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Книга «Отцы и дети» (Padres e hijos) на испанском языке – читать онлайн

Роман «Отцы и дети» (Padres e hijos) на испанском языке – читать онлайн, автор книги – Иван Тургенев. «Отцы и дети» - один из 6-ти романов Ивана Тургенева, однако наиболее известный среди всех его произведений (наряду с циклом рассказов «Записки охотника»). Книга «Отцы и дети» писалась Тургеневым в 1860-1862 гг. Это были годы кардинальных изменений – в 1861-м в России царским указом было отменено крепостное право. Выход романа с этот период сделал писателя очень популярным не только в России, но и за границей. К слову, сам Тургенев часто бывал за границей, в некоторых странах Европы он не просто бывал, а жил достаточно долго (в Германии и Франции). Тургенев был хорошо знаком со многими европейскими писателями, а его книги издавались не только в России, но и за рубежом, а позже были переведены на многие языки стран Европы (в том числе и на испанский).

Другие книги самых различных жанров и направлений от известных писателей всего мира можно читать онлайн или скачать бесплатно в разделе «Книги на испанском». Для тех, кто любит слушать книги, есть раздел «Аудиокниги на испанском языке» - в нём есть аудиокниги с текстом для начинающих и аудиосказки для детей.

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Теперь переходим к чтению книги «Отцы и дети» (Padres e hijos) на испанском языке. На этой странице выложены первые 3 главы романа, ссылка на следующие главы книги Тургенева «Отцы и дети» (Padres e hijos) будет в конце страницы.

 

Padres e hijos

 

I.

—¿Qué, Piotr, no se ve nada todavía? —preguntaba el 20 de mayo de 1859 un hacendado de algo más de cuarenta años, enfundado en un abrigo cubierto de polvo y unos pantalones a cuadros, que salía al porche de techo bajo de una venta en el camino de ***. La pregunta se la dirigía a un criado joven y mofletudo, con una pelusa blanquecina en la barbilla y ojitos pequeños de mirada apagada.

El sirviente, en el que todo —el pendiente color turquesa de la oreja, los cabellos abigarrados y untados en grasa, los ademanes corteses—, en una palabra, todo, revelaba que era un hombre a la última, de la nueva generación, oteó servicial a lo largo del camino y respondió:

—Pues no, no se ve nada.

—¿Nada? —repitió el hacendado.

—Nada —respondió el criado por segunda vez.

El terrateniente suspiró y se dejó caer sobre un banco. Y ahora, mientras está sentado con las piernas dobladas, mirando pensativo a su alrededor, aprovecharemos para presentárselo al lector. Se llama Nikolái Petróvich Kirsánov. A unas quince verstas1 de esta venta, posee una hermosa hacienda con unas doscientas almas…, o de más de dos mil desiatinas2 de extensión, como él prefiere decir desde que deslindara sus tierras de las de los campesinos y montara lo que él llama una «granja». Su padre, un general de la guerra de 1812, tosco y medio analfabeto, aunque buena persona, tiró toda su vida de charreteras y, primeramente al mando de una brigada y luego de una división, vivió siempre en provincias, donde, en virtud de su alta graduación, desempeñó un papel bastante significativo. Nikolái Petróvich nació en el sur de Rusia, como lo hiciera también Pável, su hermano mayor, de quien hablaremos más tarde, y se educó en casa hasta los catorce años, rodeado de preceptores baratos, asistentes impertinentes, aunque serviles, y demás personajes de regimiento y Estado Mayor. Su progenitora, de la familia de los Koliazin, Ágata de soltera y Agafókleia Kuzmínishna Kirsánova ya de generala, pertenecía a ese género de «comandantas consortes», una marimandona que vestía tocados vaporosos y crujientes vestidos de seda y era la primera en la iglesia en acercarse a la cruz. Hablaba mucho y en voz alta y, por la mañana, permitía a sus hijos que le besaran la mano, bendiciéndoles por la noche al irse a la cama. En una palabra, vivía a sus anchas. Como hijo de general que era, Nikolái Petróvich, al igual que su hermano Pável, pese a no distinguirse por su coraje y hacerse merecedor incluso del apodo de «cobardica», estaba destinado a hacer carrera de armas. Pero justo el día en que llegó la noticia de su incorporación al ejército se rompió una pierna y, tras dos meses en cama, quedó «paticojo» de por vida. Su padre tuvo que resignarse y destinarlo al servicio civil. Luego, cuando apenas había cumplido dieciocho años, lo llevó a Petersburgo y lo matriculó en la Universidad. Por entonces, oportunamente, su hermano acababa de graduarse de oficial y fue destinado al regimiento de la Guardia. Así que los dos jóvenes se instalaron juntos en un mismo piso, sometidos a la vaga custodia de un tío segundo por parte materna, Ilia Koliazin, un funcionario de alto rango. El padre regresó a su división y al lado de su esposa y, tan sólo de vez en cuando, enviaba a sus hijos unas grandes cuartillas de papel gris, escritas con esa letra inclinada propia de los escribanos. Al final de las cuartillas, aureoladas con esmerados adornos, campeaban las palabras: «Piotr Kirsánov, general-mayor». Nikolái Petróvich se licenció en la Universidad en 1835, el mismo año en que el general Kirsánov, obligado a pasar a la reserva por una desafortunada inspección militar, y su esposa se fueron a vivir a Petersburgo. Pero cuando ya estaba a punto de alquilar una casa junto al jardín Tavríchesky y de inscribirse en el Club Inglés, murió de repente de un ataque de apoplejía. Agafókleia Kuzmínishna le siguió poco después: incapaz de acostumbrarse a una vida mediocre en la capital, la tristeza de su existencia retirada la consumió por dentro. Mientras tanto, Nikolái Petróvich había tenido tiempo, estando en vida aún sus padres y a costa de no pocos disgustos, de enamorarse de la hija del funcionario Prepoloviénsky, su antiguo casero, una hermosa y, como se suele decir, instruida muchacha: basta con decir que solía leer los sesudos artículos de la sección científica de las revistas. Se casó con ella en cuanto acabó el periodo oficial de luto y también dejó el Ministerio del Patrimonio Imperial, donde su padre le había colocado por recomendación, para disfrutar de la convivencia conyugal con su Masha. Al principio, en una casa de campo cerca del Instituto Forestal; luego en la ciudad, en un piso pequeño y coqueto, con una limpia escalera y un fresco recibidor y, por último, se marcharon a la aldea, donde se instalaron definitivamente y al poco tiempo les nació su hijo Arkadi. La pareja vivía en armonía y sin problemas económicos: casi nunca se separaban el uno del otro, leían juntos, cantaban a dúo y tocaban el piano a cuatro manos. Ella cultivaba sus flores y cuidaba del corral; él se ocupaba de la hacienda y, de vez en cuando, salía a cazar; Arkadi, por su parte, crecía y crecía, también en armonía y sin problemas. Transcurrieron diez años como en un sueño. En 1847 la esposa de Kirsánov murió. A él le costó mucho superar el golpe; su pelo encaneció en unas semanas. Y cuando ya se disponía a viajar al extranjero, así, para distraerse un poco…, estallaron los sucesos de 1848 3. Muy a su pesar regresó a la aldea y, tras un largo y continuado periodo de ociosidad, se enfrascó en reformar la hacienda. En 1855 matriculó a su hijo en la Universidad. Pasó tres inviernos con él, en Petersburgo, prácticamente sin salir de casa y procurando hacer amistad con los jóvenes compañeros de Arkadi. El último invierno no había podido ir y… ¡Aquí le tenemos ahora!, en el mes de mayo de 1859, con su cabello ya completamente cano, regordete y algo cargado de hombros. Está esperando a su hijo, que acaba de recibir su título de licenciado, como él mismo hiciera en otro tiempo.

 

El sirviente, como muestra de cortesía o, tal vez, deseando escapar del campo visual de su amo, traspasó el portón de la venta que daba a campo abierto y encendió la pipa. Nikolái Petróvich agachó la cabeza y clavó la mirada en los vetustos escalones que subían hasta el porche: un pollancón de abigarrado plumaje se paseaba por ellos con aire majestuoso, golpeándolos gravemente con su grandes patas amarillas, mientras un gato churretoso, acurrucado melindrosamente encima de la baranda, seguía sus movimientos con mirada hostil. El sol abrasaba: del penumbroso zaguán de la venta emanaba un aroma tibio de pan de centeno. Nuestro Nikolái Petróvich se había ensimismado en sus pensamientos. «Mi hijo ya es licenciado…

¡Mi Arkasha!», acudía de continuo a su cabeza. Trataba de pensar en alguna otra cosa, pero su mente se veía invadida de nuevo por los mismos pensamientos. Recordó a su esposa difunta… «¡No pudo esperar para verlo!», murmuró con tristeza… Una rolliza paloma gris azulada voló hasta el camino y, apresuradamente, se encaminó a beber del lagunajo que se había formado junto al pozo. Nikolái Petróvich estaba contemplándola, cuando sus oídos captaron el traqueteo de las ruedas que se acercaban…

—Señor, parece que ya llegan —anunció el criado, apareciendo de repente por el portón.

Nikolái Petróvich se irguió de un salto y clavó la mirada en el camino. Apareció un tarantás4, tirado por tres caballos de postas; dentro del coche se vislumbró la cinta de una gorra de estudiante y el perfil familiar de un rostro querido…

—¡Arkasha! ¡Arkasha!… —gritó Kirsánov, y echó correr agitando los brazos…

Unos instantes después sus labios se aplastaron contra la mejilla barbilampiña, cubierta de polvo, del joven licenciado.

 

II.

—¡Papá, deja primero que me sacuda! —dijo Arkadi con una voz timbrada y juvenil, aunque algo enronquecida por el viaje, respondiendo alegremente a las caricias paternas—. ¡Te voy a manchar de polvo!

—No importa, no importa —repitió sonriendo con ternura Nikolái Petróvich, mientras sacudía con la mano y por dos veces el polvo que se había depositado en el cuello del capote de su hijo y de su propio abrigo—. ¡Déjame que te vea, déjame que te vea! —añadió apartándose de él para, acto seguido, dirigirse con pasos precipitados hacia la venta, mientras gritaba—: ¡Aquí, venid!… ¡Rápido! ¡Traed los caballos!

Nikolái Petróvich parecía mucho más inquieto que su hijo; como si estuviese un poco azorado, intimidado incluso. Arkadi le retuvo.

—Papá —dijo—, permíteme presentarte a un buen amigo mío, Bazárov, de quien te he hablado con frecuencia en mis cartas. Amablemente, ha accedido a ser nuestro huésped.

Nikolái Petróvich se giró rápidamente y, acercándose a un joven alto, vestido con una hopalanda larga con borlas, que recién acababa de apearse del carruaje, estrechó con fuerza la mano cobriza y desnuda que éste tardó un momento en tenderle.

—Encantado de conocerle —dijo— y le agradezco su amable deseo de visitarnos. Espero que… Por favor, ¿su nombre y patronímico?…

—Evgueni Vasíliev —respondió Bazárov con voz indolente, aunque varonil, y, desabrochándose el cuello de su hopalanda, mostró su rostro por entero a Nikolái Petróvich. Con una frente despejada, la nariz achatada en la parte superior y afilada en la inferior, unos ojos grandes tirando a verdes y unas patillas colgantes del color de la arena, su rostro, enjuto y alargado, se avivaba con una sonrisa tranquila y una expresión de inteligencia y confianza en sí mismo.

—Espero, mi muy gentil Evgueni Vasílich, que no se aburra usted con nosotros —continuó Nikolái Petróvich.

Aunque sus finos labios se movieron levemente, Bazárov no dijo nada, limitándose a levantar la gorra en un gesto de reconocimiento. Sus cabellos rubio oscuros, aunque largos y tupidos, no podían disimular las voluminosas prominencias de su amplio cráneo.

—Entonces, Arkadi —prosiguió Nikolái Petróvich, volviéndose hacia su hijo—, ¿mandamos enganchar los caballos ahora o preferís descansar un rato?

—Papá, ordena engancharlos. Ya descansaremos en casa.

—¡Enseguida, enseguida! —repitió el padre—. Eh, Piotr, ¿no has oído? ¡Venga, hermano, disponlo todo! ¡Date prisa!

Piotr, que, como criado instruido que era, no se había acercado a besar la mano del hijo de su señor, limitándose a dedicarle desde lejos una inclinación respetuosa de cabeza, volvió a desaparecer por el portón de la venta.

—Yo he venido en calesa, pero para tu tarantás también hay un tiro fresco de caballos —informó solícito Nikolái Petróvich a Arkadi, que bebía agua de un cazo de hierro que le había ofrecido el ventero, mientras Bazárov, tras encender su pipa, se había acercado al cochero, ocupado en desenganchar el tiro de caballos cansados—. Como la calesa es de dos plazas, la verdad, no sé cómo tu amigo…

—Irá en el tarantás —le interrumpió Arkadi a media voz—. Y, por favor, no seas tan ceremonioso con él. Es una persona encantadora y muy sencilla, ya lo comprobarás.

El cochero de Nikolái Petróvich sacó los caballos.

—¡Venga, gordo con barbas, gíralos ya! —dijo Bazárov, dirigiéndose al cochero.

—¡Eh, Mitiuja! ¿No has oído cómo te ha llamado el señor? —el otro cochero, que estaba allí de pie, con las manos metidas en las aberturas traseras de su pelliza, se entrometió en la conversación—. ¡Y eso es lo que eres, un gordo con barbas!

Mitiuja se limitó a sacudir en el aire su gorro de piel y tiró de las riendas del caballo sudoroso que estaba en el centro de la troika5.

—¡Vamos, vamos, muchachos! —les exhortó Nikolái Petróvich—. ¡Ayúdense el uno al otro, que habrá vodka para los dos!

En unos minutos los caballos estuvieron enganchados al tiro. Padre e hijo se instalaron en la calesa y Piotr trepó al pescante. Bazárov subió al tarantás y reclinó la cabeza en la almohadilla de cuero. Los dos equipajes se pusieron en movimiento.

 

III.

—¡Por fin te has licenciado y regresas a casa!… —dijo Nikolái Petróvich, sin dejar de palpar el cuerpo de Arkadi, ya un hombro, ya la rodilla—. ¡Por fin!

—¿Y el tío? ¿Está bien de salud? —preguntó Arkadi, quien, a pesar de la sincera y casi infantil alegría que le embargaba, deseaba cuanto antes derivar aquella conversación emocionada a otra más rutinaria.

—Está bien. Quería venir conmigo a esperarte, pero, por algún motivo, cambió de parecer.

—¿Llevabas esperándome mucho tiempo? —preguntó Arkadi.

—Unas cinco horas.

—¡Qué papá tan bueno!

Arkadi se giró con viveza hacia su padre y le estampó un sonoro beso en la mejilla. Nikolái Petróvich sonrió quedamente.

—¡Verás qué caballo tan estupendo te he preparado! —prosiguió el padre—. Y también hemos empapelado tu habitación.

—Y para Bazárov, ¿habrá habitación?

—También encontraremos una para él.

—Por favor, papá, sé amable con él. No puedo expresarte hasta qué punto valoro su amistad.

—¿Hace poco que le conoces?

—Hace poco, sí.

—Por eso no le vi el invierno pasado… ¿Qué disciplina es la suya?

—La principal, ciencias naturales. Pero sabe de todo. Quiere terminar de doctor el año que viene.

—¡Ah, en la Facultad de Medicina! —apuntó Nikolái Petróvich y calló un momento—… ¡Oye, Piotr!… —prosiguió, extendiendo el brazo—. ¿Los que van por allí no son campesinos de nuestra hacienda?

Piotr miró en la dirección que le indicaba su señor. Varias carretas, tiradas por caballos sin aparejo, rodaban a galope tendido por un estrecho camino vecinal. En algunas carretas iba un solo hombre, en la mayoría dos, todos con las pellizas desabrochadas.

—Así es, señor —repuso Piotr en voz alta.

—¿Y a dónde irán? ¿A la ciudad, quizá?

—Es de suponer que a la ciudad, a la taberna —añadió con desprecio y se inclinó ligeramente hacia el cochero, como buscando su confirmación. Pero el cochero no se dio por aludido: era un hombre a la antigua, que no compartía las ideas modernas.

—Este año los campesinos me están dando muchas más preocupaciones — prosiguió Nikolái Petróvich, dirigiéndose a su hijo—. No pagan el obrok6… ¡Qué se le va a hacer!

—¿Y con tus jornaleros, estás satisfecho?

—Sí —musitó entre dientes Nikolái Petróvich—. Se están maleando, eso es lo peor, y no ponen celo en lo que hacen. Estropean los arneses. Aunque eso sí, arar, no han arado mal. Si se llega a moler, habrá harina… Pero, dime, ¿acaso te interesan ahora los asuntos de la hacienda?

—Lástima que tengáis aquí tan pocas zonas de sombra —observó Arkadi, sin responder a la última pregunta.

—He hecho instalar una gran marquesina sobre el balcón del lado norte —repuso Nikolái Petróvich—. Así que ahora podremos comer al aire libre.

—Entonces se parecerá demasiado a una dacha… pero bueno, eso no importa… En cambio, ¡qué aire hay aquí! ¡Qué bien huele! ¡En verdad creo que no hay otro lugar en el mundo que huela tan bien como estos parajes! ¡Y este cielo!…

De repente, Arkadi se contuvo, miró de soslayo hacia atrás y guardó silencio.

—Es natural —observó Nikolái Petróvich—, naciste aquí. Es normal que en este lugar todo te resulte tan especial.

—Pero, papá, da igual donde uno haya nacido…

—Sin embargo…

—No, da exactamente lo mismo.

Nikolái Petróvich miró de soslayo a su hijo. La calesa recorrió media versta antes de que la conversación entre ellos volviera a resurgir.

—No recuerdo si te conté en mi carta —comenzó Nikolái Petróvich— que Yegórovna, tu antigua niñera, había fallecido.

—¿De veras? ¡Pobre vieja!… ¿Y Prokófich, vive aún?

—Vive y no ha cambiado en absoluto. Sigue refunfuñando como siempre. En general, no encontrarás grandes cambios en Marino.

—¿Sigues con el mismo intendente?

—Quizá sea el capataz la única persona a la que haya sustituido. Decidí prescindir de todos los libertos, de los antiguos domésticos, o, al menos, no nombrarlos en ningún puesto de responsabilidad. (Arkadi señaló con la mirada a Piotr.)… Il est libre, en effet7 —reconoció Nikolái Petróvich a media voz—, pero es ayuda de cámara. Ahora mi intendente es un burgués pobre y, a lo que parece, un hombre eficiente. Le he asignado un sueldo de doscientos cincuenta rublos al año… Por cierto —añadió Nikolái Petróvich, frotándose la frente y las cejas, lo que en él siempre era señal de íntima turbación—, te acabo de decir que no encontrarás cambios en Marino… Pero no es del todo cierto. Creo que es mi obligación prevenirte por adelantado, aunque…

Titubeó un instante y, luego, prosiguió ya en francés.

—Un moralista riguroso encontraría que mi franqueza no viene al caso, pero, en primer lugar, ocultarlo es imposible y, en segundo lugar, tú ya sabes que, en las relaciones paternofiliales, siempre he mantenido unos principios particulares. Naturalmente, tienes todo el derecho a juzgarme. A mis años… Pero bueno, resumiendo, esa… esa muchacha, de la que tú seguramente ya habrás oído hablar…

—¿Féniechka? —preguntó Arkadi con desenfado.

Nikolái Petróvich se ruborizó.

—Por favor, no pronuncies su nombre en voz alta… En definitiva… que ella vive ahora conmigo. La he instalado en casa… Hay dos pequeñas habitaciones… Sin embargo, todo se puede cambiar.

—Por favor, papá, ¿qué razón hay para eso?

—Alojar a tu amigo en casa resultaría… embarazoso.

—Por favor, por Bazárov no te preocupes. Él está por encima de todo eso.

—Bueno, y para ti también —profirió Nikolái Petróvich—. El problema es que el pabellón lateral de la casa no está habitable.

—Por favor, papá —continuó Arkadi—, parece como si te estuvieras disculpando. ¿No te da vergüenza?

—Pues claro que debería avergonzarme —respondió Nikolái Petróvich, ruborizándose cada vez más.

—¡Ya está bien, papá, ya está bien!… ¡Hazme el favor! —y Arkadi sonrió con dulzura. «¿Disculparse, de qué?», pensó para sí y, en ese momento, un sentimiento de indulgente ternura hacia aquel padre suyo, tan sensible y bueno, mezclado con una especie de oculta superioridad, inundó su espíritu.

—¡Por favor, déjalo ya! —repitió de nuevo, disfrutando sin querer de la consciencia de sentirse un ser libre e instruido.

Nikolái Petróvich le miró entre los dedos de la mano con la que se seguía frotando la frente y notó una especie de punzada en el corazón… E inmediatamente se sintió culpable.

—Éstas son ya nuestras tierras —musitó tras un largo silencio.

—Y aquél debe ser nuestro bosque, ¿no es así? —preguntó Arkadi.

—Sí, el nuestro. Pero lo acabo de vender. Lo talarán este año.

—¿Y por qué lo vendiste?

—Necesitaba el dinero. Además, estas tierras pasarán a manos de los campesinos.

—¿Esos mismos que no te pagan el canon?

—Eso ya es asunto de ellos, aunque ya pagarán algún día.

—¡Qué pena de bosque! —comentó Arkadi, contemplando a su alrededor.

Los parajes que cruzaban no podrían calificarse propiamente de pintorescos. Campos y más campos abiertos se extendían hasta el mismo horizonte, ora ascendiendo, ora descendiendo de nuevo. De vez en cuando se divisaban unos pequeños bosquecillos, mientras aquí y allá, cubiertas de un matorral bajo y algo ralo, serpenteaban las ramblas, sugiriendo inmediatamente a quien las contemplara la forma en que se representaban en los antiguos mapas de los tiempos de Ekaterina8. Fueron surgiendo también unos riachuelos de riberas abarrancadas; algunos diminutos estanques con represas muy delgadas; varias aldeúchas formadas por isbas9 con unos techos bajos, oscuros y medio desmantelados; los retorcidos cobertizos para la trilla, con sus paredes hechas de ramas secas y entrelazadas y portones rezongantes junto a los pajares vacíos; también iglesias, unas con paredes de ladrillo con calvas de estuco desgajado, otras de madera, con cruces inclinadas y cementerios desolados. A Arkadi se le oprimió un poco el corazón. Como hecho adrede, los campesinos con los que se cruzaban presentaban un estado andrajoso y montaban rocines de mala muerte. Unos sauces de tronco descortezado y ramas resquebrajadas se erguían en el camino, como pordioseros vestidos con harapos. Varias vacas descarnadas y de piel arrugada, como sorbidas desde dentro, comían con avidez la hierba de las cunetas; parecía como si acabaran de escaparse de unas zarpas crueles y mortíferas, de manera que, invocado por la penosa visión de esos animales indefensos en el marco de aquel hermoso día de primavera, emergió el níveo espectro de un invierno desolador e interminable, con sus nevadas, heladas y ventiscas… «No —pensó Arkadi—. Esta región es pobre y no sorprende por su abundancia, ni por el trabajo bien hecho. Imposible, imposible dejarla así, abandonada en este estado. Las reformas son imprescindibles… ¿Pero cómo llevarlas a cabo, por dónde empezar?…».

Así reflexionaba Arkadi… Y mientras reflexionaba, la primavera iba marcando sus predios. Todo —los árboles, los arbustos, la hierba—, todo a su alrededor era de un verde dorado, todo brillaba y se agitaba suave y vastamente bajo el callado suspiro de una brisa tibia; las alondras invadían todos los rincones con sus interminables y sonoros trinos; las avefrías ora chillaban agitando sus alas sobre los bajos prados, ora guardaban silencio, sobrevolando a toda prisa las pequeñas elevaciones del terreno; los grajos se paseaban majestuosos, recortando sus negras siluetas en el tierno verdor del cereal de primavera: se perdían de vista entre el centeno, que ya comenzaba a blanquear, asomando de vez en cuando sus cabezas sobre las ondas del color del humo. Arkadi se sumergió en sus contemplaciones y así, poco a poco, fueron disipándose sus ingratos pensamientos… Luego, se despojó perezosamente de su capote y miró a su padre con una alegría tan infantil, que éste se vio impelido a abrazarlo de nuevo.

—Ya estamos cerca —observó Nikolái Petróvich—. En cuanto subamos esa cuesta, veremos la casa. Arkasha, viviremos juntos a las mil maravillas. Me echarás una mano en la administración de la hacienda, pero sólo si te apetece. Ahora lo que necesitamos es entendernos bien, conocernos estrechamente el uno al otro, ¿no te parece?

—Claro que sí —convino Arkadi—… ¡Qué día tan hermoso hace hoy!

—Es por tu llegada, hijo mío. Sí, la primavera está en todo su esplendor… Por cierto, cuánto de cierto escribía Pushkin, ¿recuerdas?, en Evgueni Oneguin:

¡Cómo me entristece tu llegada!

¡Primavera, primavera, tiempo de amor!

¡Qué…!

—¡Eh, Arkadi! —sonó de repente la voz de Bazárov desde el tarantás—. ¡Tírame las cerillas! No tengo con qué encender mi pipa.

Nikolái Petróvich interrumpió su recitación y Arkadi, que había comenzado a prestarle atención, no sin cierta sorpresa y con manifiesta compasión, se apresuró a sacar de su bolsillo la cajita de plata donde guardaba las cerillas y se la pasó a Bazárov a través de Piotr.

—¿Quieres un puro? —gritó Bazárov de nuevo.

—De acuerdo —respondió Arkadi.

Piotr regresó a la calesa y, junto con la cajita de cerillas, le entregó un puro grueso y negro, que Arkadi encendió de inmediato, esparciendo a su alrededor un aroma de tabaco añejo, tan acre y fuerte que Nikolái Petróvich, que no había fumado jamás en su vida, muy a su pesar, aunque disimuladamente para no ofender a su hijo, volvió la nariz hacia otro lado.

Un cuarto de hora más tarde los dos carruajes se detenían ante el porche de una casa nueva de madera, pintada de gris y cubierta con un tejado rojo de hierro. Aquella casa era Marino, también Nóvaya Slobodka10 o, como la llamaban los campesinos, Bobily Jútor11.

 

1 - Versta: antigua unidad de longitud rusa. Equivalía a 1,067 kilómetros.

2 - Desiatina: antigua unidad de superficie rusa. Equivalía a 1,10 hectáreas.

3 - Se refiere a las Revoluciones liberales de 1848 que tuvieron lugar principalmente en Francia, Imperios austríaco y alemán, Polonia, Italia, Valaquia y Moldavia.

4 - Tarantás - carruaje de viaje de cuatro ruedas, cubierto en ocasiones.

5 - Troika: trío, conjunto de tres personas, animales o cosas. En este caso, el tiro de

tres caballos del carruaje.

6 - Obrok: contribución o tributo que pagaban los campesinos a su señor en la Rusia

zarista.

7 - Il est libre, en effet - «en efecto, él es libre» (en francés en el original).

8 - los tiempos de Ekaterina - se refiere a los tiempos del reinado de la emperatriz Catalina II (1762-1796).

9 - Isba: vivienda de madera, típica de los campesinos rusos.

10 Slobodka - textualmente, «nuevo poblado de gente libre».

11 - Jútor - textualmente, «caserío del campesino soltero y sin tierras», o, quizá metafóricamente, «caserío aislado y solo».

 

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