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Книга «Отдельная реальность» (Una realidad aparte) на испанском языке – читать онлайн

Книга «Отдельная реальность» (Una realidad aparte) на испанском языке – читать онлайн, автор – Карлос Кастанеда. «Отдельная реальность» (Una realidad aparte) – вторая книга Карлоса Кастанеды, она вышла в 1971-м году, и также была переведена на разные языки мира, в том числе и на испанский (язык оригинала книг Кастанеды – английский).

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Теперь переходим к чтению книги «Отдельная реальность» (Una realidad aparte) на испанском языке. На этой странице выложен первый фрагмент - Introducción, а ссылка на продолжение книги «Отдельная реальность» (Una realidad aparte) будет в конце страницы.

 

Una realidad aparte

(Nuevas conversaciones con don Juan)

 

Introducción

Hace diez años tuve la fortuna de conocer a don Juan Matus, un indio yaqui del noroeste de México. Entablé amistad con él bajo circunstancias en extremo fortuitas. Estaba yo sentado con Bill, un amigo mío, en la terminal de autobuses de un pueblo fronterizo en Arizona. Guardábamos silencio. Atardecía y el calor del verano era insoportable. De pronto, Bill se inclinó y me tocó el hombro.

‑Ahí está el sujeto del que te hablé ‑dijo en voz baja.

Ladeó casualmente la cabeza señalando hacia la entrada. Un anciano acababa de llegar.

‑¿Qué me dijiste de él? ‑pregunté.

‑Es el indio que sabe del peyote, ¿Te acuerdas?

Recordé que una vez Bill y yo habíamos andado en coche todo el día, buscando la casa de un indio mexicano muy "excéntrico" que vivía en la zona. No la encontramos, y yo tuve la sospecha de que los indios a quienes pedimos direcciones nos habían desorientado a propósito. Bill me dijo que el hombre era un "yerbero" y que sabía mucho sobre el cacto alucinógeno peyote. Dijo también que me sería útil conocerlo. Bill era mi guía en el suroeste de los Estados Unidos, donde yo andaba reuniendo información y especímenes de plantas medicinales usadas por los indios de la zona.

Bill se levantó y fue a saludar al hombre. El indio era de estatura mediana. Su cabello blanco y corto le tapaba un poco las orejas, acentuando la redondez del cráneo. Era muy moreno: las hondas arrugas en su rostro le daban apa­riencia de viejo, pero su cuerpo parecía fuerte y ágil. Lo observé un momento. Se movía con una facilidad que yo habría creído imposible para un anciano.

Bill me hizo seña de acercarme.

‑Es un buen tipo ‑me dijo‑. Pero no le entiendo. Su español es raro; ha de estar lleno de coloquialismos rurales.

El anciano miró a Bill y sonrió. Y Bill, que apenas ha­bla unas cuantas palabras de español, armó una frase ab­surda en ese idioma. Me miró como preguntando si se daba a entender, pero yo ignoraba lo que tenía en mente; sonrió con timidez y se alejó. El anciano me miró y empe­zó a reír. Le expliqué que mi amigo olvidaba a veces que no sabía español.

‑Creo que también olvidó presentarnos ‑añadí, y le dije mi nombre.

‑Y yo soy Juan Matus, para servirle ‑contestó.

Nos dimos la mano y quedamos un rato sin hablar. Rompí el silencio y le hablé de mi empresa. Le dije que buscaba cualquier tipo de información sobre plantas, espe­cialmente sobre el peyote. Hablé compulsivamente durante un buen tiempo, y aunque mi ignorancia del tema era casi total, le di a entender que sabía mucho acerca del peyote. Pensé que si presumía de mi conocimiento el anciano se interesaría en conversar conmigo. Pero no dijo nada. Es­cuchó con paciencia. Luego asintió despacio y me escudri­ñó. Sus ojos parecían brillar con luz propia. Esquivé su mirada. Me sentí apenado. Tuve en ese momento la certeza de que él sabía que yo estaba diciendo tonterías.

‑Vaya usted un día a mi casa ‑dijo finalmente, apar­tando los ojos de mí‑. A lo mejor allí podemos platicar más a gusto.

No supe qué más decir. Me sentía incómodo. Tras un rato, Bill volvió a entrar en el recinto. Advirtió mi desa­zón y no pronunció una sola palabra. Estuvimos un rato sentados en profundo silencio. Luego el anciano se levantó. Su autobús había llegado. Dijo adiós.

‑No te fue muy bien, ¿verdad? ‑preguntó Bill.

‑No.

‑¿Le preguntaste de las plantas?

‑Sí. Pero creo que metí la pata.

‑Te dije, es muy excéntrico. Los indios de por aquí lo conocen, pero jamás lo mencionan. Y eso es por algo.

‑Pero dijo que yo podía ir a su casa.

‑Te estaba tomando el pelo. Seguro, puedes ir a su casa, pero eso qué. Nunca te dirá nada. Si llegas a pre­guntarle algo, te tratará como si fueras un idiota diciendo tonterías.

Bill dijo convincentemente que ya había conocido gente así, personas que daban la impresión de saber mucho. En su opinión tales personas no valían la pena, pues tarde o temprano se podía obtener la misma información de al­guien que no se hiciera el difícil. Dijo que él no tenía pa­ciencia ni tiempo que gastar con viejos farsantes, y que posiblemente el anciano sólo aparentaba ser conocedor de hierbas, mientras que en realidad sabía tan poco como cualquiera.

Bill siguió hablando, pero yo no escuchaba. Mi mente continuaba fija en el indio. El sabía que yo había estado alardeando. Recordé sus ojos. Habían brillado, literal­mente.

Regresé a verlo unos meses más tarde, no tanto como es­tudiante de antropología interesado en plantas medicinales, sino como poseso de una curiosidad inexplicable. La forma en que me había mirado fue un evento sin precedentes en mi vida. Yo quería saber qué implicaba aquella mirada.

Se me volvió casi una obsesión, y mientras más pensaba en ella más insólita parecía.

Don Juan y yo nos hicimos amigos, y a lo largo de un año le hice innumerables visitas. Su actitud me daba mucha confianza y su sentido del humor me parecía excelente; pero sobre todo sentía en sus actos una consistencia calla­da, totalmente desconcertante para mí. Experimentaba en su presencia un raro deleite, y al mismo tiempo una de­sazón extraña. Su sola compañía me forzaba a efectuar una tremenda revaluación de mis modelos de conducta. Me habían educado, quizá como a todo el mundo, para tener la disposición de aceptar al hombre como una criatura esencialmente débil y falible. Lo que me impresionaba de don Juan era el hecho de que no destacaba el ser débil e indefenso, y el solo estar cerca de él aseguraba una com­paración desfavorable entre su forma de comportarse y la mía. Acaso una de las aseveraciones más impresionantes que le oí en aquella época se refería a nuestra diferencia inherente. Con anterioridad a una de mis visitas, había es­tado sintiéndome muy desdichado a causa del curso total de mi vida y de cierto número de conflictos personales apre­miantes. Al llegar a su casa me sentía melancólico y ner­vioso.

Hablábamos de mi interés en su conocimiento, pero, como de costumbre, íbamos por sendas distintas. Yo me refería al conocimiento académico que trasciende la experiencia, mientras él hablaba del conocimiento directo del mundo.

‑¿A poco crees que conoces el mundo que te rodea? ‑preguntó.

‑Conozco de todo ‑dije.

‑Quiero decir, ¿sientes el mundo que te rodea?

‑Siento el mundo que me rodea tanto como puedo.

‑Eso no basta. Debes sentirlo todo; de otra manera el mundo pierde su sentido.

Formulé el clásico argumento de que no era necesario probar la sopa para conocer la receta, ni recibir un choque eléctrico para saber de la electricidad.

‑Ya transformaste todo en una estupidez ‑dijo-. Ya veo que quieres agarrarte de tus razones a pesar de que no te dan nada; quieres seguir siendo el mismo aún a costa de tu bienestar.

‑No sé de qué habla usted.

‑Hablo del hecho de que no estás completo. No tienes paz.

La aserción me molestó. Me sentí ofendido. Pensé que don Juan no estaba calificado en modo alguno para juzgar mis actos ni mi personalidad.

‑Estás lleno de problemas ‑dijo‑. ¿Por qué?

‑Sólo soy un hombre, don Juan ‑repuse malhumorado.

Hice la afirmación en la misma vena en que mi padre solía hacerla. Cada vez que decía ser sólo un hombre, implicaba que era débil e indefenso y su frase, como la mía, rebosaba un esencial sentido de desesperanza.

Don Juan me escudriñó como el día en que nos cono­cimos.

‑Piensas demasiado en ti mismo ‑dijo sonriendo‑. Y eso te da una fatiga extraña que te hace cerrarte al mun­do que te rodea y agarrarte de tus razones. Por eso tienes solamente problemas. Yo también soy sólo un hombre, pero no lo digo como tú lo dices.

‑¿Cómo lo dice usted?

‑Yo me he salido de todos mis problemas. Qué lástima que mi vida sea tan corta y no me permita aferrarme de todas las cosas que quisiera. Pero eso no es problema, ni punto de discusión; es sólo una lástima.

Me gustó el tono de sus frases. No había en él desespe­ración ni compasión por sí mismo.

En 1961, un año después de nuestro primer encuentro, don Juan me reveló que poseía un conocimiento secreto de las plantas medicinales. Me dijo que era brujo. Desde ese punto, cambió la relación entre nosotros; me convertí en su aprendiz y durante los cuatro años siguientes luchó por enseñarme los misterios de la hechicería. He escrito sobre ese aprendizaje en Las enseñanzas de don Juan: una forma yaqui de conocimiento.

Nuestras conversaciones fueron todas en español, y gra­cias al magnífico dominio que don Juan poseía del idioma obtuve explicaciones detalladas de los complejos significa­dos de su sistema de creencias. He llamado brujería a esa intrincada y sistemática estructura de conocimiento, y brujo a don Juan, porque él mismo empleaba tales categorías en la conversación informal. Sin embargo, en el contexto de elucidaciones más serias, usaba los términos "conocimien­to" para categorizar la brujería y "hombre de conoci­miento" o "el que sabe" para categorizar al brujo.

Con el fin de enseñar y corroborar su conocimiento, don Juan usaba tres conocidas plantas sicotrópicas: peyote, Lophophora williamsii; toloache, Datura inoxia, y un hon­go perteneciente al género Psylocibe. A través de la inges­tión por separado de cada uno de estos alucinógenos pro­dujo en mí, su aprendiz, unos estados peculiares de percep­ción distorsionada, o conciencia alterada, que he llamado "estados de realidad no ordinaria". He usado la palabra "realidad" porque una premisa principal en el sistema de creencias de don Juan era que los estados de conciencia producidos por la ingestión de cualquiera de las tres plan­tas no eran alucinaciones, sino aspectos concretos, aunque no comunes, de la realidad de la vida cotidiana. Don Juan no se comportaba hacia tales estados de realidad no ordi­naria "como si" fueran reales; los tomaba "como" reales.

Clasificar como alucinógenos las plantas citadas, y como realidad no ordinaria los estados que producían, es, desde luego, un recurso mío. Don Juan entendía y explicaba las plantas como vehículos que conducían o guiaban a un hom­bre a ciertas fuerzas o "poderes" impersonales; y los estados que producían, como los "encuentros" que un brujo debía tener con esos "poderes" para ganar control sobre ellos.

Llamaba al peyote "Mescalito" y lo describía como maes­tro benévolo y protector de los hombres. Mescalito enseña­ba la "forma correcta de vivir". El peyote solía ingerirse en reuniones de brujos llamadas "mitotes", donde los partici­pantes se juntaban específicamente para buscar una lección sobre la forma correcta de vivir.

Don Juan consideraba al toloache, y a los hongos, pode­res de distinta clase. Los llamaba "aliados" y decía que eran susceptibles a la manipulación; de hecho, un brujo obtenía su fuerza manipulando a un aliado. De los dos, don Juan prefería el hongo. Afirmaba que el poder conte­nido en el hongo era su aliado personal, y lo llamaba "humo" o "humito".

El procedimiento de don Juan para utilizar los hongos era dejarlos secar dentro de un pequeño guaje, donde se pulverizaban. Mantenía cerrado el guaje durante un año, y luego mezclaba el fino polvo con otras cinco plantas se­cas y producía una mezcla para fumar en pipa.

Para convertirse en hombre de conocimiento había que "encontrarse" con el aliado tantas veces como fuera posi­ble; había que familiarizarse con él. Esta premisa impli­caba, desde luego, que uno debía fumar bastante a menudo la mezcla alucinógena. Este proceso de "fumar" consistía en ingerir el tenue polvo de hongos, que no se incineraba, y en inhalar el humo de las otras cinco plantas que compo­nían la mezcla. Don Juan explicaba los profundos efectos del humo sobre las capacidades de percepción diciendo que "el aliado se llevaba el cuerpo de uno".

El método didáctico de don Juan requería un esfuerzo extraordinario por parte del aprendiz. De hecho, el grado de participación y compromiso necesario era tan extenuante que a fines de 1965 tuve que abandonar el aprendizaje. Puedo decir ahora, con la perspectiva de los cinco años transcurridos, que en ese tiempo las enseñanzas de don Juan habían empezado a representar una seria amenaza para mi "idea del mundo". Yo empezaba a perder la certeza, común a todos nosotros, de que la realidad de la vida cotidiana es algo que podemos dar por sentado.

En la época de mi retirada, me hallaba convencido de que mi decisión era terminante; no quería volver a ver a don Juan. Sin embargo, en abril de 1968 me facilitaron uno de los primeros ejemplares de mi libro y me sentí compelido a enseñárselo. Fui a visitarlo. Nuestra liga de maestro‑aprendiz se restableció misteriosamente, y puedo decir que en esa ocasión inicié un segundo ciclo de apren­dizaje, muy distinto del primero. Mi temor no fue tan agudo como lo había sido en el pasado. El ambiente total de las enseñanzas de don Juan fue más relajado. Reía y también me hacía reír mucho. Parecía haber, por parte suya, un intento deliberado de minimizar la seriedad en general. Payaseó durante los momentos verdaderamente cruciales de este segundo ciclo, y así me ayudó a superar experiencias que fácilmente habrían podido volverse obse­sivas. Su premisa era la necesidad de una disposición ligera y tratable para soportar el impacto y la extrañeza del cono­cimiento que me estaba enseñando.

‑La razón por la que te asustaste y saliste volado es porque te sientes más importante de lo que crees ‑dijo, explicando mi retirada previa‑. Sentirse importante lo hace a uno pesado, rudo y vanidoso. Para ser hombre de conocimiento se necesita ser liviano y fluido.

El interés particular de don Juan en el segundo ciclo de aprendizaje fue enseñarme a "ver". Aparentemente, había en su sistema de conocimiento la posibilidad de mar­car una diferencia semántica entre "ver" y "mirar" como dos modos distintos de percibir. "Mirar" se refería a la manera ordinaria en que estamos acostumbrados a percibir el mundo, mientras que "ver" involucraba un proceso muy complejo por virtud del cual un hombre de conocimiento percibe supuestamente la "esencia" de las cosas del mundo.

Con el fin de presentar en forma legible las complicacio­nes del proceso de aprendizaje he condensado largos pa­sajes de preguntas y respuestas, reduciendo así mis notas de campo originales. Creo, sin embargo, que en este punto mi presentación no puede, en absoluto, desvirtuar el signi­ficado de las enseñanzas de don Juan. La reducción tuvo el propósito de hacer fluir mis notas, como fluye la conver­sación, para que tuvieran el impacto deseado; es decir, yo quería comunicar al lector, por medio de un reportaje, el drama y la inmediacidad de la situación de campo. Cada sección que he puesto como capítulo fue una sesión con don Juan. Por regla general, él siempre concluía cada una de nuestras sesiones en una nota abrupta; así, el tono dra­mático del final de cada capítulo no es un recurso litera­rio de mi cosecha: era un recurso propio de la tradición oral de don Juan. Parecía ser un recurso mnemotécnico que me ayudaba a retener la cualidad dramática y la importan­cia de las lecciones.

Empero, son necesarias ciertas explicaciones para dar co­herencia a mi reportaje, pues su claridad depende de la elucidación de ciertos conceptos clave o unidades clave que deseo destacar. Esta elección de énfasis es congruente con mi interés en la ciencia social. Es perfectamente posible que otra persona, con un conjunto diferente de metas y anticipaciones, resaltara conceptos enteramente distintos de los que yo he elegido.

Durante el segundo ciclo de aprendizaje, don Juan insistió en asegurarme que el uso de la mezcla de fumar era el requisito indispensable para "ver". Por tanto, yo debía usarla con toda la frecuencia posible.

‑Sólo el humo te puede dar la velocidad necesaria para vislumbrar ese mundo fugaz ‑dijo.

Con ayuda de la mezcla sicotrópica, produjo en mí una serie de estados de realidad no ordinaria. La característica saliente de tales estados, en relación a lo que don Juan parecía estar haciendo, era una condición de "inaplicabili­dad". Lo que yo percibía en aquellos estados de conciencia alterada era incomprensible e imposible de interpretar por medio de nuestra forma cotidiana de entender el mundo. En otras palabras, la condición de inaplicabilidad acarreaba la cesación de la pertinencia de mi visión del mundo.

Don Juan usó esta condición de inaplicabilidad de los estados de realidad no ordinaria para introducir una serie de nuevas "unidades de significado" preconcebidas. Las unidades de significado eran todos los elementos individua­les pertinentes al conocimiento que don Juan se empeñaba en enseñarme. Las he llamado unidades de significado por­que eran el conglomerado básico de datos sensoriales, y sus interpretaciones, sobre el cual se erigía un significado más complejo. Una de tales unidades era, por ejemplo, la forma en que se entendía el efecto fisiológico de la mezcla sico­trópica. Esta producía un entumecimiento y una pérdida de control motriz que en el sistema de don Juan se interpreta­ban como una acción realizada por el humo, que en este caso era el aliado, con el fin de "llevarse el cuerpo del practicante".

Las unidades de significado se agrupaban en forma espe­cífica, y cada bloque así creado integraba lo que llamo una "interpretación sensible". Obviamente, tiene que haber un número infinito de posibles interpretaciones sensibles que son pertinentes a la brujería y que un brujo debe aprender a realizar. En nuestra vida cotidiana, enfrentamos un número infinito de interpretaciones sensibles pertinentes a ella. Un ejemplo sencillo podría ser la interpretación, ya no deliberada, que hacemos veintenas de veces cada día, de la estructura que llamamos "cuarto". Es obvio que hemos aprendido a interpretar en términos de cuarto la es­tructura que llamamos cuarto; así, cuarto es una interpreta­ción sensible porque requiere que en el momento de hacerla tengamos conocimiento, en una u otra forma, de todos los elementos que entran en su composición. Un sistema de in­terpretación sensible es, en otras palabras, el proceso por virtud del cual un practicante tiene conocimiento de todas las unidades de significado necesarias para realizar asuncio­nes, deducciones, predicciones, etc., sobre todas las situa­ciones pertinentes a su actividad.

Al decir "practicante" me refiero a un participante que posee un conocimiento adecuado de todas, o casi todas, las unidades de significado implicadas en su sistema particular de interpretación sensible. Don Juan era un practicante; esto es, era un brujo que conocía todos los pasos de su brujería.

Como practicante, intentaba abrirme acceso a su sistema de interpretación sensible. Tal accesibilidad, en este caso, equivalía a un proceso de resocialización en el que se apren­dían nuevas maneras de interpretar datos perceptuales.

Yo era el "extraño", el que carecía de la capacidad de realizar interpretaciones inteligentes y congruentes de las unidades de significado propias de la brujería.

La tarea de don Juan, como practicante ocupado en hacer­me accesible su sistema, consistía en descomponer una certeza particular que yo comparto con todo el mundo: la certeza de que la perspectiva "de sentido común" que tenemos del mundo es definitiva. A través del uso de plan­tas sicotrópicas, y de contactos bien dirigidos entre su sistema extraño y mi persona, logró mostrarme que mi pers­pectiva del mundo no puede ser definitiva porque sólo es una interpretación.

Para el indio americano, acaso durante miles de años, el vago fenómeno que llamamos brujería ha sido una prác­tica, seria y auténtica, comparable a la de nuestra ciencia. Nuestra dificultad para comprenderla surge, sin duda, de las unidades de significado extrañas con las cuales trata.

 

Don Juan me dijo una vez que un hombre de conocimiento tiene predilecciones. Le pedí explicar este enunciado.

‑Mi predilección es ver -dijo.

‑¿Qué quiere usted decir con eso?

‑Me gusta ver -dijo‑ porque sólo viendo puede un hombre de conocimiento saber.

‑¿Qué clase de cosas ve usted.

‑Todo.

‑Pero yo también veo todo y no soy un hombre de conocimiento.

‑No. Tú no ves.

‑Por supuesto que sí,

‑Te digo que no.

‑¿Por qué dice usted eso, don Juan?

‑Tú solamente miras la superficie de las cosas.

‑¿Quiere usted decir que todo hombre de conocimiento ve a través de lo que mira?

‑No. Eso no es lo que quiero decir. Dije que un hom­bre de conocimiento tiene sus propias predilecciones; la mía es sencillamente ver y saber; otros hacen otras cosas.

‑¿Qué otras cosas, por ejemplo?

‑Ahí tienes a Sacateca: es un hombre de conocimiento y su predilección es bailar. Así que él baila y sabe.

‑¿Es la predilección de un hombre de conocimiento algo que él hace para saber?

‑Sí, pues.

‑¿Pero cómo podría el baile ayudar a Sacateca a saber?

‑Podríamos decir que Sacateca baila con todo lo que tiene.

‑¿Baila como yo bailo? Digo, ¿cómo se baila?

‑Digamos que baila como yo veo y no como tú bailas.

‑¿También ve como usted ve?

‑Sí, pero también baila.

‑¿Cómo baila Sacateca?

‑Es difícil explicar eso. Es un baile muy especial que usa cuando quiere saber. Pero lo único que te puedo decir es que, a menos que entiendas los modos del que sabe, es imposible hablar de bailar o de ver.

‑¿Lo ha visto usted bailar?

‑Sí. Pero no todo el que mira su baile puede ver que ésa es su forma especial de saber.

Yo conocía a Sacateca, o al menos sabía quién era. Nos habían presentado y una vez le invité una cerveza. Se portó con mucha cortesía y me dijo que fuera a su casa con entera libertad en cualquier momento que quisiese. Pensé largo tiempo en visitarlo, pero no se lo dije a don Juan.

La tarde del 14 de mayo de 1962, fui a casa de Sacateca; me había dado instrucciones para llegar y no tuve dificul­tad en hallarla. Estaba en una esquina y tenía una cerca en torno. La verja estaba cerrada. Di la vuelta para ver si podía atisbar el interior de la casa. Parecía desierta.

‑Don Elías ‑llamé en voz alta. Las gallinas asustadas, se desparramaron por el patio cacareando con furia. Un pe­rrito se llegó a la cerca. Esperé que me ladrara; en vez de ello, se sentó a mirarme. Grité de nuevo y las gallinas estallaron otra vez en cacareos.

Una vieja salió de la casa. Le pedí llamar a don Elías.

‑No está ‑dijo.

‑¿Dónde puedo hallarlo?

‑Está en el campo.

‑¿En qué parte del campo?

‑No sé. Ven más tarde. El regresa como a las cinco.

‑¿Es usted la mujer de don Elías?

‑Sí, soy su mujer ‑dijo y sonrió.

Traté de hacerle preguntas sobre Sacateca, pero se excu­só y dijo que no hablaba bien el español. Subí en mi coche y me alejé.

Volví a la casa a eso de las seis. Me estacioné ante la verja y grité el nombre de Sacateca. Esta vez salió él de la casa. Encendí mi grabadora, que en su estuche de cuero café parecía una cámara colgada de mi hombro. Sacateca pareció reconocerme.

‑Ah, eras tú ‑dijo sonriendo‑. ¿Cómo está Juan?

‑Muy bien. ¿Pero cómo está usted, don Elías?

No respondió. Parecía nervioso. Pese a su gran compos­tura exterior, sentí que se hallaba disgustado.

‑¿Te mandó Juan con algún recado?

‑No. Vine yo solo.

‑¿Y para qué?

Su pregunta pareció traicionar su sorpresa genuina.

‑Nada más quería hablar con usted ‑dijo, tratando de parecer lo más despreocupado posible‑. Don Juan me ha contado cosas maravillosas de usted y me entró la curio­sidad y quería hacerle unas cuantas preguntas.

Sacateca estaba de pie frente a mi. Su cuerpo era delgado y fuerte. Llevaba camisa y pantalones caqui. Tenía los ojos entrecerrados; parecía adormilado o quizá borracho. Su boca estaba entreabierta y el labio inferior colgaba. Noté su respiración profunda; casi parecía roncar. Se me ocurrió que Sacateca se hallaba sin duda borracho sin medida. Pero esa idea resultaba incongruente, porque apenas unos minu­tos antes, al salir de su casa, había estado muy alerta y muy consciente de mi presencia.

‑¿De qué quieres hablar? ‑erijo por fin.

La voz sonaba cansada; era como si las palabras reptaran una tras otra. Me sentí muy incómodo. Era como si su fatiga fuese contagiosa y me jalara.

‑De nada en particular ‑respondí‑, Nada más vine a que platicáramos como amigos. Usted me invitó una vez a venir a su casa.

‑Pues sí, pero esto no es lo mismo.

‑¿Por qué no es lo mismo?

‑¿Qué no hablas con Juan?

‑Sí.

‑¿Entonces para qué quieres hablar conmigo?

‑Pensé que quizá podría hacerle unas preguntas . . .

‑Pregúntale a Juan, ¿Qué no te está enseñando?

‑Sí, pero de todos modos me gustaría preguntarle a usted acerca de lo que don Juan me enseña, y tener su opinión. Así podré saber a qué atenerme.

‑¿Para qué andas con esas cosas? ¿No te confías en Juan?

‑Sí.

‑¿Entonces por qué no le preguntas a él todo lo que quieres saber?

‑Sí le pregunto. Y me dice todo. Pero si usted también pudiera hablarme de lo que don Juan me enseña, tal vez yo entendería mejor.

‑Juan puede decirte todo. El es el único que puede. ¿No entiendes eso?

‑Sí, pero es que me gusta hablar con gente como usted, don Elías. No todos los días encuentra uno a un hombre de conocimiento.

‑Juan es un hombre de conocimiento.

‑Lo sé.

‑¿Entonces por qué me estás hablando a mí?

‑Ya le dije que vine a que habláramos como amigos.

‑No, no es cierto. Tú te traes otra cosa.

Quise explicarme y no pude sino mascullar incoherencias. Sacateca no dijo nada. Parecía escuchar con atención. Te­nía de nuevo los ojos entrecerrados, pero sentí que me escudriñaba. Asintió casi imperceptiblemente. Sus párpados se abrieron de pronto, y vi sus ojos. Parecía mirar más allá de mi. Golpeó despreocupadamente el suelo con la punta de su pie derecho, justo atrás de su talón izquierdo. Tenía las piernas levemente arqueadas, los brazos inertes contra los costados. Luego alzó el brazo derecho; la mano estaba abierta con la palma perpendicular al suelo; los dedos extendidos señalaban en mi dirección. Dejó oscilar la mano un par de veces antes de ponerla al nivel de mi rostro. La mantuvo en esa posición durante un instante y me dijo unas cuantas palabras. Su voz era muy clara, pero las pa­labras se arrastraban.

Tras un momento dejó caer la mano a su costado y permaneció inmóvil, adoptando una posición extraña. Esta­ba parado en los dedos de su pie izquierdo. Con la punta del pie derecho, cruzado tras el talón del izquierdo, gol­peaba el suelo suave y rítmicamente.

Experimenté una aprensión sin motivo, una especie de inquietud. Mis ideas parecían disociadas. Pensaba yo en co­sas sin conexión ni sentido que nada tenían que ver con lo que ocurría. Advertí mi incomodidad y traté de encau­zar nuevamente mis pensamientos hacia la situación in­mediata, pero no pude a pesar de una gran pugna. Era como si alguna fuerza me evitara concentrarme o pensar cosas que vinieran al caso.

Sacateca no había pronunciado palabra y yo no sabía qué más decir o hacer. En forma totalmente automática, di la media vuelta y me marché.

Más tarde me sentí empujado a narrar a don Juan mi encuentro con Sacateca. Don Juan rió a carcajadas.

‑¿Qué es lo que realmente pasó? ‑pregunté.

‑¡Sacateca bailó! ‑dijo don Juan ‑. Te vio, y des­pués bailó.

‑¿Qué me hizo? Me sentí muy frío y mareado.

‑Parece que no le caíste bien, y te paró tirándote una palabra.

‑¿Cómo pudo hacer eso? -exclamé, incrédulo.

‑Muy sencillo; te paró con su voluntad.

‑¿Cómo dijo usted?

‑¡Te paró con su voluntad!

La explicación no bastaba. Sus afirmaciones me sonaban a jerigonza. Traté de sacarle más, pero no pudo explicar el evento de manera satisfactoria para mi.

Obviamente, dicho evento, o cualquier evento que ocu­rriese dentro de este ajeno sistema de sentido común, sólo podía ser explicado o comprendido en términos de las uni­dades de significado propias de tal sistema. Esta obra es, por lo tanto, un reportaje, y debe leerse como reportaje. El sistema en aprendizaje me era incomprensible; así que la pretensión de hacer algo más que reportar sobre él sería engañosa e impertinente. En este aspecto, he adoptado el método fenomenológico y luchado por encarar la brujería exclusivamente como fenómenos que me fueron presenta­dos. Yo, como perceptor, registré lo que percibí, y en el momento de registrarlo me propuse suspender todo juicio.

 

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