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Роман «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке

Продолжение детективного романа Марио Пьюзо «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке. Начало книги читайте по ссылке «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке, предыдущую часть – по ссылке «Крёстный отец» (El Padrino) - продолжение.

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Возвращаемся к роману «Крёстный отец» (El Padrino) на испанском языке. На этой странице идёт продолжение романа Марио Пьюзо, ссылка на следующую часть будет в конце страницы.

 

El Padrino

***

En el jardín se alzó un fuerte y alegre grito, tan fuerte que los tres hombres se sobresaltaron. Sonny Corleone se acercó a la ventana. Lo que vio le hizo correr hacia la puerta, con una complacida sonrisa en los labios.

– Es Johnny, que ha venido a la boda. ¿No os lo había dicho?

Hagen se acercó a la ventana.

– Realmente, es su ahijado –dijo a Don Corleone–. ¿Le hago pasar?

– No –respondió el Don–. Deja que todos le saluden. Cuando haya terminado, que entre a verme. ¿Has visto? –le dijo a Hagen–. Es un buen ahijado.

Por un momento, Hagen se sintió celoso.

– Hace dos años que no había venido por aquí –replicó con sequedad–. Probablemente tiene algún problema y querrá que usted le ayude.

– ¿Y a quién va acudir, sino a su padrino? –preguntó Don Corleone.

 

La primera persona que vio a Johnny Fontane entrar en el jardín fue Connie Corleone. Olvidando su dignidad de novia, gritó: “¡¡Johnnyyyy¡¡”, y acto seguido se echó en sus brazos. Johnny la abrazó, le dio un beso en la boca y la mantuvo abrazada mientras los demás acudían a saludarlo. Eran todos viejos amigos, gente que había crecido en el West Side. Momentos después, Connie le presentó a su marido. Johnny, divertido, advirtió que el rubio y joven marido parecía un poco disgustado por haber perdido protagonismo y le estrechó la mano con gran cordialidad. Ambos brindaron con un vaso de buen vino.

 

– ¿Por qué no nos cantas una canción, Johnny? –dijo alguien desde el estrado de los músicos.

Entonces vio a Nino Valenti que le sonreía amistosamente. Johnny Fontane subió de un salto al estrado y abrazó a Nino. Habían sido inseparables, cantaban y salían juntos con chicas, hasta que Johnny empezó a hacerse famoso y a cantar por la radio. Cuando se marchó a Hollywood para participar en diversas películas, telefoneó a Nino y le prometió que le conseguiría un contrato para una sala de fiestas. Pero luego se olvidó de hacerlo. Ahora, al ver a Nino, con su alegre y burlona sonrisa de alcoholizado, el viejo afecto se reavivó.

Nino comenzó a rasguear la mandolina. Johnny Fontane apoyó la mano sobre el hombro de su amigo.

– Ésta va dedicada a la novia –dijo, y siguiendo el compás con el pie, cantó una obscena canción siciliana de amor.

Mientras Johnny cantaba, Nino movía expresivamente el cuerpo. La novia sonreía con orgullo y todos los invitados expresaban ruidosamente su aprobación. A la mitad de la canción, todos seguían el compás con el pie y al final de cada estrofa coreaban las últimas palabras, todas con doble sentido.

Cuando terminaron, los aplausos fueron tan fuertes, que Johnny, después de carraspear, se dispuso a cantar otra canción.

Todos estaban orgullosos de él. Era uno de ellos y había llegado a convertirse en un cantante famoso, en un astro cinematográfico que se acostaba con las mujeres más deseadas del mundo. Sin embargo, había hecho un viaje de casi cinco mil kilómetros para asistir a la boda, con lo que demostraba el respeto que sentía por su padrino. Todavía amaba a los viejos amigos como Nino Valenti. Muchos de los invitados habían visto a Johnny y a Nino cantar juntos cuando no eran más que dos muchachos, cuando nadie imaginaba que Johnny Fontane llegaría a tener en sus manos el corazón de cincuenta millones de mujeres.

 

Acabada aquella segunda canción, Johnny saltó al suelo para subir al estrado a la novia, que quedó de pie entre él y Nino. Ambos hombres se miraron ferozmente, como si fueran a pegarse, y Nino empezó a rasguear las cuerdas de la mandolina con rabia. Era una vieja costumbre, una batalla burlona, en la que uno de los dos cantaba una estrofa que molestaba a su rival, y luego, el otro cantaba otra más hiriente y burlona todavía. Al final, acababan cantando los dos a coro. Con exquisita cortesía, Johnny dejó que la voz de Nino ahogara la suya, y que la novia se fuera con él; en pocas palabras: se dejó vencer. Cuando al final los tres se abrazaron, los aplausos fueron atronadores. Los invitados pedían con insistencia otra canción.

Sólo Don Corleone, de pie en un rincón, parecía como fuera de lugar. Con voz alegre, cuidando de no ofender a sus invitados, gritó:

– Mi ahijado ha recorrido cinco mil kilómetros para honrarnos a todos; ¿es que nadie piensa darle un vaso de vino?

Al instante, Johnny Fontane se encontró con una docena de vasos para escoger. Bebió un sorbo de cada uno y corrió a abrazar a su padrino. Al hacerlo, murmuró algo al oído del Don, quien le acompañó al interior de la casa sin perder tiempo.

 

Tom Hagen tendió la mano a Johnny cuando éste entró en el despacho. Johnny se la estrechó y se limitó a murmurar un saludo frío, totalmente desacorde con su cordialidad habitual. Hagen, naturalmente, se sintió un poco molesto, pero no dio demasiada importancia al asunto. Era uno de los inconvenientes de ser el hombre de confianza del Don.

– Cuando recibí la invitación comprendí que mi padrino ya no estaba enfadado –dijo Johnny Fontane al Don–. Le llamé cinco veces después de mi divorcio, pero Tom siempre me dijo que estaba usted fuera, o que se hallaba muy ocupado. Supuse que se sentía disgustado conmigo.

Don Corleone estaba llenando los vasos con Strega.

– Todo olvidado. ¿Puedo hacer algo por ti? Me cuesta creer que me necesites. Eres un hombre famoso y muy rico ¿no es cierto?

Johnny vació el vaso de un sorbo e hizo ademán de que el Don volviera a llenárselo.

– No soy rico, Padrino –dijo en tono que quería ser despreocupado–. Voy de baja. Tenía usted razón. Nunca debería haber dejado a mi esposa y a los niños por aquella vagabunda con la que me casé después. No me extraña que se disgustara conmigo.

– Estaba preocupado por ti, ni más ni menos. Después de todo, eres mi ahijado ¿no? –dijo el Don, encogiéndose de hombros.

Johnny andaba de un lado a otro de la estancia.

– Estaba loco por esa zorra con cara de ángel, la más rutilante estrella de Hollywood. ¿Sabe usted qué hace después de terminar una película? Si el maquillador ha realizado un buen trabajo, se acuesta con él. Si el cámara le ha sacado unos buenos primeros planos, se lo lleva al camerino y le permite disfrutar de su cuerpo. La muy zorra se sirve de su cuerpo como yo utilizo la calderilla: para dar propinas. Es una mala mujer engendrada por el mismísimo diablo.

– ¿Cómo está tu familia? –le interrumpió Don Corleone con aspereza.

– Creo que me porté bien –contestó Johnny, titubeando–. Después del divorcio, a Ginny y a los niños les di más de lo que dictaminó el juez. Voy a verlos una vez por semana. Los echo mucho de menos, tanto que a veces creo que voy a volverme loco –hizo una pausa para servirse otro vaso–. Ahora, mi segunda esposa se ríe de mí porque no comprende mis celos. Me llama pobre diablo anticuado y se burla de mi forma de cantar. Antes de salir hacia aquí, le di una buena paliza; eso sí, sin tocarle la cara, pues está en pleno rodaje. Le pegué duro, en los brazos y en las piernas, pero ella continuó riéndose de mí.

Hizo una breve pausa para encender un cigarrillo y añadió:

– Mire, Padrino: en estos momentos, para mi la vida carece de valor.

– Estos son problemas que yo no puedo solucionar –se limitó a decir Don  Corleone–. Y ahora, dime ¿qué ocurre con tu voz?

La segura y simpática expresión de Johnny Fontane sufrió una repentina mutación.

– Padrino; no puedo cantar. Se ve que me ha pasado algo en la voz. Los médicos no saben qué puede ser.

Hagen y el Don lo miraron con expresión de sorpresa, ya que Johnny se había expresado con palabras entrecortadas, y siempre había sido un muchacho duro.

– Mis dos películas dieron mucho dinero –continuó–. Era una estrella muy cotizada. En cambio ahora me echan a la calle. El jefe de los estudios siempre me ha odiado, y ahora ha podido vengarse.

– ¿Y por qué te odia? –preguntó Don Corleone en tono severo, de pie frente a su ahijado.

– Como usted ya sabe, yo cantaba para las organizaciones liberales, a pesar de que usted me aconsejó que no lo hiciera. Bien, pues a Jack Woltz no le gustaba y me llamaba comunista, pero no logró hacerme desistir. Luego le robé una chica que él se reservaba. Fue sólo cosa de una noche, y en mi descargo puedo asegurar que fue ella la que vino detrás de mí. ¿Qué podía hacer yo? Después, la muy zorra de mi segunda esposa se dedica a vivir su vida sin tenerme en cuenta para nada. Además, Ginny y los niños no quieren saber nada de mí, a menos que me arrodille ante ellos. Y ahora, para colmo de males, no puedo cantar. Dígame, padrino ¿qué diablos voy a hacer?

La cara de Don Corleone era una máscara de extrema frialdad.

– Puedes empezar por portarte como un hombre –dijo bruscamente, y de repente, enrojeció de ira–: ¡Como un hombre! –gritó.

Cogió a Johnny Fontane por los cabellos, con gesto airado, aunque no exento de afecto.

– ¡Dios santo! –añadió el Don–. ¿Es posible que después de estar tanto tiempo a mi lado no hayas llegado a ser mejor de lo que eres? Ahora resulta que no eres sino un “finocchio”, un petimetre de Hollywood que llora e implora piedad, que solloza como una mujer. Dime ¿qué supones que puedo hacer yo?

La mímica del Don era tan extraordinaria, tan inesperada, que Hagen y Johnny se echaron a reír. Don Corleone estaba complacido. Durante un breve instante pensó en lo mucho que amaba a su ahijado y se preguntó cómo hubieran reaccionado sus tres hijos ante la reprimenda. Santino habría estado malhumorado durante varias semanas. Fredo se habría sentido intimidado. Michael le habría dirigido una fría sonrisa antes de salir inmediatamente de la casa para no aparecer durante varios meses. En cambio Johnny, el bueno de Johnny, sonreía y recuperaba fuerzas, pues comprendía el verdadero propósito de su padrino.

– Te lías con la chica de tu jefe –prosiguió Don Corleone–, un hombre mucho más poderoso que tú, y luego te quejas de que no te ayude. Dejas a tus hijos para casarte con una puta, y lloras porque no te reciben con los brazos abiertos. A la puta no te atreves a pegarle en la cara porque está haciendo una película, y te extraña que se ría de ti. ¡Vamos, hombre! Te has portado como un idiota, eso es evidente. Por lo tanto, todo lo que te ha ocurrido es completamente lógico.

Don Corleone hizo una pausa.

– ¿Estás dispuesto a seguir mi consejo, esta vez? –preguntó en tono comprensivo.

– No puedo volver a casarme con Ginny, por lo menos no de la forma que ella quiere –dijo Johnny–. Tengo que jugar, tengo que beber, tengo que salir con los muchachos. Muchas mujeres hermosas corren detrás de mí, y nunca he sabido resistirme a sus encantos. Luego, al llegar a casa, no me atrevería a mirar a Ginny a la cara. Como entonces... ¡Dios, no quiero volver a pasar todo aquello!

Don Corleone se exasperaba en contadísimas ocasiones, pero ésta fue una de ellas.

– Yo no te he dicho que volvieras a casarte –le explicó a Johnny–. Haz lo que te parezca. Me parece bien que quieras ser un verdadero padre para tus hijos; un hombre que no sabe ser un buen padre, no es un auténtico hombre. Entonces, lo primero es conseguir que su madre te acepte. ¿Quién dice que no puedes verlos cada día? ¿Quién dice que no puedes vivir en la misma casa? ¿Quién dice que no puedes vivir como mejor te parezca?

Johnny Fontane se echó a reír.

– Pero, padrino, ¡dése cuenta de que no todas las mujeres son como las antiguas esposas italianas! Ginny no lo aceptaría.

– Porque te has portado como un finocchio –dijo el Don en tono burlón–. A una le has dado más de lo que dijo el juez. A otra no le has pegado en la cara, porque estaba haciendo una película. Dejas que las mujeres dicten tus actos y te olvidas de que no tienes por qué hacerlo. Ellas se creen ángeles del cielo, están convencidas de que los hombres, todos los hombres, irán al infierno por los siglos de los siglos. Además –prosiguió el Don con voz repentinamente seria–, no olvides que te he estado observando durante todos estos años. Has sido un buen ahijado; me has demostrado siempre un profundo respeto. Pero ¿qué me dices de tus viejos amigos? Durante una temporada concedes tu amistad a unos, después, a otros. Aquel muchacho italiano tan gracioso que también hacía películas tuvo mala suerte, pero tú nunca te preocupaste por él porque ya eras famoso. ¿Y qué me dices de tu viejo camarada de la infancia, el que formaba dúo contigo en tus primeros tiempos de cantante? Me refiero a Nino. Los desengaños y las decepciones le han llevado a la bebida, pero nunca se queja. Trabaja como un condenado conduciendo un camión de grava, y canta los fines de semana por unos

pocos dólares. Nunca se ha quejado de ti. ¿No hubieras podido ayudarle un poco? ¿Por qué no? Canta bien.

– Padrino, Nino no tiene bastante talento –respondió Johnny, con voz cansada–. Canta bien, pero le falta algo.

Don Corleone abrió los ojos, que tenía casi cerrados.

– Tú tampoco tienes suficiente talento, y lo sabes –replicó–. ¿Qué? ¿Te apetece un empleo de conductor de camión?

Al ver que Johnny no contestaba, el Don prosiguió:

– La amistad lo es todo. La amistad vale más que el talento. Vale más que el Gobierno. La amistad vale casi tanto como la familia. Nunca lo olvides. Si te hubieses preocupado de rodearte de buenos amigos, ahora no tendrías que venir a pedirme ayuda. Pero, dime ¿por qué no puedes cantar? En el jardín has cantado bien, tan bien como Nino.

Hagen y Johnny sonrieron ante la delicada alusión. Ahora le tocaba a Johnny hablar con condescendiente paciencia.

– Mi voz es débil. Canto una o dos canciones, y luego ya no puedo cantar en varias horas o incluso días. Ni siquiera resisto los ensayos o la repetición de escenas en las que debo cantar. Mi voz es débil, está enferma.

– Eso es cosa de mujeres. ¡Que tu voz está enferma...! Ahora cuéntame tus problemas con ese “pezzonovante” de Hollywood, ese pez gordo que no te deja trabajar –dijo el Don, que había entrado ya decididamente en el terreno de los negocios importantes.

– Es más fuerte que uno de sus “pezzonovanti” –afirmó Johnny–. Es el dueño del estudio y consejero del presidente de Estados Unidos en asuntos de propaganda cinematográfica para la guerra. Hace un mes adquirió los derechos de la novela más vendida del año, cuyo protagonista es un personaje muy parecido a mí. Ni siquiera tendría que actuar, sino limitarme a ser yo mismo. Tampoco tendría que cantar. Incluso podría ganar un Osear. Todo el mundo sabe que ese papel me va como anillo al dedo. Volvería a ser grande, esta vez como actor. Pero ese cerdo de Jack Woltz no quiere saber nada de mí. Me ofrecí a hacer el papel por un precio simbólico, y ni así quiso dármelo. Al parecer ha dicho que si yo le besara el trasero en el estudio, delante de todo el mundo, tal vez reconsideraría el asunto.

Don Corleone interrumpió la perorata con un gesto. Entre personas razonables, los problemas de negocios siempre podían solucionarse. Puso la mano en el hombro de su ahijado.

– Estás desanimado, piensas que nadie se preocupa de ti y has adelgazado mucho. Bebes con exceso ¿no? Además, estoy seguro que duermes poco y tomas pastillas –mientras hablaba movía la cabeza en un reiterado movimiento de desaprobación–. Ahora quiero que sigas mis órdenes – prosiguió el Don–. Quiero que permanezcas en mi casa durante un mes. Quiero que comas bien, que descanses, que duermas. Quiero que seas mi compañero; me gusta tu compañía, y quizás incluso aprendas algo del mundo en el que se mueve tu padrino. Además, incluso es posible que lo que aprendas te sirva para moverte mejor en el gran Hollywood. Pero nada de cantar, y mucho menos de alcohol o de mujeres. Después podrás regresar a Hollywood, y ese pezzonovante te dará el papel que tanto deseas. ¿Hecho?

Johnny Fontane no podía creer que el Don tuviera tanto poder. Pero su padrino era un hombre que nunca había fallado: si decía que una cosa podía hacerse, se hacía. No obstante, se atrevió a plantear una objeción.

– Este tipo es amigo personal de J. Edgar Hoover. Me parece que ni siquiera usted podrá levantarle la voz.

– Es un hombre de negocios –replicó el Don, suavemente–. Le haré una oferta que no podrá rechazar.

– Es demasiado tarde –se lamentó Johnny–. Ya han firmado todos los contratos. Además, empezarán a rodar dentro de una semana. Es absolutamente imposible.

Don Corleone, con suma paciencia, despidió a Johnny.

– Regresa a la fiesta, muchacho. Tus amigos te están esperando. Déjalo todo en mis manos.

 

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