». Ah, Bill, Bill…. ¡Las cosas que hemos visto los dos desde que yo perdí estos gar­fios! -y levantó su mano mutilada.

-Está bien -dijo el capitán-, al fin me has pillado, ya me tienes; bien, echa fuera lo que tengas que decir. ¿Qué quieres? -Siempre el mismo, ¿eh, Bill? -respondió «Perronegro»-.

Tienes toda la razón. Ahora este buen mozalbete nos va a traer un trago de ron y vamos a sentarnos, ¿quieres?, y vamos a charlar mano a mano, como viejos camaradas.

Cuando yo regresé con el ron, estaban los dos sentados en la mesa del capitán, uno frente al otro. «Perronegro» se había situado cerca de la puerta y con la silla algo separada de la mesa, como para poder al mismo tiempo vigilar a su antiguo compinche y, supongo, tener pronta la huida.

Me mandó que me retirase y que dejara la puerta abierta de par en par, y añadió:

-No se te ocurra espiar por el ojo de la cerradura, hijo-. Así que, dejándolos solos, me retiré.

Durante largo rato, y aunque me esforcé por escuchar, no pude entender más que apagados susurros; pero después empecé a oír sus voces, cada vez más altas, y entonces pesqué alguna palabra, principalmente juramentos del capitán:

-¡No, no, no, no! ¡Y basta! -gritaba-. ¡Si hay que acabar colgados, a la horca todos! -chilló.

Y de repente estalló en juramentos horribles y escuché ruido de golpes; la mesa y las sillas rodaban por el suelo con gran estrépito; oí chocar de aceros y un instante después vi a «Perronegro» huir despavorido y al capitán corriendo tras él, los dos con los machetes en la mano, y vi que el hombro de «Perronegro» manaba sangre. Ya en la puerta el capitán descargó sobre el fugitivo un tajo tan tremendo, que, de haberlo alcanzado, lo hubiera abierto en canal, pero gracias a que el cuchillo chocó con la muestra de la hos­tería que colgaba en el portal. Todavía puede verse la muesca en el lado inferior del marco.

Aquel golpe fue el último de la pelea. Cuando pudo llegar a la carretera, «Perronegro», a pesar de su herida, demostró saber correr y desapareció tras la colina en medio minuto. El capitán, por su parte, miró la muestra como aturdido. Se pasó varias veces la mano por sus ojos, y después volvió a entrar en la casa.

-Jim! -gritó-, ¡ron! -; y al pedírmelo, se tambaleó un poco y trató de sostenerse apoyándose en la pared.

-¿Estáis herido? -exclamé.

-Ron... -me pidió de nuevo-. He de huir de aquí... ¡Ron! ¡Ron!

Corrí a traérselo, pero estaba tan impresionado por todo lo que había visto, que rompí un vaso y averié el grifo, y, mientras trataba de calmarme, oí el golpe de un cuerpo al caer al suelo; corrí entón ces hacia la habitación donde había dejado al capitán y allí me lo encontré tirado cuan largo era. En ese instante mi madre, alarmada por los gritos y la pelea, acudió presurosa en mi ayuda. Entre los dos tratamos de levantar al capitán, que resollaba fuerte y estertorea­mente; tenía los ojos cerrados y en su rostro el color de la muerte.

-¡Pobre de mí! -gritaba mi madre-. ¡La desgracia se ceba en esta casa! ¡Y con tu pobre padre tan enfermo!

No teníamos ni idea de qué hacer para auxiliar al capitán, lo único que se nos ocurría es que había sido herido de muerte en la pelea con el forastero. Traje, por si acaso, el ron y traté de hacérselo beber, pero tenía los dientes apretados y la boca encajada, como si fuera de hierro. En ese instante, y con gran alivio por nuestra parte, se abrió la puerta y vimos entrar al doctor Livesey, que venía a visitar a mi padre.

-¡Doctor! -exclamamos-. ¡Ayúdenos! ¡No sabemos si está muerto!

-¿Muerto? -dijo el doctor-. No más que uno de nosotros. Este hombre no tiene sino un ataque, que por cierto ya le advertí. Y ahora, señora Hawkins, vuelva usted al lado de su esposo, y, si es posible, que no se entere de nada de esto. Yo, como es mi obliga­ción, trataré de salvar la despreciable vida de este tunante. Jim -me indicó-, haz el favor de traerme una jofaina.

Cuando volví con lo que me había pedido, el doctor había cor­tado de arriba hasta abajo una manga del capitán, dejando al descubierto su enorme brazo nervudo, sobre el que se veían varios tatuajes; en el antebrazo, con gran claridad, leímos: «Mía es la suerte», y «Viento en las velas», y «Billy Bones es libre», y más arri­ba, junto al hombro, veíase una horca con un hombre colgado; el dibujo estaba trazado con cierta gracia.

-¡Profético! -dijo el doctor, indicándome el dibujo-. Y ahora, señor Bones, si ése es su nombre, vamos a ver de qué color tiene usted la sangre. ¿Te asusta la sangre, Jim? -me preguntó.

-No, señor -respondí.

-Bueno, pues entonces -me dijo- sostén la jofaina. Y diciendo esto, cogió la lanceta y abrió una vena. Abundante sangre manó antes de que el capitán abriese los párpados y nos mirara con turbios ojos. Primero reconoció al doctor, y frunció su ceño; luego me vio a mí, y eso pareció tranqui­lizarlo. Pero de pronto su rostro palideció y trató de incorporarse, gritando:

-¿Dónde está «Perronegro»?

-Aquí no hay ningún «Perronegro» -dijo el doctor-, excepto el que lleváis en el pellejo. Habéis seguido bebiendo y os ha dado un ataque, tal como anuncié; y en este instante acabo, muy contra mi gusto, de sacaros por las orejas de la sepultura. Y ahora, señor Bones...

-Yo no me llamo así -interrumpió el capitán.

-Tanto me da -replicó el doctor-. Es el nombre de un pirata del que he oído hablar; y así os llamo para abreviar. De cualquier forma lo que tenía que deciros es tan sólo esto: un vaso de ron no acabará con vuestra vida, pero a ése seguirá otro, y después otro, y apuesto mi peluca a que, de no dejarlo, no tardaréis en morir, ¿está claro?, moriréis y así iréis al lugar que os corresponde, como está en la Biblia. Ahora, vamos, haced un esfuerzo y os ayudaré, por esta vez, a ir a la cama.

Entre el doctor y yo, con gran trabajo, conseguimos hacerlo subir la escalera y dejarlo en el lecho, donde su cabeza cayó sobre la almohada igual que si aún permaneciera desmayado.

-Y ahora, pensadlo -dijo el doctor-. Yo declino mi respon­sabilidad. Sólo el nombre del ron ya significa vuestra muerte. Y tomándome por el brazo, salimos de aquel cuarto para ir a ver a mi padre.

-No hay que temer -me dijo el doctor tan pronto cerramos la puerta-. Le he extraído suficiente sangre como para que descanse tranquilo una temporada; tendrá que quedarse aquí una semana, es lo mejor para todos; pero, sin duda, otro ataque puede acabar con él.

 

Capítulo 3

La Marca Negra

Hacia el mediodía me acerqué a la habitación del capitán, llevándole un refresco y medicinas. Se encontraba casi en el mismo estado en que lo habíamos dejado, aunque trató de incorporarse, pero su debilidad fue más grande que sus deseos.

Jim -me dijo-, tú eres la única persona en quien puedo confiar aquí; y bien sabes que siempre me porté bien contigo. Ni un mes he dejado de darte tus cuatro peniques de plata. Ahora ya

me ves, compañero, da grima verme, no tengo ánimos y estoy solo. Escucha, Jim, tráeme un cortadillo de ron... Vamos, camarada, ¿me lo traerás?

-El doctor... -intenté decirle.

Pero él rompió en juramentos y maldiciones contra el doctor con una voz que, aún apagada, no había perdido su vieja energía. -Los médicos son todos unos farsantes -voceó-, y ese vues­tro, ése, ¿qué sabe de hombres de mar? Con estos ojos he visto tierras que abrasaban como la pez hirviendo, y a mis compañeros caer muertos como moscas con el vómito negro, y he visto la tierra moverse como la mar sacudida por terremotos... ¿Qué sabe el médico? Y te digo una cosa: fue el ron el que me hizo vivir. El ha sido mi comida y mi agua, somos como marido y mujer. Y si me lo quitáis ahora, seré como un barco del que ya no queda más que un madero, que las olas entregan a la playa. Mi maldición caerá sobre ti, Jim, y sobre ese médico charlatán -y de nuevo prorrumpió en una sarta de juramentos-. Fíjate, Jím, en el temblor de mis dedos -continuó ya con un tono de súplica-. No se están quietos. No he bebido una gota en todo el santo día. Te digo que ese médico es un farsante. Si no echo un trago de ron, Jim, empezaré a tener visiones. Ya casi las tengo. Estoy viendo al viejo Flint allí en el rincón, detrás tuyo; y si empiezo a tener visiones, con la mala vida que he llevado, se me va a aparecer hasta Caín. El médico dijo que un vaso no me haría daño. Te daré una guinea de oro, si me traes un cortadillo, Jim.

Iba excitándose cada vez más y yo me alarmé a causa de mi padre, que había empeorado y necesitaba toda la quietud posible; además, las instrucciones del doctor habían sido terminantes, y también me sentía ofendido en cierta forma por el soborno que me proponía.

-No quiero vuestro dinero -le dije-, sino el que debéis a mi padre. Os traeré un vaso, sólo uno.

Cuando se lo traje, lo cogió ávidamente y lo bebió de un trago.

-Ah -suspiró-. Ya me siento mejor, no cabe duda. Y ahora, muchacho, ¿cuánto tiempo dijo el doctor que debía estar en esta condenada litera?

-Una semana, por lo menos -le contesté.

-¡Truenos! -exclamó-. ¡Una semana! Eso no puede ser. Para entonces ya me habrían pillado y me marcarían con «la Negra». Ahora mismo deben andar ya por ahí esos canallas hus­meando mis huellas; gentuza que no han sabido guardar lo suyo y quieren poner sus garras en lo que es de otro. ¿Tú crees que eso es de hombres de mar? Yo he sido un espíritu precavido, nunca gasté mis buenos dineros ni los he perdido por ahí. Pero voy a estar más avizor que un timonel en su guardia. No les tengo miedo. Largaré velas y volveré a escapar.

Conforme me hablaba, iba tratando de incorporarse en la cama, aunque con mucha dificultad; se aferró a mi hombro cla­vándome los dedos con tal fuerza, que casi me hizo gritar de dolor, e intentó mover sus piernas, pero eran como un peso muerto. El vigor de sus palabras contrastaba lastimosamente con la apagada voz que las pronunciaba. Logró sentarse en el borde de la cama.

-Ese médico me ha matado -murmuró-. Me zumban los oídos. Recuéstame.

Pero antes de que pudiera ayudarlo se desplomó sobre el lecho permaneciendo un rato en silencio.

Jim -dijo al rato-, ¿te fijaste bien en ese marino?

-¿«Perronegro»? -pregunté.

-Ah... «Perronegro» -dijo él-. Es un tipo de cuidado, pero aún son peores los que lo enviaron. Escucha, si yo no puedo esca­par, si ésos consiguen marcarme con «la Negra», acuérdate de que lo que andan buscando es mi viejo cofre. Coge un caballo. ¿Sabes montar, no? Bien, pues, entonces, monta, y corre... ;sí, hazlo!, avisa a ese maldito médico tuyo, y dile que junte a todos, que venga con un juez y con agentes... Dile que puede atraparlos a todos, aquí, a bordo de la «Almirante Benbow»... , toda la tripulación del viejo Flint, todos... lo que queda de ella. Yo era el segundo de a bordo, el primero después de Flint, y soy el único que conoce dón­de estálo que buscan. Me lo confió en Savannah, cuando se estaba muriendo, lo mismo que hago yo ahora contigo. Pero tú no abrirás el pico. Solamente si consiguieran pescarme, si me marcan con «la Negra», o si vieras otra vez a «Perronegro», o a un marino con una sola pierna, Jim... Ese sobre todo.

-Pero ¿qué es la Marca Negra, capitán? -pregunté.

-Es un aviso, compañero. Ya la verás, si me marcan. Pero ahora tú abre bien los ojos, Jim,y te juro por mi honor que iremos a partes iguales. -Todavía siguió divagando durante un rato, su voz fue debilitándose, y, cuando le hice beber su medicina, que tomó como un niño, me dijo-: Si ha habido un marino con necesidad de estas drogas, ése soy yo... -y se durmió profundamente.

No sé qué hubiera hecho yo de resolverse bien todos los acon­tecimientos; quizá le habría contado al doctor aquella historia, porque sentía miedo de que, si el capitán se recobraba, pudiera olvidar su promesa y tratara de liberarse de mí. Mas sucedió que aquella misma noche mi padre murió repentinamente, lo que hizo que dejaran de tener importancia las demás preocupaciones. El dolor que nos embargaba, las visitas de nuestros vecinos, la prepa­ración del funeral y atender al mismo tiempo a todos los quehaceres de la hostería me mantuvieron tan ocupado, que apenas tuve pensamientos para el capitán y aún menos para sus intrigas.

A la mañana siguiente lo vi bajar al comedor, y comió como de costumbre, aunque poco, pero me temo que sí bebió más ron del que solía, pues él mismo se encargó de servirse a su gusto y con tal aire amenazador y tales bufidos, que ninguno de los presentes osó recriminarlo. La noche antes del funeral estaba tan borracho como siempre y no respetó el duelo que nos acongojaba, sino que le escuchamos cantar su odiosa y vieja canción marinera. Aunque aún se le veía muy débil, todos lo temíamos, y tampoco estaba el doctor, quien después de la muerte de mi padre había tenido que acudir a un enfermo a muchas millas de distancia. Ya he dicho cuán débil parecía el capitán, y a lo largo de la noche incluso pareció ir apagándose lentamente aún más. Subía y bajaba las escaleras con mucha fatiga, iba de una habitación a la otra y de vez en cuando asomaba las narices a la puerta como para oler el mar, luego volvía apoyándose en los muros y respirando trabajosamente como el que sube por una montaña. No parecía reparar en mí y creo firmemente que se había olvidado por completo de sus confiden­cias; su temperamento, veleidoso, más fuerte que su falta de vigor, le arrastraba a violentas actitudes, y no era la más tranquilizadora su costumbre de desenvainar su largo cuchillo, cuando más ebrio estaba, y ponerlo delante de él sobre la mesa. Pero, a pesar de todo, no prestaba mucha atención a la gente y parecía sumido en sus meditaciones e incluso como perdido en ellas. De pronto, con gran asombro nuestro, empezó a cantar una canción que jamás le habíamos escuchado, una especie de canción de amor campesina, que debía recordarle su juventud antes de hacerse a la mar.

Así siguieron las cosas hasta un día después del funeral, cuando a eso de las tres de una tarde cerrada por la más helada niebla, al asomarse a la puerta, vi lejos en el camino a alguien que se acercaba despacio. Sin duda se trataba de un ciego, porque iba tanteando el suelo con un palo y llevaba un gran parche verde, que le tapaba los ojos y la nariz; caminaba encorvado como por la edad o el cansancio y se cubría con un enorme capote de marino, viejo y desastrado, con una capucha que le daba un aspecto deforme. En mi vida había visto yo una figura más siniestra. Cuando llegó ante la hostería, se detuvo y, alzando una voz que parecía salir de un muerto, habló como dirigiéndose a la niebla que lo envolvía:

-¿No habrá un alma piadosa que le diga a este pobre ciego que ha perdido la preciosa luz de sus ojos en defensa de Inglaterra, y que Dios bendiga al rey George!, en qué lugar de su patria se encuentra?

-Estáis en la posada del «Almirante Benbow», junto a la bahía del Cerro Negro, buen hombre -le dije.

-Oigo una voz -dijo él-, la voz de un mozo. ¿Quieres darme tu mano, mi generoso amigo, y llevarme adentro?

Le tendí mi mano, y aquel ser horrible, blando como la niebla y sin ojos, la asió de pronto, apretándome como una tenaza. Yo me asusté tanto, que intenté soltarme, pero el ciego, dando un tirón, me arrastró tras él.

-Ahora, muchacho -me dijo-, vas a llevarme adonde está el capitán.

-Señor -le supliqué-, no puedo.

-¿No? -dijo con sorna-. ¿De veras? ¡Llévame o te rompo el brazo!

Y al decirlo, me retorció con tal violencia, que grité de dolor. -Señor -le dije-, es por vuestro bien. El capitán ya no es el que era. Tiene siempre su cuchillo delante. Otro caballero... -¡No repliques! ¡Vamos! -dijo interrumpiéndome; y jamás he oído una voz tan cruel, fría y estremecedora como la de aquel ciego. Esto me atemorizó aún más que el propio dolor, y no tuve más remedio que obedecerlo al instante. Lo conduje directamente hasta la puerta de la sala, donde nuestro viejo y enfermo bucanero estaba sentado adormecido por el ron. El ciego seguía pegado a mí, sujetándome con una mano de hierro y apoyando todo su peso sobre mis hombros.

-Llévame derecho a su lado y, cuando lleguemos, grita: «Aquí está su amigo, Bill». Si no obedeces... -y volvió a retorcerme el brazo con tal fuerza, que creí desmayarme.

Todo esto hizo que el miedo al ciego fuera mayor que el que sentía por el capitán, así que abrí la puerta de la sala, entré y dije con voz trémula lo que se me había ordenado.

El capitán levantó los ojos y una sola mirada bastó para disipar los efectos del ron y para que recobrase su lucidez. Se quedó atóni­to. La expresión de su cara no era tanto de terror como de un mortal abatimiento. Intentó levantarse, pero no creo que le quedaran suficientes fuerzas ya en su cuerpo.

-Quédate donde estás, Bill -dijo el mendigo-. No puedo ver, pero mi oído siente un solo dedo que se mueva. Vamos al ne­gocio. Alarga la mano izquierda. Muchacho -me llamó-, sujé­tale la mano por la muñeca y acércamela, ponla en la mía.

Lo obedecí al pie de la letra, y vi que el ciego pasaba algo del hueco de la mano en que tenía el palo a la palma de la del capitán, que inmediatamente apretó aquello que le habían entregado.

-Y ahora ya está hecho -dijo el ciego. Y diciéndolo, me soltó de pronto y con una increíble seguridad y ligereza salió de la habi­tación y ganó la carretera, donde, y antes siquiera de que yo pudiera reaccionar, ya escuché el toc toc toc de su báculo en la lejanía.

Pasó algún tiempo antes de que el capitán y yo volviésemos de nuestro estupor; entonces, y casi al mismo tiempo, solté yo su muñeca, que aún tenía sujeta, y él acercó la mano a sus ojos y contempló lo que en su palma aferraba.

-¡A las diez! -gritó-. ¡Faltan seis horas! ¡Aún podemos salvarnos!

Y se levantó como un rayo.

Y en ese mismo instante, de golpe, vaciló, se llevó la mano a la garganta, permaneció unos segundos como un barco escorándose y después, con un extraño gemido, cayó al suelo cuan largo era.

Me precipité a socorrerlo, mientras llamaba a voces a mi madre. Pero todo fue inútil. El capitán había muerto atacado por una apoplejía fulminante. Y quizá sea difícil de entender, pero, aunque jamás me había gustado aquel hombre, a pesar de que al final hubiera comenzado a inspirarme lástima, verlo allí tendido, muerto, hizo que las lágrimas inundaran mis ojos. Era la segunda muerte que veía, y el dolor de la primera estaba aún fresco en mi corazón.

 

1 No hay una equivalencia en castellano; sería «principal hacendado» porque tiene ca­racterísticas de poder, y como un primer peldaño de nobleza, por su carácter hereditario.

2 Castigo frecuente entre los corsarios, que consistía en hacer caminar al condenado por una plancha que, sujeta a la borda, avanzaba sobre el mar. El peso del desgra­ciado hacía bascular la plancha y caía al agua, pereciendo.

 

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